Capítulo 4

EL jueves, por la mañana temprano, Jake se puso el calzón corto y las zapatillas de deporte y salió del hotel. Normalmente le gustaba ir a correr tres o cuatro veces por semana, pero no lo había hecho desde que abandonó Montana. Los últimos días los había pasado visitando museos e intentando pintar... con frustrantes resultados.

Bajó por la rue Monge hasta Saint-Germain y luego tomó el Boulevard Saint-Michel. Aparte de algunas furgonetas de reparto que descargaban hortalizas y artículos de panadería, había muy poco tráfico. Le sentó bien salir a la calle y sudar un poco. Torció por la rue des Écoles y corrió por un pequeño parque rodeado de una verja circular. ¿No estaba el Cluny al otro lado de ese parque? Miró hacia allí y vio la pared almenada, la torre de piedra y las ventanas abuhardilladas del edificio de dos plantas.

Quizá podía pasar por el museo más tarde y preguntar por Alex, saludarla. Era su cuarto día en la ciudad, tiempo más que suficiente antes de encontrarse por casualidad con una vieja amiga.

¿Vieja amiga? Sí, al principio habían sido amigos. Muy buenos amigos. Ella tenía dieciocho años cuando se conocieron, aunque emocional e intelectualmente parecía mucho más madura. Él tenía veinte entonces, probablemente no era nada maduro, o cuando menos le faltaba sentido de la responsabilidad. Estaba locamente enamorado de París, de la vida que llevaba allí, de la libertad de ser joven en un país extranjero, enamorado de no tener obligaciones ni responsabilidades.

También estaba enamorado de Alex, y había llegado a pensar que ella le correspondía.

No empezaron a salir hasta el segundo semestre, cuando coincidieron en clase de historia del arte, aunque Jake se había fijado en ella desde el día en que Paul los había presentado. Iban juntos a museos y bibliotecas, y a veces se sentaban simplemente a charlar. Ella le dijo que tenía una beca de estudios, que su padre era director de un colegio católico de Baltimore en una parroquia económicamente muy depauperada, y que ganaba poco dinero. Esto sorprendió a Jake, pues había supuesto que Alex venía de una familia rica, tal vez por su manera de comportarse.

Alex era buena para él: seria en los estudios, organizada y de fiar. Era muy competitiva en lo relativo a las notas, y colaborar en algún proyecto con ella era asegurarse un sobresaliente. Eso sí, no permitía que nadie se aprovechara de sus esfuerzos. Él tenía que hacer su parte del trabajo.

A menudo, sobre todo si era de noche, él la acompañaba a la pensión donde compartía cuarto con otras tres chicas. Lo invitaba a entrar, pero no a su habitación sino al pequeño vestíbulo donde huéspedes y estudiantes veían la televisión. Una noche, al quedarse solos, él la besó en el cuello, le mordisqueó la oreja y siguió besándola en la mejilla, la frente, los labios. Despacio primero, y luego apasionadamente. Ella le devolvió el beso, pero al momento se apartó. «Todavía tengo que estudiar. Gracias por acompañarme a casa».

De día eran inseparables, estudiaban juntos, visitaban museos, charlaban. Al parecer podían hablar de cualquier cosa salvo de lo que sentían el uno por el otro. Otra noche que volvieron a quedarse solos en el vestíbulo de la pensión, empezaron a besarse con ganas, con mucha intimidad. Él deslizó sus manos dentro de su blusa. Al principio Alex no se opuso. Jake le acarició los pechos, pequeños y suaves, los pezones firmes. Entonces, ella puso su mano sobre la de él. La notó temblar. «Ahora no», le dijo, apartándole la mano.

Varias noches después, Jake advirtió que Alex se había dejado sin abrochar los dos botones superiores de la blusa. Una invitación, sin duda. Aquel día no se opuso cuando él le tocó los pechos, y cuando deslizó una mano por dentro del pantalón notó que toda ella se ponía tensa, y luego se relajaba. Estaba seguro de que Alex deseaba hacerlo tanto como él. Pero cuando él empezaba a bajar la mano, ella le agarró la muñeca y murmuró: «Por favor...», y al cabo: «No».

Jake estaba loco de deseo, quería hacerle el amor y decirle que la amaba, pero no le salían las palabras. Tenía muy poco que ofrecerle.

—Yo... yo... —tartamudeó ella—, prefiero esperar.

¿Esperar?, se preguntó él. ¿A qué? ¿Al amor? Él estaba enamorado. Nunca había sentido lo que entonces. ¿No sentía ella lo mismo por él?

—Quiero esperar —le explicó Alex, dudando— a casarme.

Jake no supo qué responder. ¿Casada? Eran demasiado jóvenes, al menos él. Antes de pensar siquiera en algo tan serio, tenía ganas de hacer muchas cosas.

El siguiente viernes, por la noche, se fue a la pensión para ver si Alex quería ir a un bar de la rue Saint Jacques frecuentado por estudiantes de su escuela.

Anna, una de las compañeras de cuarto de Alex, le dijo que no estaba. Cuando Jake le preguntó si había ido a Saint Jacques, dudó y luego dijo: «No estoy segura de adónde ha ido», y Jake pensó entonces que Alex había salido con otro. Alex y él nunca quedaban para ciertas cosas, pues él no podía permitirse ningún lujo aparte de comer y comprar material. Y verbalmente no se había establecido ningún compromiso entre ambos. No obstante, ¿le parecía bonito a ella eso de salir con otro?

Al día siguiente volvió a pasar por la pensión y de nuevo le dijeron que Alex no estaba. Se acercó el domingo por la tarde para ver si quería ir a la biblioteca para hacer un trabajo que les habían encargado. Fue entonces cuando la vio meterse en un flamante Alfa Romeo mientras un tipo alto y apuesto —joder, debía de tener más de treinta tacos— le sostenía la puerta. Alex no le vio a él.

Al otro día, después de clase, ella le preguntó si comerían juntos. Parecía muy seria.

Al terminar de comer, y después de no haber hablado de nada importante, ella le comentó:

—He conocido a alguien.

—¿Qué quieres decir? —Pero, naturalmente, Jake ya lo sabía.

—Es de Lyón.

Como si eso lo explicara todo.

—Bueno, simplemente me gustaría conocerle mejor.

—¿Y nosotros?

—Oh, Jake, es que...

Jake notó que quería decirle algo, era ella quien le había propuesto almorzar juntos. Se quedaron mirándose unos momentos.

¿Qué iba a decir él, «me parece muy bien, Alex»? ¿Esperaba que le diera su bendición?

—Yo pensaba que al menos lo íbamos a intentar, Alex. No sé, nosotros también estamos empezando a conocernos.

Jake pensaba en aquellas noches a solas en la pensión, cuando la había tocado, y la reacción de Alex, siempre parándole los pies. Y ahora se lo estaba dejando claro: le estaba diciendo que se alejara de ella.

—Estoy confusa, Jake.

Dijo esto como si quisiera que él la consolara, como si él pudiera ofrecerle cierto solaz. Alex tenía la vista fija en su café. No podía seguir hablando cara a cara.

—¿Así que me dejas tirado por un tío rico? —Temblaba de tal manera que apenas podía hablar.

—¿Rico? —Alex levantó la vista; su expresión era de perplejidad, pero al mismo tiempo parecía a punto de echarse a llorar.

—Hombre, un Alfa Romeo... —murmuró Jake entre dientes.

—¿Has estado espiándome?

—Y tú has estado actuando a mis espaldas. No me esperaba eso de ti, Alex. Yo te tenía por...

Estaba llorando. Jake sintió el impulso de abrazarla y decirle: «Alex, te quiero, ¿tú no?». Pero estaba tan enfadado que no podía ni hablar. El silencio que siguió fue absoluto, sólo se oía el ruido de cubiertos en la mesa contigua y un niño que enredaba en otra parte del comedor. Se levantó al tiempo que arrojaba su servilleta a la mesa.

—Bueno, Alex, ya me contarás cómo te van las cosas. Avísame cuando consideres que la vida es algo más que coches caros y tipos ricos.

Salió de allí pensando que aún había esperanzas, ella recapacitaría tarde o temprano. Pero aquella fue la última conversación que mantuvieron.

De vuelta en el hotel, examinó la pintura en la que había estado trabajando durante los últimos días. La composición incluía la ventana de su cuarto y el edificio de enfrente, porque le gustaban sus líneas y sus ángulos. Como contraste, había añadido las suaves formas de una mujer sentada desnuda frente a la ventana. Vio que algo no funcionaba, las proporciones de ella no estaban bien. ¿Es que ya no recordaba las curvas de una mujer? Necesitaba una modelo.

Fue hasta la cooperativa y encontró un tablón de anuncios justo al entrar. Había anuncios de modelos y de estudios, escritos a mano o hechos con ordenador. Jake sacó un bolígrafo del bolsillo y un trozo de papel de su billetera.

—¿Puedo ayudarle en algo? —oyó a sus espaldas.

Se dio la vuelta. Era la joven asiática que le había atendido unos días antes.

—Necesito una modelo para un cuadro que estoy pintando.

—Yo voy a veces a un estudio que hay en Montparnasse —dijo ella—. Hacen clases diurnas. Los lunes, miércoles y viernes por la noche hay modelo del natural, pero sin profesor. Lo pagamos entre todos, sale muy bien de precio.

Llevaba un jersey negro de cuello alto y unos pantalones ceñidos también de color negro. A Jake le pareció que no usaba sujetador, se le notaban los pezones bajo la lana.

—¿Necesita profesor? —preguntó la joven.

—No, sólo modelo.

—El lunes hay modelo masculino; miércoles y viernes femenino.

—Yo busco chica.

Ella sonrió como si hubiera dicho algo gracioso.

—Quiero decir, modelo femenina —aclaró él.

—Por supuesto.

La chica le pasó un número de teléfono y una dirección y Jake los apuntó.

—Le esperamos —dijo, sin dejar de sonreír.

—Gracias —respondió él.

La chica dio media vuelta y Jake la vio caminar hacia el mostrador, donde otro cliente estaba esperando. Tenía la cintura estrecha, y sus caderas dibujaban una bonita curva.

Salió de allí sin molestarse en apuntar ninguna otra información del tablón de anuncios. Sí, quizá se acercaría a Montparnasse el viernes por la noche. No había pensado en ir a un estudio, y, desde luego, no necesitaba profesor. Lo que tenía en mente era una modelo a domicilio. Miró las señas que la chica le había dado y se guardó el papel en el bolsillo. Quizá se tomara el día libre para dejar reposar un poco el cuadro. Sí, se pasaría por el Cluny.

La puerta por la que se entraba al museo estaba pintada de rojo subido con herrajes y ornamentación negros, y daba a un patio descubierto pavimentado de adoquines. En lo alto, unas gárgolas sobresalían bajo el decorativo alerón de piedra del edificio medieval.

Pagó la entrada y preguntó por madame Pellier. La chica de recepción le pidió que esperara mientras vendía entradas a la pareja que estaba detrás de él, luego llamó por teléfono, habló con alguien, y le dijo a Jake que madame Pellier no estaba disponible esa mañana. Le preguntó si quería dejarle algún mensaje.

—Merci, non —contestó.

Subió las escaleras tras un rápido vistazo a la planta baja. Quería ver el conjunto de tapices de La dama y el unicornio, expuestos en una enorme sala redonda de la segunda planta. Desde que había leído el artículo de Alex, estaba impaciente por volver a verlos.

Cuando eran estudiantes habían ido a menudo al Cluny, pese a que para Jake los tapices no eran verdadero arte, sino artesanía textil. Sin embargo, a Alex le encantaban.

Permaneció de pie en la sala, mirando a su alrededor. En la pared de enfrente colgaban cuatro tapices. Un gran espacio vacío señalaba sin duda el lugar que había ocupado un quinto. Leyó el rótulo; decía que la pieza titulada Le toucher había sido cedida temporalmente y podía verse en la exposición especial del Grand Palais, entre el 4 de junio y el 6 de agosto.

En la pared cóncava, entre las dos entradas de la sala, había un tapiz aislado. Todos ellos eran inmensos, cada cual con sus proporciones ligeramente distintas a las de los demás. Jake calculó que debían de medir entre tres y tres metros y medio de alto, con una anchura de entre tres y cuatro metros y medio. Todo eran rojos y azules intensos —paleta limitada pero hábil empleo del color—, y el resultado era de una gran exquisitez. No recordaba que fuesen tan bellos, y se preguntó si con el tiempo las percepciones cambiarían. Intentó recordar detalles del artículo que había traducido para su alumno, el que había escrito Alex. Cinco de los tapices representaban los cinco sentidos. Cada uno llevaba una pequeña placa iluminada con el título en varios idiomas.

Fue mirando los tapices de uno en uno. Todos ellos incorporaban un jardín-isla y una doncella esbelta y ricamente vestida. En cuatro, otra joven, una sirvienta, aparecía junto a la doncella. En todos había un león y un unicornio, además de flores y animales en miniatura —conejos, monos, perros, cabras y zorros— tanto en la isla como en segundo plano, al fondo. El mismo escudo de armas, tres lunas crecientes sobre campo azul, adornaba estandartes y escudos en cada una de las piezas.

Jake estudió los cuatro primeros, fijándose en los detalles que describían el sentido representado. La doncella de Le goûte sostenía un pájaro en una mano mientras alargaba la otra hacia un plato que le tendía la sirvienta, sin duda tomando algo para su «cata», ya fuera por parte de ella o del pájaro. En L'ouïe la doncella tocaba un armonio. El unicornio de La vue apoyaba sus cascos delanteros sobre el regazo de la doncella, mientras ésta sostenía un espejo de cara al animal fabuloso. El unicornio, además de dócil, parecía contento de que la mujer acariciara su lomo, y Jake se acordó de la explicación que Alex le había dado sobre el simbolismo del unicornio. Sólo una virgen podía capturar al escurridizo animal. En L'odorat la doncella tejía una corona de flores, mientras la diminuta sirvienta sostenía una bandeja con capullos.

Varias personas examinaban en silencio los tapices, pasando de uno al siguiente o contemplándolos sentados en los pequeños bancos metálicos dispuestos en mitad de la sala circular. De este modo se podía admirar primero los tapices de la pared opuesta a las entradas y luego, cambiando de banco, tener una vista perfecta del tapiz aislado de los demás.

Jake se disponía a contemplar el último de la serie, À mon seul désir, cuando hizo su entrada un grupo numeroso. No parecían turistas típicos; algunos de ellos llevaban cámaras pero todos los hombres vestían traje y las mujeres vestido o traje de chaqueta y tacones.

—La mera contemplación de los tapices hace de éste un fascinante conjunto —estaba contándoles la guía—, pero su historia, tanto la conocida como la especulada, las hipótesis y conjeturas sobre su origen y su significado, y su hallazgo en el Château Boussac por parte de la popular novelista francesa George Sand a mediados del siglo XIX, no hacen sino aumentar el misterio que envuelve este conjunto de seis tapices.

Hablaba en inglés. Jake no pudo verla pues quedaba oculta por el grupo, ahora frente a Le goûte, pero reconoció la voz.

Se puso de pie. Sintió un impacto, primero en el estómago y luego más arriba, como si le hubieran dado un fuerte puñetazo en el pecho, como si le estuvieran dejando sin aire.

Era Alex.

—Su historia más reciente, desde que fueron descubiertos en Boussac —continuaba—, es mucho más fácil de seguir. En un estudio histórico siempre resulta más fácil empezar por lo que sabemos a ciencia cierta y remontarnos en el tiempo a partir de ahí.

Un hombre alto del grupo cambió de sitio y Jake pudo verla ahora, aunque Alex no pareció reparar en él. Se sintió aturdido al tenerla tan cerca, aun sabiendo que para eso había venido al museo. Pero de alguna manera no estaba preparado, y, más aún, curiosamente no se había parado a pensar que después de catorce años ella podía estar cambiada.

Aquel cuerpo delgado y ágil que él recordaba había adquirido formas más maduras y plenas, de mujer adulta. Todavía era delgada pero sus pechos se veían más colmados, sus caderas más redondeadas. Llevaba un traje de chaqueta azul claro, con la falda lo bastante corta para lucir sus bien torneadas piernas pero lo bastante larga para no faltar al decoro. Le sorprendió mucho que se hubiera cortado el pelo. Aquella larga melena rubia que le llegaba a la cintura apenas rozaba ahora sus hombros.

Se la quedó mirando: ya no era la chica de diecinueve años cuya imagen había llevado consigo todos esos años, sino una mujer asombrosamente hermosa.

—George Sand descubrió los tapices en el castillo de Boussac, département de Creuse, probablemente entre 1835 y 1844, en una visita al subprefecto, cuya vivienda y oficinas estaban en el château. —La voz le era muy familiar, pero aquella inesperada mezcla de afabilidad y autoridad le pilló desprevenido—. La existencia de los tapices vio la luz en sus escritos, en especial en su novela Jeanne, publicada en 1844. Los tapices habían pertenecido a descendientes del conde de Carbonniéres hasta que la parroquia de Boussac adquirió el château y cuanto contenía en 1835. En 1882 los seis tapices fueron comprados por el Estado francés y expuestos el año siguiente en el Museo de las Termas, que entonces dependía de la Comisión de Monumentos Históricos. Terminada la Segunda Guerra Mundial, el museo fue renovado y se construyó esta sala circular en la que ahora nos encontramos. Un sistema de iluminación recientemente instalado, a base de fibras ópticas y lentes, garantiza su conservación y contribuye a resaltar las texturas naturales y el colorido de los tapices.

Jake se acercó un poco. Algunas de las personas que habían entrado en la sala antes que el grupo lo hicieron también.

Alex explicó que Le toucher había sido cedido temporalmente y que podría admirarse en una exposición especial que se inauguraba el viernes en el Grand Palais.

—Basándose en el blasón familiar —continuó mientras señalaba las medias lunas en la capa del unicornio—, los expertos coinciden en que el origen de este conjunto se remonta a la familia Le Viste de Lyón, y que los tapices debieron de llegar a Boussac como parte de una herencia transmitida a través de dos siglos de descendientes. Probablemente fueron creados por Jean Le Viste a finales de siglo XV o principios del XVI.

—Observándolos, no es difícil asociarlos a la conmemoración de un romance. —Miró brevemente al grupo, todavía sin fijarse en Jake, luego se volvió hacia Le goûte y señaló con la mano—. El león y el unicornio sugieren la fuerza y la pureza del vínculo matrimonial. El jardín, las flores, los árboles... han sido frecuentemente asociados en el arte y en la literatura a los ideales románticos del amor cortés. Los propios animales, que pueden ver dentro del fondo de millefleurs, tienen un significado simbólico. Los conejos representan la fertilidad, que, por supuesto, era un aspecto muy importante de la unión conyugal en el medievo. Los perros simbolizan la fidelidad. Los robles son la fuerza y la perseverancia, los naranjos la fecundidad.

Dio media vuelta y fue entonces cuando sus ojos pararon en seco, su voz falló una fracción de segundo.

—Y... y son muchos los que han respaldado la teoría de que el motivo de su creación fue conmemorar un romance.

Sus miradas se encontraron. La serena sonrisa de Alex, tan controlada y al mismo tiempo ligeramente traviesa, no había cambiado en absoluto.

—La repetición del escudo —prosiguió, otra vez dueña de su voz— en las armas de combate, lanzas y escudos sugiere sin duda alguna un tema guerrero. Así pues, una interesante mezcla: amor y guerra.

Alex sonrió, ahora, le pareció a Jake, sólo para él.

—La familia Le Viste procedía de Lyón, donde habían amasado una fortuna como coMerciantes de telas —explicó Alex—. Finalmente recalaron en París, ciudad en la que varios de sus miembros ocuparían cargos importantes en la administración real; Jean Le Viste fue uno de los primeros presidentes laicos de la Corte de Ayudas. Sin embargo, ningún Le Viste consiguió el honor de un título nobiliario. El encargo de los tapices pudo ser una buena oportunidad para hacer ostentación del escudo de armas de la familia y concretar así sus pretensiones aristocráticas. Las lanzas y los escudos encajan en esta idea, puesto que Jean Le Viste anhelaba ser caballero, e incluso solicitó en su testamento aparecer en uno de los vitrales de la capilla familiar de Vidency ataviado con cota de malla, aunque nunca fue nombrado caballero.

—La conspicua presencia del escudo de armas sugiere que fueron creados para una ocasión especial, poco después de la muerte del padre de Jean en 1457, cuando Jean IV se convirtió en cabeza de familia con derecho a ostentar el blasón. Es posible que fueran encargados en 1489 para celebrar su nombramiento como presidente de la Corte de Ayudas.

Una mujer menuda que estaba en primera fila preguntó si no estarían relacionados con algún matrimonio.

—Aceptar la teoría de que fueron una especie de regalo de bodas —respondió Alex— plantea ciertos problemas. Jean Le Viste se casó con la aristócrata Geneviève de Nanterre probablemente en la década de 1470, pero el estilo de los tapices sugiere una época posterior. Durante los años comúnmente aceptados como fecha de su elaboración, no hay constancia de matrimonios de miembros varones de la familia Le Viste. Jean tenía tres hijas, Claude, Jeanne y Geneviève, pero ningún varón. Si se encargaron para celebrar el matrimonio de una de sus hijas, el escudo de armas del prometido, así como el de su padre, deberían estar también representados. Como pueden ver, sólo aparece el perteneciente a la familia Le Viste.

Jake se la quedó mirando. Alex sonreía, señalaba, respondía a las preguntas de varios de los integrantes del grupo, que sin duda eran británicos. Recordó una vez, poco después de haber sido formalmente presentados, que la joven le había acusado de mirarla fijamente. Desde luego, no le faltaba razón, pero ¿no había hecho ella lo mismo?

—Me estabas mirando fijamente —le había dicho Alex.

—Sí —admitió él—. Soy artista y miro las cosas. Las estudio.

—¿Cosas?

—Tienes un rostro muy interesante. Algún día me gustaría que posaras para mí.

Ella le había mirado como si Jake le hubiera pedido que se quitara la ropa allí mismo.

La miró ahora. Tenía un rostro hermoso, pero Jake no acababa de entender cómo encajaban las piezas para sumar tanta belleza. Su nariz era estrecha y un poco larga, con una ligera protuberancia que se apreciaba de perfil. No era una nariz bonita. Puesta al lado de otras tantas narices elegidas al azar, no habría destacado como la más hermosa. Y sus ojos eran tal vez un poco pequeños. Sus labios demasiado finos. No obstante, las distintas partes de la cara encajaban bien, dándole un aspecto casi regio.

—La pieza final —continuó Alex— es la más misteriosa de todas. ¿Se trata de una introducción, o quizá una conclusión, al conjunto que representa los cinco sentidos? ¿O es el único tapiz de una serie que se perdió? ¿Cómo cabe interpretar la inscripción, À mon seul désir? «A mi único deseo». ¿Es una dedicatoria? ¿Un regalo para la doncella amada? ¿O acaso este tapiz, que describe a la doncella rubia devolviendo un collar a un joyero, representa la renuncia a los placeres evocados por los sentidos?

La mujer del sexto tapiz aparecía de pie frente a una especie de carpa, que Alex describió como el tipo de tienda habitual en un campamento de batalla. La sirvienta sostenía en sus manos una caja que recordaba un cofre del tesoro en miniatura, y la mujer parecía estar sacando joyas de la caja o devolviéndolas a ésta.

—Se les ha atribuido frecuentemente un tema neoplatónico. La filosofía de Platón sugiere que el hombre libra una permanente batalla entre los sentidos y la razón, que el alma está encadenada al cuerpo en una incesante búsqueda para alcanzar el «dios superior». Sólo mediante la razón podía el caos convertirse en orden, una liberación espiritual a través de una renuncia voluntaria a las pasiones de los sentidos. ¿Representaría este último tapiz la libertad sólo alcanzada mediante la renuncia a tales placeres? ¿Encajaría esto con el tema de la guerra?

Cuando el grupo hubo terminado de admirar el último tapiz de la serie, Alex los condujo hacia la salida y les presentó a Dominique Bonnaire, que los guiaría por el resto de las salas del museo.

Jake se quedó aparte. Cuando los últimos turistas británicos hubieron salido de la sala, los dos se quedaron a solas. Ella se le acercó.

Jake sintió unas apremiantes ganas de tocarla, de besarla en la mejilla. No, en los labios. Alex llevaba los labios pintados de un tono absolutamente delicioso. Pero mientras se miraban el uno al otro, Jake no pudo frenar los recuerdos. Alex le había dado calabazas. Había preferido a Thierry. Hacía catorce años de eso, y sin embargo la imagen de la última vez que la había visto estaba muy presente en su memoria. Era el final del semestre de primavera. Él estaba en clase, encorvado sobre su examen final. Alex había terminado el suyo y estaba esperando fuera del aula. Jake miró hacia el pasillo. Sabía que Alex quería hablar con él. Habían quedado muchas cosas en el tintero. Pero no quería oír aquello de «podemos seguir siendo amigos», de modo que se tomó su tiempo, pendiente del examen. Sabía que a Alex le quedaba otro. Cuando levantó la vista del papel, ella ya no estaba.

—No esperaba encontrarte aquí —empezó Jake—. Bueno, no aquí precisamente. Pensé que te tendrían encerrada en algún despacho del museo.

—No suelo hacer de guía, pero éste era un grupo especial, dignatarios británicos. Requerían tratamiento VIP.

Jake asintió con una sonrisa.

—Tienes buen aspecto, Alex.

—Tú también —le devolvió la sonrisa—. Me gusta tu pelo. —Él sabía que se refería a las canas que habían empezado a salirle los últimos años—. Se te ve muy digno.

—Ya —Jake rio nervioso y se pasó la mano por la cabeza. Estaba muy tenso, y Alex, en cambio, parecía la tranquilidad personificada. Como si hubiera estado esperándolo, o como si este encuentro no tuviera importancia para ella—. Tú te lo has cortado —comentó, y añadió enseguida—: Te sienta bien.

—Fue hace unos seis años, después de nacer mi hija. Era demasiado, con el bebé y todo eso.

—¿Una hija?

Por alguna razón, Jake no había pensado en esta posibilidad. Sabía que había perdido a su marido, pero no que pudiera tener hijos.

—Soleil. Tiene seis años.

—¿Soleil? Sol, ¿no?

—Es muy alegre —dijo Alex, y volvió a sonreír—. Normalmente la llamo Sunny.

Claro, pensó Jake, la hija de Alex tenía que ser alegre y luminosa.

Guardaron silencio unos instantes y luego Alex preguntó:

—¿Cuánto tiempo vas a estar en París?

—Una temporada. Todavía no lo sé con seguridad.

—¿Has venido solo? —Los ojos de Alex recorrieron la sala. Había algunas personas contemplando los tapices.

—Sí.

—¿No has traído a tu mujer?

—No.

—¿Estás casado?

—No. —Le pareció justo mencionar a Rebecca—. Prometido, sólo.

Alex volvió a mirar en derredor. Un grupo de turistas estaba frente al primer tapiz.

—Bueno, ¿y dónde has dejado a tu novia?

Antes de que él pudiera responder, Alex rio. Su risa era deliciosa.

—Oh, Jake —exclamó—, esto de los compromisos nunca se te dio muy bien. No ha venido contigo a París, ¿verdad?

Jake rio también.

—Es enfermera —dijo, como si eso explicara sobradamente que no estuviera con él en París—. Se reunirá conmigo en agosto.

—¿Te refieres a París, o en santo matrimonio? —Alex sonrió con cierta malicia.

—París —contestó él.

—Enfermera, ¿eh? Una mujer buena y responsable. Qué bien.

Jake no supo cómo interpretar sus palabras. ¿Qué bien que hubiera encontrado a una mujer responsable? Como si fuera esto lo que necesitaba.

—Vamos a mi despacho donde podamos sentarnos a charlar —sugirió ella, y Jake la siguió.

Una vez allí Alex le preguntó si le apetecía un café y él dijo que sí. Al salir ella de la habitación, Jake echó un vistazo. Las paredes estaban cubiertas de certificados y diplomas. Un gran archivador oscuro, que parecía de anticuario, ocupaba buena parte de una pared. En una esquina de la mesa descansaban varias carpetas bien apiladas. Libros de arte llenaban la estantería. Todo estaba muy bien ordenado, como cabía esperar de ella. Sobre el escritorio, destacaban las fotos de una hermosa niña rubia. Se parecía mucho a su madre. Tenía sus mismos ojos y su pelo.

Alex regresó con el café.

—¿Tú sabías que estaba aquí, en el Cluny?

—Pasé un par de días en Londres, en casa de Paul Westerman. Salimos con Frank y Fiona, y Frank contó que trabajabas en este museo.

—¿Cómo están? —Parecía muy animada al saber que Jake había visto recientemente a sus viejos amigos—. Mis últimas noticias eran que Fiona daba clases, ¿qué hacen ahora Frank y Paul?

Jake le contó que Fiona seguía dando clases, y que Frank trabajaba desde hacía poco para una firma de inversiones.

—Paul trabaja en algo relacionado con adquisiciones y valoraciones de obras de arte. Trabaja para una empresa que investiga robos y fraudes, y hace verificaciones para los clientes de la compañía.

—¿De veras? —Abrió mucho los ojos—. Debe de ser un trabajo muy interesante.

—Ya conoces a Paul. Tenía muchas anécdotas que contar. Salimos todos juntos la víspera de mi partida.

—He perdido la pista de la mayoría de aquel grupo —comentó Alex—. He sabido de Anna, y Geri siempre me manda una felicitación por Navidad, pero del resto de la pandilla... ¿Pandilla? Parecemos un par de viejos rememorando el pasado.

—Sí, son tantos los recuerdos...

—Y tú, Jake, ¿a qué te dedicas ahora?

—Pues daba clases en la Universidad de Montana, en Missoula.

Hizo una pausa, tomó un sorbo de café.

—¿Dabas?

Jake asintió.

—¿Y ahora?

—Me he tomado unas vacaciones. Pienso estar un tiempo en París. Pintando.

—¿Año sabático?

—En realidad, no. —Dudó de nuevo, otro sorbito de café—. Dar clases no me gustaba demasiado. Ya sabes, los politiqueos y todo eso. Me encantaba la relación con los alumnos, pero me quedaba muy poco tiempo para pintar. Pensé que necesitaba tiempo para... para dedicarlo a mi pintura, y me pareció que la única manera de hacerlo era trabajando en ello exclusivamente.

—Una decisión muy valiente, eso de perseguir lo que uno más ama. Qué bien.

Su respuesta le sorprendió, no se la esperaba. Le vinieron a la mente su madre y Rebecca, mezcladas en una sola todas las mujeres sensatas a las que había amado. Pero Alex, a pesar de su pragmatismo, siempre había tenido pasión. Una pasión que, en opinión de Jake, había tratado siempre de ocultar, quizá por temor a dejarse llevar por sentimientos que podían escapar a su control. Se acordó de aquel primer beso. Remisa y asustada, sus labios habían temblado primero, pero luego su reacción fue de impaciente avidez, más o menos la que sentía él. ¿Qué estaría pensando ahora, al estar juntos después de tantos años? ¿Seguiría viendo en él al artista joven, escuálido y sin blanca? Qué diferencia con Thierry, que era asquerosamente rico y tenía pinta de héroe de película romántica. ¿Habría satisfecho Alex toda su pasión con él?

—Frank me dijo que habías perdido a tu marido. —No le sonó bien. ¿Perdido? Quizá habría tenido que decir que había muerto. No, eso tampoco. Jake se sentía incómodo, pero de alguna manera tenía que hacerle ver que lo sabía—. Lo siento.

—Gracias.

Alex bajó un momento la vista.

—¿Cuánto hace que trabajas aquí en el Cluny?

—Casi tres años. Volví al trabajo un año después de que muriera Thierry. No, no puedo decir que volviera al trabajo. Durante nuestro matrimonio apenas hice nada. Nada remunerado, al menos. Thierry no quería que yo trabajara, pero sí tener una esposa culta. Terminé mis estudios varios años después de casados. Luego, un par de años más tarde, empecé a preparar el doctorado. Me aburría todo el día en casa y me puse a estudiar. Más tarde nació Soleil... perdí a Thierry...

Alex bebió un poco de café. Jake hizo lo mismo.

—Sunny es preciosa —continuó Alex—, y me encantaba estar en casa con ella, pero necesitaba algo más en mi vida. Además, tenía muchos estudios pero muy poca experiencia. Fue una suerte conseguir este empleo en el Cluny. Había trabajado con madame Demy, la directora, durante mi tesis. Le gustó mi trabajo y me contrató primero como ayudante y luego, hace cosa de un año, cuando quedó libre el puesto de conservadora, me animó a presentarme.

Jake detectó una ligerísima falta de confianza en la voz de Alex. Se imaginó que habría sido difícil, una mujer joven con una hija, una mujer que no trabajaba desde hacía años. Dudaba de que Alex se hubiera visto obligada a trabajar, siendo tan rica la familia de Thierry.

—¿Te gusta tu trabajo? —preguntó—. Me ha parecido que estabas entusiasmada.

—Me encanta. Estoy todo el día rodeada de cosas que me gustan. Y luego vuelvo a casa y tengo a mi hija. Y a mi madre. Vino de Baltimore hace varios años, después de... Cuando empecé a trabajar, necesité ayuda con la niña.

—¿Tu padre...?

—Falleció hace seis años. ¿Y los tuyos, Jake?

—Mi madre está en Missoula. Papá murió hace cosa de cinco años.

—Es duro perder a los padres.

—Sí. —¿Y perder al marido?, pensó—. ¿Y tu hermano Phillip, a qué se dedica?

—Trabaja de abogado en Boston.

—Siempre decías que le gustaba discutir. Supongo que le irá bien como abogado.

Alex sonrió y asintió con la cabeza, luego miró el reloj.

—Dios mío, son casi las doce.

—¿Quieres que vayamos a comer algo? —preguntó Jake.

—Me encantaría, pero tengo una cita para almorzar.

—Entonces, ¿a cenar?

Alex pareció contrariada.

—Mañana inauguran una exposición en el Grand Palais y la recepción es esta noche. Hemos cedido una de nuestras piezas, y la intervención de la directora, madame Demy, fue decisiva para conseguir uno de los tapices de propiedad particular. Para ella es un acontecimiento, y quiere que asista yo también.

—Bueno, entonces otro día.

—Se me ocurre algo —dijo Alex—. ¿Por qué no me acompañas? He traído ropa para cambiarme y pensaba ir directamente desde aquí.

Parecía sincera, como si de verdad quisiera que Jake fuese con ella. Estaba claro que no tenía una cita.

—Claro, será un placer.

—Pásate a eso de las siete. —Alex se puso de pie—. El museo cierra a las seis menos cuarto. Te esperaré en la entrada.

Se acercó para darle un pequeño abrazo, separada de él por el escritorio; más que un abrazo fue un apretón en los hombros. Pero Jake percibió su perfume, un perfume tan ligero que apenas si lo había notado durante la conversación.

Y su aroma no le abandonó mientras regresaba a su hotel, e incluso mientras estaba a solas en su cuarto.