Capítulo 29

DESPUÉS del funeral, la familia y los amigos se reunieron en casa de Simone. Varias damas de la iglesia habían dispuesto un bufé. Mientras charlaba con una mujer de Grenoble, prima de Thierry, Alex divisó a Henri Sauvestre al otro lado del salón. El abogado saludó con la cabeza y se acercó a ellas.

Alex le presentó a la prima de Thierry. Hablaron unos minutos y luego la mujer fue a ver qué hacían sus hijos.

—Nos hemos ocupado de todo —dijo monsieur Sauvestre, tocando a Alex en el hombro con gesto tranquilizador.

—Merci —agradeció ella, con un sonoro suspiro de alivio—. ¿Enviaron el fax a Sotheby's?

—Oui. Tout.

—Merci, merci beaucoup.

Aquella tarde, Simone parecía otra vez muy cansada. Alex pensaba marcharse al día siguiente si podía resolver el asunto del tapiz, pero le preocupó que Simone pudiera necesitar aún su ayuda. Alex no le había dicho que había descubierto el tapiz debajo de la alfombra. Pero ¿por qué Simone no había querido revelarle dónde lo escondía? Sólo había dicho que de momento no quería que hablaran de eso.

Alex acostó a Soleil y fue a sentarse con su madre y Simone en la sala de estar.

—Gracias, Alexandra —dijo Simone—. No sé qué habría hecho sin ti. De todos modos, sé que has de volver a París.

Alex asintió con la cabeza.

—No te preocupes —la tranquilizó su suegra—. Tengo a Marie conmigo, y a mis amigas de la iglesia. Sé que mi vida va a cambiar, pero no pasa nada. Merci, Sarah —dijo, dirigiéndose a la madre de Alex—. Me ha ido muy bien que pudiéramos charlar.

—Siempre que quieras —contestó Sarah.

Simone se levantó.

—Ven, Alexandra. Ya sé que estás impaciente por enviar el tapiz a Londres.

Alex se puso de pie, y Simone hizo una seña a Sarah para que la siguiese también.

Entraron las tres en el dormitorio. Simone fue hasta la alfombra persa y pidió a Alex que le diese la vuelta. Alex se arrodilló y tiró de una esquina. Notó el bulto de las dos telas juntas mientras Simone anunciaba con orgullo:

—El tapiz.

Se la veía tan contenta, que Alex no dijo que ya lo sabía. Y, por otra parte, tenía la sensación de que lo que Simone había dicho era verdad. ¿Por qué Alex había desconfiado de ella en un principio?

Por la mañana, telefoneó a Elizabeth Dorling a Londres. Los papeles habían llegado; el catálogo estaba en la imprenta.

Alex hizo asegurar el tapiz y empaquetarlo adecuadamente antes de facturarlo a Londres. Como dudaba del precio por el que debía asegurarlo —su valor era incalculable, si se perdía o resultaba dañado no podría ser reemplazado— había comprado una póliza de un millón y medio de dólares, una cantidad muy superior al precio que constaría en el catálogo.

Aquella tarde Alex, Sarah y Sunny volvieron a París. Después de dejarlas en casa, ella fue directamente al museo. El Cluny estaba cerrado, sin embargo, madame Demy se encontraba todavía en su despacho. Alex le contó las últimas novedades. Ahora sólo quedaba reunir fondos suficientes.

Pasó la mañana siguiente al teléfono. Habló con madame Genevoix, quien se mostró entusiasmada respecto al tapiz. Ella y su marido lo habían hablado y estaban dispuestos a hacer una donación. Madame Genevoix le comentó que debía alegrarse de que Jake fuera a exponer en la galería. Alex no mencionó que no había hablado con él desde hacía casi una semana. Contestó que confiaba en que la exposición fuese un éxito tanto para ella como para Jake, pues era un artista de gran talento.

Después de colgar se quedó pensando en Jake. Él le había enviado una nota de pésame por el fallecimiento de Pierre. Alex estaba contenta de que hubiera conseguido fecha para exponer. La galería Genevoix era una gran oportunidad para cualquier artista. Y, al pensar en Jake, se dio cuenta de que lo echaba de menos. Recordó la noche de la inauguración en el Grand Palais, y la ayuda que le había prestado con los dibujos. Sonrió al pensar en todo ello: la visita al convento, el hallazgo en sus registros del nombre de Adèle Le Viste, el día que colgaron el tapiz, la visita a madame Gerlier en Vienne en busca de un octavo tapiz, que después Jake le sugirió que no era tal, sino un hijo. El cariño que le había tomado Soleil. Y luego la fiesta de cumpleaños, cuando la niña le dijo que le quería, unas palabras tan inocentes y naturales, como si su mera pronunciación no pudiera hacer temblar todo el universo.

Jake le había hecho a su hija aquel maravilloso regalo, la muñeca medieval. Alex sintió mucha ternura, una ternura casi punzante. Pero entonces le vino a la memoria la imagen de Jake con aquella asiática. Y la ternura se convirtió en la abrasadora sensación de haber sido traicionada.

Por la tarde, habló con varios benefactores a quienes había pedido ayuda económica en anteriores ocasiones. Todos ellos estaban al corriente del reciente descubrimiento, y sabían que era el tapiz del que ella les había hablado al comentarles la posible adquisición de una pieza del gótico tardío para el Cluny. Al parecer, todo el mundo estaba dispuesto a participar en la adquisición de aquel hermoso, y ya célebre, tapiz.

A eso de las cinco, Alex tenía ya compromisos en firme para donaciones por un valor de novecientos mil euros, el equivalente a más de un millón de dólares. De todos modos, pensaba seguir buscando para tener una buena reserva de dinero. Su plan era tenerlo todo arreglado antes de la última semana de julio, que era cuando ella, su madre y Soleil se iban de vacaciones a Italia. Sabía que no se marcharía tranquila a menos que todos los detalles quedaran solucionados.

El doctor Martinson la llamó desde Nueva York al día siguiente.

—Es una pena —comentó— que las monjas permitan que el tapiz sea subastado. Hubiera sido más bonito que lo donaran a un museo de arte medieval. En fin, ahora cualquiera podría quedárselo.

—Sí, una pena —afirmó Alex, con fingido candor.

—¿Y los dibujos que había en el devocionario, ese libro que regalaron a un museo medieval de París? —Martinson daba a entender que Alex estaba en posesión de los dibujos, lo cual no era así—. Aunque en el inventario sólo venía un devocionario. Nada del otro mundo, seguramente.

Alex optó por no decir nada.

—¿El 13 de agosto?—continuó Martinson—. Viernes 13: pues parece que algún museo o coleccionista va a tener su día de suerte.

—Desde luego —aseguró Alex—. Estoy convencida de que le veremos en Londres el 13 de agosto.

—No me lo perdería por nada del mundo.

Después de colgar, Alex se quedó pensando. Martinson no tenía ninguna oportunidad, ninguna en absoluto.

Jake estaba trabajando frenéticamente. Madame Genevoix le había dado ánimos, y él se sentía muy satisfecho de lo que estaba pintando. Había comenzado el nuevo cuadro, su Anunciación, en un tríptico que ocuparía toda una pared de la galería. Matthew fue a posar varias veces. Envuelto en una sábana blanca, se veía genuinamente angelical. Jake esbozó un pórtico con arco y situó al ángel, el unicornio y la Virgen en su panel respectivo. Causaría impresión.

En el Louvre estuvo viendo alas de ángeles en la sección del Renacimiento e hizo algunos bocetos, pero supo que no había encontrado lo que buscaba. Tenía en mente una determinada textura, como de plumas de verdad. Luego, al volver del museo, se le había ocurrido algo: el loro violeta, le perroquet, tenía plumas. De modo que pasó la tarde dibujando abajo, en la recepción; su modelo, el loro, parecía encantado de ser objeto de una atención tan personal.

Ahora, a solas en su cuarto, Jake estaba terminando las alas de Matthew-Gabriel. Retrocedió unos pasos y contempló satisfecho su obra. Una fantástica textura, y muy realista. Deseó poder compartir su satisfacción con alguien. Y que ese alguien fuera Alex. A ella le encantarían las plumas de loro traspasadas al arcángel.

¿Y si la llamaba? Habían pasado tres días desde el funeral de Pierre. Se preguntó si Alex estaría de vuelta en París. ¿Qué podía decirle si la telefoneaba? «¿Quiero enseñarte mis fantásticas alas de ángel?». O quizá, por ejemplo: «Siento haberle contado a Gaston Jadot lo de los dibujos, siento que él se lo contara a Marcel Bonnisseau, que resulta que es hermano del arzobispo». El propio Jake estaba tratando aún de encajar las piezas. Aunque Gaston se lo hubiera dicho al hermano del arzobispo, ¿cómo había relacionado éste los dibujos con el convento de Sainte Blandine? Julianna sabía que Jake había ido a Lyón y, lógicamente, también lo sabía Gaston, pero no se había hablado para nada del convento. Así pues, ¿qué decirle a Alex? Tal vez sería mejor abordar el otro problema: Julianna. Podía decirle que eran sólo amigos; es lo que eran ahora, ¿no? También tenía una pregunta para Alex: ¿cuál fue el motivo de que se presentara a las tantas de la noche en su habitación? Era algo que venía preguntándose desde hacía días.

Jake miró el reloj. Eran casi las dos de la madrugada. No podía llamar entonces. A lo mejor al día siguiente. Pero, no, igual no la llamaba. Quizá era preferible no volver a mezclar a Alex en su vida. Quizá era mejor pasar sin ella.