Capítulo 19

A la mañana siguiente, Alex se despertó con dolor de garganta. Soleil le había pegado el catarro. Tomó un vaso de zumo de naranja con dos comprimidos para el resfriado —de los que no daban sueño—, metió una buena provisión de pañuelos de papel en su bolso, pastillas para la tos y más comprimidos y salió hacia el museo. Se encontraba muy mal, pero había mucho que hacer. Por suerte, el metro no iba a tope y pudo viajar sentada.

Tras hablar con madame Demy sobre los acontecimientos del fin de semana, Alex estuvo hasta el mediodía colgada del teléfono. Llamó a monsieur Bourlet, el administrador del patrimonio de Thierry, para concertar una cita. En asuntos de dinero, monsieur Bourlet era siempre muy servicial. Luego telefoneó a madame Genevoix para invitarla a ella y a su marido a cenar el viernes. La pareja era extraordinariamente rica, y generosa en sus aportaciones al arte. Alex quería hablarles de su hallazgo con la esperanza de que comprendieran la importancia de adquirir el tapiz para el Cluny. Madame Genevoix le explicó que el viernes lo tenían comprometido, pero quizá a mediados de la semana siguiente. Alex no quería demorarlo tanto, pero tampoco deseaba hablar del asunto por teléfono. Acordaron aplazar la invitación para el otro viernes. Madame Genevoix, como de costumbre, tenía ganas de charlar.

Antes de despedirse, se interesó por el artista americano que Alex le había presentado en la recepción.

—Jacob Bowman —le recordó Alex.

—Oui, monsieur Bowman. Me gustaría ver algo de su obra.

—Le diré que venga ese día a cenar con nosotros.

—Será un placer.

Madame Genevoix regentaba una galería en París donde solían exponer destacados artistas contemporáneos. De vez en cuando patrocinaba a algún artista en ciernes. Para ella era una simple afición, pero Alex pensó que a Jake podría interesarle, y además era una magnífica excusa para invitarlo a cenar.

Le telefoneó al hotel.

—Alex —contestó Jake—, menuda voz. ¿Te encuentras bien?

—Más bien no. Creo que he pillado el catarro de Soleil.

—Con tantas emociones el fin de semana, tapices por aquí, tapices por allá, te habrán bajado las defensas.

—Cuando llegamos estaba muy cansada, y eso que dormí la mayor parte del viaje. Gracias por conducir tú, y por acompañarme.

—Fue muy entretenido.

—Yo también lo pasé bien —aseguró Alex, a lo que siguió un incómodo silencio. Parecía que le estaba dando las gracias tras una cita—. En fin, el caso es que te llamaba porque tengo noticias frescas. ¿Te acuerdas de los Genevoix, la pareja que conociste en la exposición de tapices?

—No sé, había tanta gente aquel día...

—Un matrimonio mayor, te los presenté nada más llegar.

—Ya, si no recuerdo mal eran grandes mecenas de las artes. No me digas que han aceptado comprar el tapiz para el museo.

—Todavía no, pero los he invitado a cenar y quiero que vengas tú también. Madame Genevoix es dueña de una galería, aquí en París. Muy bien situada, junto al río. Y... lo más importante es... que quiere ver algo de tu obra.

—¿Estás de broma? ¿Cuándo?

—Este viernes no, el siguiente. Ven a cenar y concretas algo con la dama en cuestión. Podrías traer algún cuadro, yo me encargo de colgarlo. Estoy segura de que le gustará y quedaréis un día para que le enseñes más material.

—¿Más material? —rio Jake.

—¿Es que no hay más? —preguntó Alex.

—Tengo una tela que no pienso enseñar a nadie, y estoy trabajando en otra. ¿El viernes de la semana próxima, dices?

—Me consta que trabajas bien bajo presión. Lo recuerdo de cuando estudiábamos. Siempre conseguías entregar los trabajos a tiempo.

—A base de unas cuantas noches sin dormir.

—Sí, me acuerdo bien.

—Hace más de catorce años que no has visto nada mío.

—Cierto, pero confío en tu talento y estoy impaciente por ver lo que haces ahora.

—Gracias por organizar todo esto, Alex. Procuraré tener algo a punto para ese día.

Alex salió temprano del trabajo para llevar a Soleil a clase de ballet. El estudio estaba a poca distancia de su casa.

Soleil llevaba sus zapatillas de ballet en una pequeña mochila con forma de conejito. Iba brincando muy contenta y la mochila saltaba con ella, las orejas del conejito se movían arriba y abajo. Alex le agarró la mano mientras esperaban a que se pusiera verde el semáforo.

—¿Vendrá pronto monsieur Bowman? —Soleil levantó la vista hacia su madre—. Dijo que podríamos colorear las doncellas.

—Monsieur Bowman tiene mucho trabajo, Sunny.

Al llamarlo aquella tarde, Alex había esperado que Jake le propusiera verse un rato, pero no lo había hecho. Se sintió decepcionada, aunque sabía que él tenía que dedicarse a pintar, tanto más ante la perspectiva de la entrevista con madame Genevoix.

—Pero fue a Lyón contigo —alegó Soleil.

—Sí. Me ayudó en un trabajo que estoy haciendo para el museo.

Atravesaron la calle.

—¿El tapiz que hay en casa de los abuelos?

—Sí.

—¿Estará pronto en tu museo?

—Seguro que sí.

—Me gusta monsieur Bowman —anunció Soleil—. ¿A ti te gusta?

—Sí, me gusta monsieur Bowman. ¿Sabías que hace muchos años estudiamos juntos aquí en París?

—¿Tú quieres a monsieur Bowman? —inquirió Sunny.

¿Por qué le hacía semejante pregunta?, pensó Alex. ¿Qué sabía una niña del amor entre un hombre y una mujer?

—Digamos que es un amigo muy especial —respondió.

Mierda, pensó mientras iban hacia el estudio, ¿qué sabía ella misma del amor entre un hombre y una mujer? Subieron la escalera hasta el segundo piso.

—Yo también quiero que sea mi amigo especial —manifestó Soleil.

—Estoy segura de que a él le encantaría.

Alex estaba cansada cuando se acostó temprano aquella noche, pero no podía dormir. La pregunta de Sunny resonaba en su cabeza. «¿Tú quieres a monsieur Bowman?». «Yo también quiero que sea mi amigo especial».

¿No habían ido más allá, Alex y él? Entonces eran muy jóvenes y no habían empleado nunca la palabra amor. Si él la hubiera amado, ¿no habría intentado ganarla? ¿No habría contestado, al menos, cuando ella le escribió diciendo que se casaba con Thierry? Tal vez no fue amor en absoluto. O, por el contrario, quizá había sido un amor perfecto: el amor inocente, inconsciente, insensato, lujurioso y no consumado de la juventud.

Sí, ¿qué sabía ella del amor? ¿Sabía más ahora que cuando era una torpe adolescente? Había estudiado en un instituto femenino, y los pocos ligues que había tenido en esa época se los habían conseguido su hermano —con uno de sus amigos— o su madre —con el hijo de algún vecino—. No tuvo lo que se dice un novio hasta su primer año de universidad. Hubo algunos más, nada serio. Después Jake. Y luego Thierry.

Y con Thierry todo fue demasiado rápido. Sin que ella tuviera tiempo de reaccionar, Thierry se había presentado en Baltimore y había pedido al padre de Alex la mano de su hija, cosa que ella consideró en su momento un detalle anticuado pero muy romántico. Naturalmente, su padre dijo que la decisión la tenía que tomar Alex. Su madre temía que fuese demasiado joven, poco experimentada, pese a que ella misma había sido joven y pasado también por lo mismo.

Efectivamente, fue Alex quien tomó la decisión, pero no sin la sensación de verse envuelta en algo que no había tenido tiempo de analizar. Y todo se precipitó: enviar las invitaciones, buscar el servicio de catering, encargar las flores, reservar día y hora en la catedral. ¡Alex se casaba!

Thierry tenía prisa. Cómo no... Se habían tocado y besado hasta el umbral de lo permitido y él decía que iba a volverse loco si no podía poseerla. Alex intentó explicarle por qué quería esperar. Ni siquiera tenía nada que ver con la religión, aunque las monjas del instituto femenino en Baltimore le habían inculcado precisamente eso: que la mujer virtuosa debía reservarse para el matrimonio.

No, nada que ver con la religión, pero sí con algo espiritual. Cuerpo y alma. Carne y espíritu. Un hombre, una mujer, unidos para siempre.

Alex recordaba muy bien la noche de bodas. Thierry y ella estaban exhaustos. Después de unos cuantos besos, él se puso encima de ella y empezó a penetrarla. Pocos segundos después, había terminado. Se separaron y él se durmió. Alex permaneció despierta. ¿Nada más? ¿Había estado reservándose tanto tiempo para eso?

Algún tiempo después, había intentado hablarlo con Thierry, decirle con buenas palabras que ella no se sentía satisfecha, aunque no llegó a emplear esta palabra. Eso habría aplastado el gran ego de su marido, que resultó ser un hombre muy frágil. Thierry se sintió ofendido, como si diera por hecho que su atractivo y su dinero deberían haber bastado para llevarla al clímax. Le hizo sentir que la culpa era de Alex. Le decía que era frígida, y ella a menudo le creía.

Después de Thierry hubo otros hombres y sexo simplemente. Después de Thierry, ¿por qué no? Se había acostado con hombres que ni siquiera le gustaban. Hacía cosa de un año, en un congreso celebrado en Berna, había ido a tomar algo al bar del hotel para relajarse un poco tras un largo día de reuniones. Conoció a un norteamericano, bastante simpático e interesante. Habían subido a la habitación de ella, algo que ahora le daba escalofríos sólo de pensarlo. Después de varias copas más, la cama: sexo apasionado, rápido y un tanto tosco. A la mañana siguiente, cuando se despertó, él aún estaba allí. Se sintió sucia y mezquina, pero al mismo tiempo agradecida de seguir con vida. Aquel hombre podría haber sido un bicho raro, un asesino en serie. No tuvieron mucho que decirse aquella mañana. Ella le dio unas señas falsas y él le dijo que la llamaría la próxima vez que estuviera en París. Fue un alivio verlo marchar.

Y ahora Jake volvía a estar muy cerca de ella, pero prometido con una linda enfermera que le esperaba en Montana.

Alex se preguntó si no estaba cometiendo un error al dejar que Soleil se encariñara con él; del mismo modo, dudaba que fuera sensato que ella también se encariñara.

Después de hablar con Alex, Jake se sintió doblemente motivado. Estuvo pintando toda la mañana y luego hasta media tarde.

Le gustaba esa nueva pintura. Había utilizado la modelo del estudio, la ventana de su cuarto y el unicornio de los dibujos ecuestres que había realizado en el Bois de Boulogne. La mirada ausente de la joven pareció cobrar un nuevo significado cuando la colocó en la escena junto al unicornio, ambos sentados frente a la ventana abierta a un mundo que no los atañía a ninguno de los dos. La expresión de la joven ya no le parecía de tedio o desinterés, sino de juvenil inconsciencia, y su desnudez no era seductora ni en absoluto sexual, sino inocente, como la desnudez de un recién nacido. Había empleado colores suaves y fríos, que en definitiva se ajustaban a su primera intención.

Al atardecer estaba dando ya los toques finales. Las figuras de la doncella y el unicornio cobraron vida cuando empezó a añadir toques de luminosidad y sombras oscuras. Colocó la tela sobre la cómoda y retrocedió unos pasos. Sí, le había quedado muy bien.

A la mañana siguiente fue al museo Gustave Moreau, en la rue de la Rochefoucauld. Moreau era conocido por sus obras simbolistas, donde describía fantasías mitológicas, y en varios de sus cuadros salían unicornios. Su obra formaba parte del movimiento simbolista de finales del XIX. Jake no quedó muy convencido del estilo, aunque la obra sí le sirvió de inspiración. La encontró un tanto fría pero interesante, sin duda debido a la influencia de los tapices medievales. Sus doncellas iban cargadas de joyas y turbantes como las jóvenes de la serie del Cluny, aunque varias de ellas estaban desnudas.

Pasó varias horas en la biblioteca investigando sobre el tema del unicornio en el arte. Fotocopió reproducciones de varias obras medievales y renacentistas, algunas de las cuales incluían unicornios y anunciaciones, así como escenas alegóricas. Encontró una reproducción de un Rafael, La joven y el unicornio, y un Moretto da Brescia cuyo fondo era una ciudad del Renacimiento.

Corrió al hotel y empezó a hacer bocetos para un nuevo cuadro. Trabajó hasta bien entrada la noche en el nuevo dibujo: una joven con un pequeño unicornio en el regazo, similar a lo que ya llamaba su «primer cuadro», pero inspirado en el de Rafael. Según sus pesquisas, el pequeño unicornio de esta obra únicamente podía verse como un atributo: la castidad o el pudor. Utilizaría una pose similar a la de Rafael, pero, en lugar de la indumentaria renacentista, vestiría a su doncella con ropa contemporánea, y en vez de las dos colinas enmarcadas por columnas, colocaría de fondo una escena cotidiana del París actual.

El miércoles por la mañana traspasó el dibujo a la tela. Le gustó cómo le había salido. La mujer llevaba vaqueros y una camiseta. El pequeño unicornio descansaba sobre su regazo, como una mascota, un cachorro. La escena de fondo, con la Torre Eiffel, repetía las líneas verticales de la ventana y el cuerno del unicornio. Se rio pensando en la interpretación que un crítico de arte podría hacer de lo que Jake había decidido titular La castidad.

Dotó a la joven de una sonrisa dulce y un tanto enigmática, estilo Mona Lisa, lo que también le recordó un poco al león de El tacto. Mientras pintaba se echó a reír: le estaba gustando el resultado y se sentía casi aturdido de la energía, el dominio y la motivación que estaba experimentando.

El jueves por la mañana, mientras trabajaba, empezó a planear su próximo cuadro. Quería dar barniz a la segunda pieza, cosa que no podía hacer con la tela húmeda, de modo que trabajaría en una tercera composición. Por la tarde fue a la cooperativa a comprar una tela más grande. La tienda estaba llena, y aunque Julianna le saludó desde el fondo, donde estaba atendiendo a un cliente, Jake no se quedó a charlar después de pagar la tela.

Cuando volvió a su hotel hizo varios bocetos, dibujos preliminares. Decidió incorporar al menos dos figuras a este nuevo cuadro, así como un paisaje más laberíntico, un bosque con un lago al fondo, similar a Damas y unicornio, de Moreau, que le había hecho pensar en Le déjeuner sur l'herbe de Manet, una obra que había levantado polvareda en el Salón de los Rechazados hacia la mitad del siglo XIX. El público quedó perplejo ante el cuadro de Manet, aunque se trataba de una recreación del Concierto campestre de Giorgione, un pintor veneciano del siglo XVI.

Jake incorporaría una figura similar a la mujer desnuda de Manet, una segunda figura femenina y un unicornio, esta vez corpulento y musculoso, según los dibujos que había hecho en el Bois de Boulogne.

El viernes decidió que iría al estudio cuando terminara de trabajar. Los últimos días no había hablado más que con Alex. Se sentía solo, y necesitaba una modelo en la que inspirarse para su tercer cuadro.

Monsieur Jadot no estaba en el estudio aquella noche. Julianna, un tanto apagada, insinuó que debía de estar enfermo, que había una epidemia de gripe y catarros estivales: Matthew y Brian también habían caído enfermos. Jake ya se había fijado en que ninguno de los dos estaba presente.

Tenían una nueva modelo, Gabby, la amiga de Julianna y Matthew, a quien Jake había conocido hacía unas semanas. Como eran muy pocos, enseguida se pusieron de acuerdo en la pose, y Jake pudo proponer una que le sirviera para el nuevo cuadro. Se le ocurrió también que quizá Gabby podría posar en exclusiva para él.

Durante la pausa, Julianna se le acercó.

—El otro día podrías haber saludado.

—Parecías muy ocupada.

—¿Y tú? Vi que comprabas una tela.

—Estoy trabajando para exponer en una galería de aquí.

—¿De veras? Vaya, veo que te van bien las cosas. ¿Y algún otro trabajito para el Cluny? ¿Madame Pellier?

—No he hecho otra cosa que pintar en toda la semana.

De ninguna manera le iba a hablar de su segundo viaje a Lyón.

—Bueno, parece que vas saliendo del bache. Me encantaría ver tu nueva obra. ¿Qué galería es?

—Bueno, aún no hay nada concreto. Pero espero que salga algo.

—Avísame cuando hagas tu primera exposición.

Jake no supo cómo interpretar el tono de Julianna. No parecía molesta ni enfadada con él.

—Te avisaré —dijo sonriendo.

Después de la sesión, Jake se acercó a Gabby y le preguntó si podría posar para él. Gabby le dijo que estaba libre todo el fin de semana, así que concretaron una hora y el precio.

Cuando Jake regresó al hotel, se encontró un mensaje de Alex. ¿Había pasado por allí? Lo parecía, a juzgar por la letra. Se había marchado con Soleil a Lyón. «Te echaremos de menos —decía la nota—, pero sabemos que estás ocupado pintando. Hasta el viernes a las siete y media de la tarde».

¿A santo de qué la primera persona del plural?, ¿trataba Alex de disimular un interés personal? A Jake le habría gustado que le invitara a ir con ellas, pero había quedado con Gabby para el día siguiente. Tenía trabajo que hacer.

Gabby llegó el sábado por la mañana a las nueve. Trabajaron hasta el mediodía, pararon a descansar un poco y comer algo. Tomaron fruta, pan y queso que Jake había comprado a primera hora cuando había salido a correr. Gabby era muy callada. Jake no se sintió en la obligación de charlar con ella, aunque sí hablaron durante la pausa. Ella pareció abrirse un poco; le contó a Jake que mucha gente pensaba que para ser modelo bastaba con quitarse la ropa y estar quieta. Se rio tímidamente.

—Eso de estarse quieto no es nada fácil.

—No sé cómo lo consigues —manifestó Jake.

—Control mental —respondió ella.

Volvieron al trabajo hasta media tarde. Gabby accedió a volver al día siguiente a las diez.

El domingo, Jake completó una de las figuras del tercer cuadro. Durante los dos días siguientes trabajó en el unicornio y en el fondo, un bosque y un lago. Añadió un almuerzo campestre parecido al del cuadro de Manet, utilizando una naturaleza muerta de manzanas, naranjas y uvas en una cesta, una barra de pan y una botella de vino. Luego comió fruta, la mitad del pan y tomó dos vasos de vino mientras admiraba su más reciente logro, levantándose de vez en cuando para añadir un toque de color aquí u oscurecer una sombra allá.

Habló con Alex por teléfono. Su catarro iba mucho mejor. El viaje a Lyón y después a Vienne no había dado frutos. Había estado en casa de los Véron por sugerencia de madame Gerlier, pero no había encontrado nada.

—No creo que exista un octavo tapiz. Al menos en Vienne. Tal vez debería concentrarme en conseguir el séptimo.

—¿Y cómo va tu campaña para recaudar fondos? —preguntó Jake.

—Lenta. Monsieur Bourlet me ha puesto en contacto con varias personas que prometen. No es fácil conseguir dinero y al mismo tiempo mantener en secreto el hallazgo.

—Supongo que no.

—¿Tendrás algo preparado para el viernes?

—Sí. Estoy en ello.

—Entonces te dejo que sigas trabajando.

—Lo mismo digo.

El viernes a media tarde, Jake terminó la tercera pintura, que era más grande y con mucho más detalle que los dos primeros cuadros. Le pareció que estaba muy bien. La llevaría a casa de Alex, a pesar de que aún no estaba seca porque trabajaba con óleos. Fue a la cooperativa a comprar un marco y elegir una caja de lápices de colores para Soleil. No vio a Julianna y supuso que tenía el día libre.

Llegó al piso de Alex con el cuadro todavía húmedo y la caja de lápices en el bolsillo. Alex salió a abrirle. Llevaba un vestido sin mangas y un escote pronunciado que dejaba al descubierto una buena porción de su pálida piel. Estaba muy guapa. Jake había estado tan enfrascado en su trabajo, que en algunos momentos había conseguido no pensar en ella. Pero ahora, al verla de nuevo, se preguntó cómo era posible y cómo había sido capaz de trabajar tan concentrado.

Le desilusionó saber que Soleil se había ido al cine con su abuela.

—Le traigo un regalo —dijo, sacándose la caja de lápices del bolsillo.

—Qué detalle, Jake. Le va a encantar.

Alex le explicó brevemente que quería crear un ambiente agradable pero semiprofesional durante la cena, y no creía que la presencia de una niña de seis años, quejándose porque hubiera tomate en la ensalada, fuese muy oportuna. Además de a Jake y los Genevoix, había invitado a otra pareja, los Barbier. Alex tomó el cuadro de Jake.

—Vamos, deja que lo vea.

Lo colocó contra una pared y se apartó unos pasos.

—Todavía está húmedo —explicó él.

—No lo tocaré.

Lo examinó de cerca, retrocedió de nuevo y estuvo mirándolo durante varios minutos. Jake contuvo el aliento. Ella sonrió. Jake soltó el aire.

—Es muy bueno —declaró. Parecía sincera—. Me gusta el tema, las doncellas y el unicornio. Ha quedado muy bien. —Sonrió otra vez—. ¿Te has inspirado en Manet, ¿no? Pero tiene un toque muy contemporáneo, la mujer con el pelo corto. ¿Es una modelo del estudio?

Jake asintió con la cabeza.

—Se llama Gabby. —Rio—. Pero habla poco, lo cual es bueno en una modelo.

—Sí —convino Alex—. Sin duda es bueno. —Volvió a tomar el cuadro y Jake la siguió al comedor. Una vez allí señaló un paisaje de tonos oscuros colgado encima del aparador—. Lo pondremos aquí para que nuestros invitados puedan verlo mientras cenamos. Haré que madame Genevoix se siente ahí. —Señaló hacia el extremo de la mesa.

Una mujer con uniforme negro y delantal blanco entró en el comedor con un centro de flores frescas. Alex sonrió y le señaló la mesa. La mujer colocó el arreglo en el centro, mientras alrededor se disponían platos de porcelana, cubiertos de plata y copas de cristal.

—He contratado servicio para esta noche —explicó Alex—. ¿Por qué no bajas el cuadro y colgamos el tuyo?

Mientras Jake lo hacía, ella ajustó la iluminación. El cuadro se veía muy bien, los colores eran preciosos. Alex confiaba en que madame Genevoix tuviera ganas de ver más. Jake rio para sí, porque aparte de los dos cuadros pequeños no tenía nada más que enseñar.

Los Barbier llegaron puntualmente a las ocho. Los Genevoix, como marcaba la moda, llegaron un poco más tarde. Se sirvieron canapés y cócteles en la sala de estar mientras hablaban del tiempo y de los últimos acontecimientos en París. No hubo mención a los tapices ni a la obra de Jake. Poco antes de las nueve, Alex los condujo al comedor.

Madame Genevoix se fijó inmediatamente en el cuadro.

—Es muy bonito. ¿Conozco al autor?

—Es la última obra de monsieur Bowman —dijo Alex.

Madame Genevoix estudió la pintura desde la mesa. Jake se sentaba a su lado. Tras unos instantes, la mujer alargó la mano y le tocó el brazo.

—Oui, très agréable. El tema del unicornio. Recuerda al pintor romántico Moreau, aunque en un estilo muy diferente. ¿Conoce usted la obra de Moreau?

—Sí —contestó Jake—. La conozco un poco.

Madame Genevoix sonrió.

—A los franceses siempre nos ha intrigado este animal fabuloso. Que además es muy popular en la literatura y el arte.

Jake se dijo que era el momento perfecto para que Alex planteara su caso, su descubrimiento del séptimo tapiz del unicornio.

—Estaba segura —empezó Alex— de que le encantaría el trabajo de Jake. —Terminó sonriéndole a él.

Jake sonrió a su vez, sobre todo porque hacía sólo dos horas Alex no tenía la menor idea de cómo sería el cuadro.

—Me gustaría ver más cosas —pidió madame Genevoix—. Tengo una galería aquí en París. Creo que su obra bien vale una exposición. Quizá podría traerme cuatro o cinco obras más para que pueda echarles un vistazo.

—Eh bien, merci, madame Genevoix —dijo Jake—. Será un placer —añadió, preguntándose al mismo tiempo cuánto tardaría en pintar un par de cuadros más. Nunca había producido nada satisfactorio con tanta rapidez. ¿Sería capaz de mantener el ritmo?

La cena se sirvió a la manera tradicional francesa, los entrantes todos franceses, nada que ver con aquella cena americana que le habían ofrecido a Jake. Después del plato principal, un delicioso agneau chilindron, se sirvió salade, y a continuación un surtido de fromages. Por último el postre, pequeñas y sabrosas tartitas de fresa, y fruta con café. Estaban ya terminando cuando regresaron la madre de Alex y Soleil. Alex presentó a las dos y les preguntó por la película. Soleil dijo que era buenísima. Sonrió tímidamente a Jake y preguntó:

—¿Me ayudará esta noche con mi dibujo?

Alex intervino.

—La abuela te va a llevar a la cama. Monsieur Bowman te ha traído un regalo. Si te das prisa y te cepillas los dientes, quizá podrá ir a darte las buenas noches.

La niña sonrió de oreja a oreja.

—Vale. —Y le dio un abrazo a su madre.

Al retirarse la niña y su abuela, madame Genevoix observó lo mucho que había crecido Soleil desde la última vez que la había visto. Madame Barbier dijo que era una niña preciosa y que se parecía mucho a su madre. Alex propuso que pasaran al salón y preguntó si alguien quería más café o un digestif.

Se sentaron a tomar café y cognac. Alex no había sacado aún el tema del tapiz. Sarah entró a decir a Jake que Soleil ya estaba lista para acostarse y lo condujo a su habitación. La niña estaba metida en su cama de cabecero blanco y dosel color rosa. La lámpara que había sobre el tocador también blanco arrojaba suaves sombras de los animales de peluche colocados a los pies del lecho, Sarah se quedó en el umbral mientras Jake iba a sentarse al lado de la niña. Soleil se incorporó y le sonrió.

—Estoy muy contenta de verle.

—Yo también, Soleil.

—¿Me ha traído un regalo de cumpleaños, monsieur Bowman?

—¿Hoy es tu cumpleaños?

—El próximo viernes, 2 de julio. ¿Vendrá a mi fiesta?

—¿Cuántos años cumples?

—Siete.

—¿Siete? El número de la suerte. —Jake sacó del bolsillo la caja de lápices—. No sabía que cumplías años, he comprado esto porque me pareció que te podrían servir. —Le entregó la caja.

—¡Oh! —chilló Soleil—. Muchas gracias. —Estiró los brazos y le dio un abrazo—. ¿Podemos dibujar hoy?

—Es muy tarde —intervino Sarah.

—¿Vendrá otro día? —preguntó la niña—. ¿Mañana?

—Vendré otro día, sí. Pero no sé si mañana. Tendré que preguntárselo a tu madre.

—Mañana iremos a comprar regalos de cumpleaños —dijo Sarah—. Quizá será mejor en otro momento. Di buenas noches, Soleil, para que monsieur Bowman pueda ir con los demás invitados.

—Buenas noches, monsieur Bowman, y muchísimas gracias.

Lo abrazó de nuevo.

—Buenas noches, Soleil. Gracias a ti.

—¿Por qué? Yo no le he regalado nada.

—Por ser una niña tan encantadora.

Jake se levantó.

—Monsieur Bowman —llamó la niña.

—¿Sí?

—Si quiere puede llamarme Sunny.

—Oh, estupendo —sonrió él—. Buenas noches, Sunny.

Cuando Jake volvió al salón, Alex había sacado por fin el tema del misterioso tapiz.

—¿Y dónde lo encontraron? —preguntó madame Genevoix.

—De momento no puedo decirlo —respondió Alex—. Pero les aseguro que es un auténtico tapiz medieval. Y parece ser que forma parte de la serie La dama del unicornio.

—Pero yo tenía entendido —intervino monsieur Barbier— que el juego estaba compuesto de seis piezas.

—Sí —añadió madame Barbier—, ¿no se dio por hecho que sólo había seis tapices en Boussac?

—Sí, pero como recordarán —explicó Alex—, esos tapices llevaban en el Château Boussac unos doscientos años. Habían sido trasladados allí, probablemente desde una de las fincas del propietario original, Jean Le Viste.

Alex se levantó.

—Si me disculpan un momento.

Volvió con un sobre en la mano. Lo abrió con teatral lentitud y puso una fotografía en la mesita baja, frente a las dos damas.

—¡Precioso! —exclamó, asombrada, madame Barbier.

—Magnifique! —casi gritó madame Genevoix.

Los invitados se marcharon y Alex y Jake se quedaron en el salón. Sarah fue a sentarse son ellos.

—En conjunto —resumió Alex—, creo que la velada se ha saldado con éxito.

—¿Te parece que están interesados en financiar el tapiz? —preguntó Sarah.

—Creo que los he convencido para que consideren esa posibilidad —respondió Alex—. No ha habido un compromiso en firme.

—Alex ha sido muy sutil —intervino Jake—, pero creo que les ha quedado claro que el museo por sí solo no podría hacer la compra.

Alex se retrepó en la butaca y colocó sus largas piernas a un lado.

—Estoy rendida. Esto de recaudar dinero es una ardua tarea. —Sonrió a Jake—. ¿Y tú qué dices? Parece que madame Genevoix se ha quedado prendada de tu trabajo.

Jake suspiró.

—Debería volver a mi cuarto y encerrarme allí. Sin comer ni beber, sin llamadas ni compañía. Yo, mis pinturas, la tela y un poco de inspiración. —Se incorporó—. Pero antes, creo que estoy en deuda con cierta señorita.

—Sí —dijo Sarah, mirando a Alex—. Tu hija le ha invitado a venir para otra clase de dibujo.

Jake se presentó el domingo a media mañana. Alex había llevado a Soleil a misa y no habían regresado aún. Sarah Benoit, quien había ido a misa temprano —le costaba dormir hasta muy tarde—, le invitó a pasar a la cocina y le ofreció café mientras le indicaba que tomara asiento.

Estuvieron charlando mientras ella cortaba naranjas y las disponía en un plato grande junto con uvas verdes y negras.

—El cuadro que trajiste el viernes es muy bonito. Parece que has encontrado la inspiración.

—Gracias. Sí, eso creo.

—¿Trabajas en un estudio de París?

—Ahora mismo mi habitación es también estudio, pero voy a un sitio de Montmartre para tomar apuntes del natural.

—¿Dónde te alojas? —Sarah lo preguntó de un modo casual pero interesado, que a Jake le recordó el de su propia madre.

—En un hotelito de la orilla izquierda, Le Perroquet Violet.

—Perroquet?

—El loro.

—¿Un loro violeta?

—En realidad tienen un loro sobre el mostrador, en la entrada, pero es rojo, amarillo y verde.

—Mucho colorido, eso es bueno para un artista —rio Sarah.

—Quizá sí. —Jake sonrió. Un agradable aroma flotaba en la cocina—. Huele muy bien. ¿Qué hay en el horno?

—Bollos de canela.

—Mmm, mis preferidos —se deleitó Jake, casi como un niño, pensando otra vez en su madre y en la cocina del rancho. Un día había vuelto del colegio y ella estaba preparando galletas, o quizá era pan o un pastel, y después de servirle un vaso de leche había empezado a sondearlo con delicadeza para averiguar cómo le había ido el día.

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó Jake.

—No, tranquilo. Ya casi está todo listo.

Sarah sacó del frigorífico un recipiente con fresas y las dispuso en una bandeja pequeña.

—Sunny parece que te ha tomado afecto —dijo.

—Yo también a ella.

—¿Piensas quedarte mucho tiempo en París?

—Al menos hasta agosto —respondió él. Se había salido por la tangente cuando le habían preguntado lo mismo días atrás. Pero pronto iba a tener que pensar seriamente en ello. Su visado era para tres meses. Llevaba en París uno. Si madame Genevoix llegaba a exponer su obra, si vendía algunos cuadros, quizá tendría que plantearse legalizar su estancia en el país. Rebecca llegaría antes de dos meses: ¿contaría con que iban a regresar juntos?

—Alex me ha contado que estás prometido y que tu novia va a venir a finales de verano. ¿Más café?

—Yo mismo me lo sirvo.

El temporizador del horno pitó. Sarah sacó los bollos.

—Alex y Sunny estarán al llegar. —Espolvoreó azúcar sobre los pasteles—. ¿Sabes, Jake...? —Dudó un momento, aparentemente remisa a decir lo siguiente—: Eres capaz de conquistar el corazón de una niña tan fácilmente como el de una mujer.

¿De qué estaba hablando? ¿Pensaba Sarah que se estaba acercando demasiado a Soleil? ¿Y a qué venía lo de la «mujer»? ¿Creía la madre de Alex que fue él quien la dejó en la estacada? Alex se había casado con Thierry, era ella quien le había partido el corazón a Jake. Oyó abrirse la puerta principal y unos pasitos corrieron hasta la cocina. Sunny abrazó a Jake. Alex entró y exclamó:

—Mmm, qué bien huele, mamá.

Abrazó a Jake de forma tan breve y liviana, que él apenas sintió el roce de su piel.

Tomaron un tentempié en el comedor, y luego Alex anunció que ella y su madre iban a recoger la cocina. Sunny estaba impaciente por probar sus nuevos lápices. Alex le contó que no había hecho otra cosa que mirarlos y remirarlos, uno por uno, pero que había esperado a que estuviera él para ayudarla. Todavía no había pintado nada con ellos.

Se instalaron en la sala de estar, Soleil en el suelo junto a la mesita baja y Jake sentado detrás.

La niña sacó los lápices de la caja y los colocó en hilera sobre la mesa.

—¿Qué colores usaremos?

Jake eligió un azul oscuro, un rojo y un amarillo.

—¿Ya está? —preguntó la niña, mirándolo perpleja.

—Piensa en los tapices del museo de tu mamá. ¿Qué colores recuerdas en ellos?

—Rojo, dorado..., azul —fue enumerando—. Pero también hay verde.

—Te voy a enseñar una cosa.

Jake tomó el lápiz azul. En la esquina del papel dibujó una hoja, coloreando someramente un lado y el otro más oscuro. Luego tomó el lápiz amarillo y lo aplicó a toda la hoja.

—¡Es magia! —exclamó Soleil, maravillada—. Ha hecho verde.

Decidieron pintar un jardín con una doncella en primer plano, similar a la de los tapices de La dama del unicornio. Soleil perfiló la figura y tomó el lápiz rojo.

—La doncella es virgen, ¿no? —dijo mientras coloreaba la túnica—. ¿Usted sabe lo que es una virgen? —Lo preguntó desapasionadamente—. ¿...Sí o no?

Jake dudó un momento.

—Pues... verás... —empezó. ¿Esta conversación no debería haberla tenido con su madre?

—Yo sí —proclamó, ufana, la niña.

—No me digas.

—La doncella es virgen porque todavía no han plantado una semilla en su jardín.

Jake sonrió. Soleil volvió la cabeza y sonrió también. Continuó dibujando.

—¿Sabe lo que sale de una semilla?

—¿Una flor?

—Qué va. —La niña le miró como si fuera el ser más tonto de la Tierra—. Un bebé.

Y, de repente, Jake lo comprendió. Alex se equivocaba respecto a un octavo tapiz. El poema, las alusiones, las metáforas del jardín. El fruto de su amor que estaba en la aldea cercana. No se trataba de un tapiz. No existía ningún octavo tapiz.

En ese momento entró Alex.

—Acabo de tener una revelación —anunció él.

—¿Cuál?

—El octavo tapiz. Creo que estás persiguiendo algo que ya no existe. Lo que buscas murió hace cientos de años.