Capítulo 7
ALEX alargó la mano para estrechar la del doctor Martinson en un gesto tan lleno de garbo y control, que Jake llegó a pensar si aquella momentánea congoja no habría sido simplemente fruto de su imaginación.
—Encantada de verle otra vez, doctor Martinson —saludó ella—, es un placer tenerle con nosotros aquí en París.
El doctor Martinson entornó los ojos. Sonrió, pero parecía estar absorto en sus pensamientos, como si tratara de recordar algo.
—¿Madame Pellier? Ya nos conocíamos. ¿De Nueva York quizá? —preguntó, perplejo.
Alex negó con la cabeza.
—Pero no hace mucho...
—Así es —asintió Alex.
—¿En París?
—No.
—En alguna otra parte de Francia, entonces. ¿Fue hace poco?
—Sí.
—¿Lyón?
Parecían estar jugando a las adivinanzas. El doctor Martinson sonrió. Con coquetería, le pareció a Jake. Se preguntó cómo podía haber conocido a Alex y haberlo olvidado. Alex no era una mujer fácil de olvidar para ningún hombre.
La sonrisa del doctor se ensanchó al recordar por fin.
—Sí, claro. El sábado. La joven que estuvo en el convento de Sainte Blandine.
—Sí —confirmó Alex—. Y el domingo. La mujer con la que estuvo a punto de tener un accidente en la carretera a Sainte Blandine.
El doctor meneó la cabeza, a modo de disculpa. Fue a decir algo, pero una de las mujeres le interrumpió en un intento por incorporarlos a una conversación sobre los tapices medievales.
Una señora rolliza con un vestido de lentejuelas opinó que era estupendo que hubieran reunido en una misma exposición todos los tapices más bellos del mundo, en especial los del periodo gótico. Otra comentó, tocando el brazo del doctor Martinson, que era magnífico que tantos museos hubieran cedido sus piezas para la exposición. Y madame Demy indicó que varias de las obras procedían de colecciones privadas.
El doctor Martinson, a su vez, aseguró que era una suerte poder contar con una obra medieval tan bella como Le Pégase. Había viajado a París exclusivamente para ver el tapiz. Sabía que nunca había sido expuesto públicamente, y desde luego no había querido perderse la que sin duda iba a ser una ocasión única.
—¿Y su visita a Sainte Blandine? —preguntó Alex.
—Es una pena que la madre superiora haya fallecido —declaró el doctor Martinson—. Y todavía más su creencia de que el convento poseía algo que podía ser de interés para un museo.
—Sí —concedió Alex—, pero ambas cosas eran de esperar en una mujer de noventa y dos años.
El doctor la miró, estupefacto.
—Me refiero a la muerte y la confusión —aclaró Alex.
—Oh, por supuesto. —Martinson asintió con la cabeza, un tanto divertido—. Pero, si llego a saberlo, no habría perdido el tiempo. Podía haberlo pasado aquí en París.
—¿Cuánto tiempo va a estar en la ciudad?
—Un par de días, no lo sé con seguridad. Hay mucho que ver en París.
Siguieron charlando un rato más, sobre París, la exposición, el buen tiempo que estaba haciendo esa primavera... Madame Demy preguntó a Jake por su trabajo, y éste dijo que había estado en París hacía años, estudiando, y que siempre había deseado regresar.
—Quizá volvamos a vernos —aventuró Martinson cuando Alex y Jake se marchaban.
—Cómo no, doctor Martinson —respondió ella—. Me alegro de verle otra vez.
—Ha sido un placer conocerlos —dijo Jake.
Alex no volvió a abrir la boca hasta que salieron del Grand Palais.
—Está mintiendo —aseguró—. Seguro que vuelve.
—No tengo ni idea de lo que estaba pasando ahí dentro —declaró Jake—. Parecías sorprendida de ver al tal doctor Martinson.
—Lo estoy. Y mucho —masculló Alex mientras caminaban hacia los Campos Elíseos—. ¿Vamos a cenar algo? Me muero de hambre.
—Iba a proponerte lo mismo.
—Mientras cenamos te hablaré de Martinson y del convento, bueno, lo poco que sé de ambos. Pero seguro que sabré mucho más cuando vuelva a Sainte Blandine.
Lo primero que hizo Alex al llegar al museo a la mañana siguiente fue telefonear a la oficina del arzobispo. Ya había hecho dos llamadas durante la semana, y empezaba a impacientarse por no tener noticias de él. Volvió a dejar un mensaje.
Se levantó de su mesa. Quería preguntar a madame Demy por el doctor Martinson. Estaba casi segura de que él no le había contado a la directora su visita a Sainte Blandine.
Madame Demy no estaba en su despacho, cosa que sorprendió a Alex. La directora siempre era puntual. Rio para sus adentros al pensar que su jefa pudiera haberse ido «de juerga» al salir de la inauguración. Ella había vuelto a casa temprano después de cenar con Jake, quien le había preguntado si podrían verse de nuevo cuando ella volviera de su visita al convento. Alex le había dicho que con mucho gusto.
¿Realmente era verdad? Había esperado años para ver a Jake de nuevo. Y ahora estaba allí. En París. Ella nunca habría tenido el valor de hacer lo que él había hecho: dejar su empleo, hacer la maleta y mudarse. En su época de estudiantes, Alex le veía como un inmaduro y un irresponsable, pero ya no se lo parecía. Lo había pasado bien en su compañía, aunque su intenso deseo de regresar al convento había estado planeando sobre la cena. Llegar allí antes que el doctor Martinson, antes que nadie, y así reclamar los tesoros que el convento pudiera guardar, escondidos quizá durante siglos.
Alex dudaba de sí misma. Thierry la había acusado de estar más interesada por las cosas que por las personas. Era cierto que muchas veces buscaba refugio en sus estudios. ¿Fue ella la causante de la infelicidad en su matrimonio?
Cuando recordaba aquellos primeros años con Thierry, le parecía que había sido feliz. Todavía estudiaba, pero su presupuesto no era en modo alguno el de un estudiante normal. Thierry se mostraba generoso y ella sabía que podía pedirle cualquier cosa. Pero luego, con el tiempo, empezó a sentir que le faltaba algo. Hablaron de tener un hijo cuando ella terminó sus estudios. Thierry dijo que no estaba preparado. Alex se quedaba sola muchas veces en casa, pensando que no era eso lo que quería. Se matriculó para hacer un curso de posgrado. Thierry y ella cada vez se veían menos. Él salía por las noches mientras ella se quedaba a estudiar en casa. Alex sospechaba que tenía un lío, y Thierry no se lo negó cuando ella le preguntó qué estaba pasando. Alex propuso que fueran a ver a algún terapeuta pero él se mofó diciendo que le sonaba muy americano, como si todos sus problemas pudieran encontrar solución haciendo terapia de grupo. Al día siguiente Alex se marchó a un hotel con poco más que lo puesto. Pensó en divorciarse, pero la idea de decírselo a sus padres, o a los de Thierry, le resultaba insoportable. Además, se consideraba una católica progresista y no creía en el divorcio; o tal vez no creía en el fracaso.
Thierry la convenció para que volviera. Dijo que la quería, que estaba dispuesto a crear una familia, que todo iba a cambiar. Y así lo pareció un tiempo, pese a que Alex no conseguía quedarse embarazada. Fue de médico en médico y todos le decían que no había motivo para que no pudiera concebir, que debía tranquilizarse y seguir con su vida normal. Reanudó su trabajo del doctorado. Él se negó a hacerse ningún tipo de análisis. El sexo se convirtió en algo mecánico —tampoco había sido nunca una maravilla— y Thierry la acusó de no tener sentimientos. Alex pensó de nuevo en abandonarlo, pero entonces descubrió que estaba encinta.
Al nacer Soleil, Alex pasó temporadas en las que se sintió feliz. Thierry mimaba a la chiquilla, que era más hermosa de lo que su madre podía haber imaginado. Viéndolos a los dos, juntos, sentía una gran ternura por el hombre que le había hecho tan precioso regalo.
Pero esto duró muy poco. Él volvió a las andadas; a veces salía de noche y no volvía hasta el día siguiente, siempre con la excusa de una reunión de negocios. Alex sabía que había otras mujeres y eso le hacía odiarlo. Por las noches, cuando él no volvía» se quedaba despierta en la cama, primero irritada, pero enseguida se ponía a pensar que Thierry podía haber tenido un accidente, que quizá había muerto. Hasta desear que eso se hiciera realidad. Y un día, como si los malos deseos de Alex hubieran sido la causa, ocurrió. Thierry murió. Alex nunca había compartido con nadie estos pensamientos, como tampoco el hecho de que su matrimonio hubiera sido un fracaso.
A eso de las diez recibió una llamada del ayudante del arzobispo con una invitación a visitar el convento el sábado por la tarde, entre las cuatro y las cinco. Debía preguntar por la hermana Etienne. Salió de su despacho y recorrió el pasillo hasta el despacho de la directora, quien había llegado por fin.
—¡Una espléndida recepción! —exclamó madame Demy.
—Muy bonita, sí —afirmó Alex.
—Su amigo, monsieur Bowman, ¿va a quedarse mucho tiempo en París?
—Ha venido para pintar. —Alex hizo una pausa—. ¿Y su amigo, el doctor Martinson? ¿Ha venido a Francia para robarnos nuestros tesoros?
Madame Demy sonrió.
—Hábleme de él y de su encuentro en Sainte Blandine.
Alex le explicó que había visto a Martinson dentro del convento, tomándolo por un médico que habría ido a atender a la anciana madre superiora, pero que luego, al verle la víspera en la exposición, pensó que el convento se habría puesto en contacto con él para que examinara las propiedades de las monjas.
—¿Cree usted que el doctor Martinson sabe algo que nosotros no sabemos? —preguntó Alex.
—Lo dudo —contestó madame Demy—. Es joven y entusiasta. Acaba de ser contratado por The Cloisters, y estaba ilusionado por ver la exposición.
—¿Usted no cree que las hermanas hicieran coincidir su invitación con la exposición de tapices?
—Dudo que sean tan astutas. Durante siglos, la Orden ha tenido escaso contacto con el mundo exterior. Y ahora las echan de su casa. Se diría que tratan de salvar su orgullo dando a entender que el convento contiene multitud de piezas valiosas.
—Por fin he tenido noticias del arzobispo. Mañana voy a Sainte Blandine.
—Si cree que merece la pena otro intento, entonces adelante.
Naturalmente que iría. Nada se lo iba a impedir.