Capítulo 28

EL lunes por la mañana temprano, de camino a la cooperativa para comprar los marcos, Jake paró a tomar un café y comprar el periódico. De pie frente al quiosco con el vaso de café en una mano, desplegó el diario. Al pie de la primera página había una foto de Alex con gafas de sol y un gesto de sorpresa en la cara. El titular decía así: «Coleccionistas y funcionarios de museo se reúnen mientras se desvela el misterio del tapiz». Se hacía constar que la fotografiada era Alexandra Pellier, conservadora del Musée National du Moyen Age, Thermes de Cluny, París.

Jake leyó el artículo. El arzobispo permitía a las monjas vender el tapiz y quedarse en el convento. Los pisos superiores se podrían utilizar como hotel, y según el portavoz del arzobispado, ya habría habitaciones disponibles el próximo otoño. El tapiz sería subastado en Sotheby's a mediados de agosto. Se mencionaba a Alex como una de las muchas personas interesadas en conseguir la obra, identificándola además como la persona de confianza que habría asesorado a las monjas. La hermana Etienne declaraba que si madame Pellier no hubiese sido tan honrada, podría haber conseguido el tapiz por una pequeña fracción de su valor real. Las hermanas de Sainte Blandine agradecían a madame Pellier el haber puesto el bienestar de las monjas por encima de sus propios deseos.

Bueno, pensó Jake, todos contentos. Pintan a Alex como una santa, las monjas se quedan donde querían, el arzobispo consigue publicidad gratuita para su nuevo hotel, y algún museo o coleccionista tendrá la suerte de llevarse el tapiz a casa. Sí, pero a la postre, santa Alex y el Cluny tal vez serían los únicos perdedores en todo este galimatías. Aunque Alex fuese una heroína para las monjitas, lo más probable era que su museo perdiese la batalla. ¡El precio de la santidad!

Habría pasado lo mismo, se dijo Jake, aunque el secreto del tapiz hubiera sido desvelado más tarde. De un modo u otro, la comunidad de las artes habría tenido noticia del hallazgo, aunque seguramente con menos publicidad de la generada por la controversia sobre la propiedad del tapiz. Todo esto no haría sino inflar el precio, y en consecuencia Alex tendría menos probabilidades. Oh, pero ella era mujer de muchos recursos. Seguro que encontraba la manera de conseguirlo para el museo. Sabría de dónde sacar el dinero necesario. Pese a ello, Jake se sentía aún en la necesidad de justificarse ante ella.

Entró en la cooperativa y compró dos marcos. Era temprano y Julianna no había llegado aún. No la había visto desde el viernes por la noche. Jake volvió al hotel, enmarcó las dos últimas telas y echó un vistazo a sus cuadros.

¡Buenísimos! Confió en que madame Genevoix opinara igual. Si lograba que expusiera su obra, tal vez podría vender un par de lienzos. Había gastado ya bastante en telas y marcos, y aunque todavía le quedaban ahorros, sabía que antes o después tendría que conseguir ingresos.

A eso del mediodía, mientras esperaba a Matthew, quien se había ofrecido a ayudarle a llevar los cuadros a la galería, recibió una llamada de la madre de Alex, Sarah Benoit.

—He pensado que querrías saberlo —empezó—. Imagino que Alex no te ha llamado. Pierre Pellier falleció este fin de semana. Alex ha ido a ayudar a Simone. Sunny y yo salimos para Lyón esta tarde.

—No sabía nada —contestó Jake—. Gracias por llamar. Y, por favor, dele el pésame de mi parte a Simone.

—Lo haré —dijo Sarah.

—Y a Alex —añadió Jake—. Y a Sunny por la pérdida de su abuelo.

—Sí —repitió Sarah. Se produjo un silencio incómodo, como si ambos esperaran que el otro dijese algo—. ¿Has seguido la noticia en los periódicos?

—Demasiada publicidad.

—Quizá no sea bueno para Alex.

—Alex se saldrá con la suya. Como siempre. —Le salió con un deje de sarcasmo involuntario.

—No estoy segura de que Alex sepa siempre lo que quiere —opinó Sarah—. Bien, sólo quería decirte lo de Pierre.

—Muchas gracias por la llamada.

El lunes a media mañana, Alex mantuvo una conversación en la biblioteca con Simone y su abogado. Henri Sauvestre era el segundo Henri Sauvestre que actuaba como asesor legal de los Pellier. Su padre había sido el abogado de la familia durante más de treinta años; en los últimos dos decenios, era el hijo quien los aconsejaba. Rondaría los sesenta años, aunque Simone siempre se refería a él llamándolo el «joven» Henry Sauvestre. No era muy guapo, pero en conjunto podía decirse que era agradable. Vestía de manera impecable: camisa blanquísima almidonada, puños dobles con su monograma, gemelos de oro, zapatos italianos bien lustrados. Alex pensó que, aparte del padre Varaigne y de ella misma, Sauvestre era la persona en quien Simone más confiaba.

El testamento de Pierre no contenía grandes sorpresas. El grueso de su patrimonio iba a parar a Simone —apartamento, cuentas bancarias y obras de arte valiosas—. Había donaciones considerables a asociaciones benéficas y un generoso regalo a la Iglesia. Pierre había dispuesto un segundo fideicomiso para Soleil, del que Alex ya tenía noticias desde hacía tiempo. Sería administrado de nuevo por Alain Bourlet. Alex era la beneficiaria de varias pinturas y esculturas que siempre había admirado. Sabía que algunas eran de valor y que otras tal vez lo fueran.

Después, Alex preguntó si podía hablar con monsieur Sauvestre sobre un asunto urgente. Simone salió de la biblioteca y los dejó a solas.

—No sé —empezó Alex— si ha seguido usted las noticias sobre lo que ha ocurrido recientemente en el couvent de Sainte Blandine.

—Avec beaucup d'intérêt —declaró monsieur Sauvestre.

¿Con gran interés? ¿Es que en Francia todo el mundo estaba al corriente?, se preguntó Alex.

—Esa fotografía que salía hoy en el periódico... —continuó el abogado—. Parece que se ha convertido usted en una especie de héroïne.

Miró a Alex con cara que parecía de admiración; ella pensó que no se merecía todo esto.

—Las monjas de Sainte Blandine me han pedido que vaya a hablar mañana con el arzobispo —explicó—, el cual no ha impugnado el derecho de las hermanas al tapiz accediendo a que permanezcan en el convento, bajo ciertas condiciones para la venta y administración de los fondos. Necesitamos ayuda para redactar un documento legalmente vinculante. Ya sé que apenas hay tiempo, pero necesito que alguien me eche una mano. Pensaba que...

Alex se sentía como una tonta (como si el abogado no tuviera nada mejor que hacer al día siguiente) pero necesitaba desesperadamente algo concreto con lo que garantizar a Elizabeth Dorling que el catálogo podía ir a la imprenta el miércoles. Debía de tenerlo solucionado al día siguiente sin falta.

Monsieur Sauvestre se rascó la barbilla y lo meditó.

—Mañana es mal día —dijo—. Mais oui, creo que algo podremos hacer. A quelle heure, ¿a qué hora tiene su entrevista?

—A las diez de la mañana.

Monsieur Sauvestre volvió a rascarse la barbilla, como si formara parte del proceso de pensar.

—Dites-moi —ahora miró fijamente a Alex—, dígame exactamente a qué ha accedido el arzobispo.

Alex repitió lo que había hablado con la hermana Etienne, añadiendo que el asunto era muy urgente, puesto que necesitaba poder dar una respuesta a Sotheby's. Monsieur Sauvestre escuchó con gran interés, y, aunque no tomó notas, Alex tuvo la certeza de que no se le escapaba el menor detalle. Sauvestre le preguntó si tenía un poder notarial para actuar en nombre de las monjas.

Alex dijo que no. ¿Era importante? Aun en el caso de que llegaran a un acuerdo por escrito, ¿tendría que correr al convento para conseguir la firma de la hermana Etienne?

Antes de marcharse, monsieur Sauvestre le dijo que no podría reunirse con ella al día siguiente pero que le enviaría a un representante del bufete. Quizá ella podría pasarse por su oficina mañana sobre las nueve y cuarto y así echar un vistazo al acuerdo antes de entrevistarse con el arzobispo. Le sugirió, en caso de que Alex se pusiera en contacto con las monjas, que podía mandar un mensajero al convento por la tarde para que la hermana firmase el documento. Alex pensó que era muy amable, pero se dio cuenta de que, naturalmente, todo esto lo hacía por Simone.

Alex llamó a Elizabeth Dorling. Sí, estaba al corriente de las novedades y se alegraba de que las monjas hubiesen salido bien paradas. Como Alex había supuesto, Sotheby's necesitaba algo por escrito que confirmara que el tapiz les pertenecía legalmente. Alex le dijo que enviaría un documento por fax antes del miércoles por la mañana.

Habló después con la hermana Etienne para avisarla de que al día siguiente por la tarde llegaría un mensajero para la firma. Preguntó si todo iba bien y la monja le contó que las cosas se habían calmado.

Aquella tarde Alex la pasó con Simone, pero estaba a punto de volverse loca por estar allí sentada sin más, así que le propuso ir a dar un paseo.

El aire había refrescado bastante. Caminaron junto al río, agradeciendo la brisa que venía del agua. La gente pasaba con prisas: una madre joven empujando un cochecito con mellizos; una de mediana edad con una bolsa de la compra de donde sobresalían varias baguettes de aspecto crujiente; un ejecutivo cartera en mano que parecía llegar tarde a una reunión de última hora. Gente haciendo cosas normales de la vida cotidiana. Gente que no sabía que la vida de Simone había cambiado para siempre, que su rutina diaria no iba a ser ya la de tantos años. Y en cuanto a Alex, también su vida estaba a punto de dar un giro: podía perder o conseguir el que tal vez fuera el más espectacular tapiz de la Baja Edad Media jamás descubierto. Había salido su foto en el periódico.

La noche anterior le había telefoneado Georges Gaudens para decirle que los periodistas de Lyón y de la cadena local de televisión sabían que estaba involucrada en el hallazgo del tapiz, pero no que estuviera en casa de los Pellier. Cuando Alex le explicó su sitúación familiar, Gaudens accedió a no revelar su paradero. De Martinson o de Paul, Alex no había sabido nada más.

De regreso, Simone le dijo:

—Me alegro de que lo de las monjas haya salido bien. ¿Te ha podido ayudar monsieur Sauvestre con los aspectos legales?

—Sí. Mañana tengo una entrevista a las nueve y cuarto. Seguramente estaré fuera toda la mañana.

—No te preocupes. Soleil y Sarah llegarán por la tarde. Me alegro de que hayamos solucionado nuestros asuntos.

Alex supuso que su suegra estaba hablando del funeral de Pierre y de la entrevista con el abogado. Pero se preguntó si a Simone se le habría pasado por la cabeza que Alex podía querer saber dónde había escondido el tapiz.

—Quisiera liberarte de la responsabilidad del tapiz lo antes posible —dijo—. Quiero enviarlo a Londres.

Simone pareció dudar.

—Quisiera pedirte que esperes hasta después del funeral, cuando las cosas se hayan calmado. Mira, no quiero que remuevas este asunto por ahora.

Alex inspiró hondo, notando que el corazón se le aceleraba. Tuvo, una vez más, que dejar a un lado su frustración.

—Lo que tú digas, Simone.

El lunes por la tarde, Matthew ayudó a Jake a llevar los cuadros a la galería. Madame Genevoix los examinó con detenimiento, pidió que colocaran algunos en sitios determinados, ajustó la iluminación, todo el tiempo risueña y excitada sin duda por la obra de Jake. Le dijo que tenía un hueco a mediados de agosto, el artista programado había cancelado su exposición. O, mejor dicho, habían tenido ciertas desavenencias cuando ella le pidió la exclusiva y el pintor no quiso acceder. Madame Genevoix quería saber si Jake estaba de acuerdo en estas condiciones: no exponer en ninguna otra galería de París antes de agosto. ¿Le interesaba?

Certainement! Cómo no. Además, Jake no hubiera podido producir material más que para una sola exposición; de hecho, tendría que trabajar sin descanso si quería tener obra suficiente para mediados de agosto. La galerista le preguntó si podía quedarse temporalmente con el cuadro de mayores dimensiones, a fin de despertar expectación.

Matthew le dio un codazo a Jake y sonrió:

—Dile que sí, tío. Así no tendremos que cargar con él, con lo que pesa...

Jake no cabía en sí de gozo. Estaba pintando, lleno de una creatividad que no experimentaba desde hacía años, y ahora tenía la oportunidad de exponer en una galería de París. Le gustaba el local, la ubicación y la entusiasta actitud de madame Genevoix.

La galerista dijo que necesitaría una foto suya y un breve curriculum, algo para poner en los folletos y tarjetas que enviaba a sus clientes antes de la inauguración. Y también una lista de personas a las que Jake quisiera invitar. Madame Genevoix siguió hablando de la inauguración, y de que siempre contrataba un servicio de catering.

Cuando ya se disponían a marchar, madame Genevoix preguntó a Jake:

—¿Ha seguido la apasionante historia de Alexandra Pellier y el tapiz del unicornio?

Jake asintió.

—Toda esa publicidad con el tema del unicornio podría servir de gancho para su exposición —dijo con una gran sonrisa.

Jake estuvo de acuerdo. Él mismo lo había pensado más de una vez.

—Sería estupendo —proclamó la galerista— si pudiéramos conseguir el tapiz para el Cluny, ¿verdad?

—Oui, très agréable —respondió Jake. Seguro que con partidarios tan ricos y entusiastas como madame Genevoix, Alex conseguiría el dinero—. Ese tapiz debe estar con los demás, en el Cluny. N'est-ce pas, madame?

De regreso, Jake dio las gracias a Matthew y le preguntó si estaría dispuesto a posar para un cuadro. Hacía días que le rondaba por la cabeza hacer una Anunciación, incorporando de nuevo el simbólico unicornio. La Virgen sería Gabby (con su largo cuello, podía dar un bonito toque a lo Parmigianino). Pero necesitaba un modelo masculino para el arcángel Gabriel. Sabía que en el estudio posaban hombres los lunes por la noche, pero la primera vez que se le ocurrió la idea, pensó que Matthew sería perfecto.

—¿Quieres que pose para hacer de ángel? —le preguntó Matthew sonriendo, antes de echarse a reír.

—¿Lo harías?

—Pues claro. Cómo mola... un ángel negro de Chicago. Cuenta conmigo, tío.

—¿Podrías venir mañana?

—Cuenta conmigo —repitió Matthew al parar frente al hotel.

—Creo que esta noche me pasaré por el estudio. —Jake se apeó del coche y empezó a descargar— Tengo que hablar con Gaston Jadot.

—Hace dos semanas que no va por allí.

—Bueno, de todos modos, creo que iré.

Cuando Matthew se marchó, Jake llamó a Rebecca. Eran poco más de las seis de la mañana en Montana, y su novia estaba medio dormida. Jake quiso atribuir su falta de entusiasmo, cuando le dijo lo de la exposición, al hecho de que no estaba del todo despierta.

—Entonces ¿tendrás que quedarte este otoño en París? —preguntó ella.

—Sí.

—Yo creía..., bueno, pensaba que...

—Es una gran oportunidad, Rebecca. Y estoy pintando otra vez. No sabes el gusto que me da producir algo que me hace sentir bien. Y ahora la galería, quién sabe, a lo mejor vendo algunos cuadros.

—Entiendo —repuso Rebecca. Pero Jake no estaba seguro de que lo entendiera realmente.

Monsieur Jadot sí estaba en el estudio esa noche. Explicó que había pasado una gripe, que la edad no perdonaba, pero que ya se encontraba bien.

Jake habló un momento con Julianna, quien se mostró amable, no coqueta. Jake se dio cuenta de que algo había cambiado desde la noche en que Alex y ella habían ido, ambas inesperadamente, a verle al hotel Julianna mencionó que había visto a su «novia» en el periódico, y que le parecía muy excitante toda esa historia del tapiz misterioso. Pero lo más excitante era estar implicado en ello, ¿verdad?

Jake pensó que la palabra adecuada no era «excitante». Miró de reojo a Gaston Jadot para ver si prestaba atención. Estaba guardando ya sus cosas, pero Jake tuvo la sensación de que había estado escuchando.

—¿Le apetece que tomemos algo esta noche, monsieur Jadot? —le preguntó Jake en voz alta. Gaston volvió la cabeza y asintió.

Fueron al mismo bar de la otra noche. Gaston le preguntó por la exposición (evidentemente, también había escuchado eso). Jake le explicó que su vieja amiga Alexandra Pellier, del museo Cluny, había hecho de intermediaria con la galería. Jake observó la cara del viejo al mencionar el nombre de Alex. Cara de póquer, nada podía definirla mejor.

—Esta tal Alex, ¿es su amante, su novia?

De nuevo, Jake pensó que el viejo habría oído a Julianna referirse a Alex como su novia.

—No. Somos amigos. Estudiamos juntos aquí en París hace muchos años.

—¿Y usted estaba enamorado de ella en esa época?

Jake no respondió. ¿Quién había dado vela a Gaston, o a Julianna, o a nadie, en este entierro? Tomó un sorbo de vino y preguntó a Gaston por su negocio. El viejo había explicado en una conversación anterior que hasta hacía poco había tenido un negocio familiar.

—Objets anciens —explicó Gaston—. Antiquités.

Vaya, qué bien, pensó Jake. Si pensaba mencionar el hallazgo de dibujos medievales y su posible relación con un valiosísimo tapiz del gótico tardío, nada mejor que hacerlo en presencia de un anticuario.

Gaston le contó que su padre había empezado el negocio en París, un pequeño coMercio, pero que la cosa fue a más y abrió una segunda tienda en Lyón, y que la familia se había dedicado al coMercio internacional de antigüedades. Les iba muy bien. Vivían confortablemente.

—¿Y a su familia le interesaría el hallazgo de un tapiz medieval? —preguntó Jake.

—Lo leí en el periódico —respondió Gaston—. Muy interesante... el convento, los dibujos... y luego el tapiz.

Jake suponía que Gaston podía haber leído todo eso en la prensa, pero sabía también que el viejo había estado escuchando su conversación con Julianna mucho antes de que todo el asunto se hiciera público.

—¿Habló usted con alguien sobre la conversación que tuve con Julianna acerca de esos dibujos?

Gaston sonrió, no con la sonrisa del ladrón que acaba de ser atrapado, sino casi con una sonrisa satisfecha, la de quien sabe que tiene la carta más alta.

—Conozco gente —dijo—, hombres como yo, jubilados, pero que siguen interesándose por el arte y por lo que sucede en el mundo.

—¿Y les dijo usted algo?

Gaston asintió con la cabeza.

—¿Cree que alguien pudo airear la noticia, hacer que el arzobispo se enterara del descubrimiento?

Ahora sí, el gesto de Gaston fue de inequívoca culpa.

—Mi buen amigo Marcel Bonnisseau —declaró, como si confesara.

—¿Bonnisseau? ¿El arzobispo Bonnisseau?

—Es su hermano —confirmó Gaston.

Era lo último que Jake hubiera querido oír, lo último.

El martes por la mañana, Alex se fijó en que Simone se había maquillado un poco. Parecía haber dormido bien, y, por primera vez desde la llegada de Alex, había dejado que Marie la peinara. Simone expresó su alegría ante la llegada de Soleil y mencionó que tenía otro regalo para ella, un cochecito para su muñeca.

A las ocho y media Alex se dirigió al despacho de Henri Sauvestre. Habló con un abogado joven a quien habían encargado redactar el acuerdo con las monjas. Parecía recién salido de la facultad; era tan joven que Alex se preguntó si se afeitaba más de una vez a la semana. El abogado se comportó en todo momento con evidentes ganas de complacer, tratando a Alex como si fuera un personaje famoso.

El escrito contenía todo cuanto habían hablado ella y monsieur Sauvestre el día anterior. No faltaba nada. Con un poco de suerte, el arzobispo daría su visto bueno y todo se podría arreglar como Alex esperaba.

El abogado, que se llamaba Hervé Haye, la acompañó a su entrevista con el arzobispo, que a la postre resultó ser todo menos una entrevista con el prelado. La dirección que la hermana Etienne había entregado a Alex era de un bufete de abogados. Se entrevistaron con una persona que actuaba en representación de la archidiócesis. Hubo que hacer ligeros cambios en el texto del convenio. Por insistencia de Alex, esperaron a que una secretaria lo pasara a limpio, y el abogado de la archidiócesis accedió a enviar el texto inmediatamente al arzobispo para su firma.

—Necesito que esté todo listo y firmado para esta tarde —explicó Alex.

El abogado del arzobispo la miró con la frente muy arrugada, tan arrugada como cuando, momentos antes, Alex había insistido en que pasaran el texto a limpio mientras hablaban. Alex sabía que en Francia todo tendía a estar en cours —en curso, pendiente—, sin embargo, ella tenía prisa.

Notó que Hervé Haye le tocaba ligeramente el brazo. ¿Un niño tratando de tranquilizarla? El abogado la miró e hizo una inclinación de cabeza como diciendo: «Yo me ocupo de todo». Alex recordó cuando Simone le había dicho que confiara en ella. ¿Cómo era que su vida dependía últimamente de confiar continuamente en alguien? Tuvo ganas de gritar que ya se ocupaba ella, pero era consciente de que estaba a merced de otras personas.

Al volver de la entrevista, Hervé Haye le aseguró que tendría listo un texto firmado para enviar a Elizabeth Dorling a primera hora del día siguiente. Alex le explicó que el funeral de su suegro era por la mañana, que no tendría tiempo para contratos ni firmas, y que dependía de él. Le entregó una tarjeta en la que había anotado su teléfono en Lyón y el número de fax de Sotheby's.

Aquella tarde Alex llevó a su suegra a la estación para ir a recibir a Soleil y Sarah. Simone parecía otra vez la de siempre, como si los tres días anteriores le hubieran dado tiempo para sobreponerse y estar a punto para las visitas. Iba a haber más personas —sobrinos y sobrinas, primos y primas—, aunque se hospedarían en diversos hoteles de Lyón.

En cuanto llegaron al piso, Simone enseñó a su nieta el regalo que le había comprado. Soleil fue corriendo a buscar la muñeca y la puso en el cochecito junto con la Barbie medieval de Jake, que había traído consigo desde París. Las paseó por toda la casa.

Simone, Sarah y Alex se sentaron a charlar en el salón. Hablaron sobre todo de la niña, la única cosa que las tres tenían en común. El francés de Sarah estaba mejorando y Simone hablaba un poco de inglés, de modo que la conversación transcurrió en una mezcla de ambos idiomas. A Alex le asombraba lo bien que se comunicaban las dos mujeres, y las muchas cosas que compartían. Sarah expresó su condolencia por la pérdida de Pierre, y Simone dijo que sin duda Sarah lo entendía, puesto que había pasado por lo mismo. Al darse cuenta de que las tres eran viudas —aunque su madre y su suegra habían vivido largas y felices relaciones— Alex reflexionó de nuevo sobre la dolorosa verdad: ella nunca había amado realmente a su esposo. ¿Era todavía más triste perder a un marido de un matrimonio sin amor? Se levantó para ir a ver a Soleil.

Cuando la encontró, salía del cuarto de Simone, enfilando el largo pasillo como si fuera una pista de pruebas. Había apartado la alfombra, ahora apretujada en una esquina.

—¿Qué haces, Soleil? —Alex procuró mantener la calma.

—Es que hay demasiados baches.

—Y cambias las cosas para que estén a tu gusto, ¿no?

—A grandmère no le importa.

—Pero a tu madre sí. Vamos a poner las cosas en su sitio. —Alex se inclinó para alisar la alfombra del pasillo—. ¿Estabas en el cuarto de la abuela?

La niña bajó la vista, consciente de que a su madre no le gustaba lo que había hecho.

—¿Has tocado algo?

Soleil asintió con la cabeza. Alex la tomó de la mano y la llevó al dormitorio de Simone, una habitación muy grande con un sofá de anticuario, dos butacas, varias mesitas y una chimenea. La gran alfombra persa que cubría buena parte del suelo había sido retirada a un rincón.

—Al menos no la has empujado a puntapiés —masculló Alex.

—No podía. Pesa demasiado.

Alex se aguantó la risa. Se acercó a la alfombra y empezó a tirar de ella. Sunny tenía razón: pesaba mucho. Demasiado, incluso para una alfombra grande de lana. Y abultaba muchísimo. Entonces reparó en que el reverso estaba cubierto de tela. Sabía que las auténticas alfombras orientales no llevaban recubrimiento de tela por detrás, porque eso era siempre indicativo de que se intentaba ocultar un defecto, una imperfección. En casa de los Pellier todo era auténtico y de la mejor calidad. Alex tiró un poco más de la esquina. El refuerzo estaba cosido a mano a los bordes. Se arrodilló en el suelo y tiró un poco más, rascando luego las costuras, y éstas empezaron a ceder. Metió el dedo bajo la tela y notó una textura ligeramente basta, familiar. Efectivamente: el refuerzo de la alfombra servía para esconder algo.