Capítulo 12

ALEX se quedó contemplando la inscripción apenas visible. Miró a Jake y se dio cuenta de que todavía le estaba apretando la mano, sin querer. Pasó la página sin soltársela. Hacia la mitad, el nombre volvía a aparecer. Registrado el 16 de julio de 1491, la prematura muerte de Adèle Le Viste.

Alex experimentó una inesperada tristeza. Sabía que era ridículo: aquella mujer llevaba muerta más de quinientos años. Pero sabía que había dado con la joven que buscaba, para perderla de nuevo. Cerró el libro, soltó la mano de Jake y se quedó mirando la cubierta. Cuando alzó la vista, la hermana Etienne había regresado a la sala. Esta vez, Alex ni siquiera la había oído entrar.

—Madame Pellier, monsieur Bowman, me temo que tenemos otras visitas esta tarde.

Lo dijo en un tono de premura y nerviosismo. Agarró el registro que Alex estaba examinando e hizo señas a la hermana Anne para que fuera a buscarlo. Susurró algo a la monja al entregarle el libro. La hermana Anne se fue a guardarlo. La hermana Etienne llegó a la mesa donde estaba el doctor Martinson, habló en voz baja con él y tomó el devocionario. Hizo señas a los americanos para que salieran de la biblioteca.

—¿Puedo hablar con usted en mi despacho, madame Pellier? —preguntó la hermana Etienne mientras iban los cuatro por el pasillo. Fue entonces cuando Alex reparó en que la monja llevaba el devocionario—. Por favor, monsieur Martinson —añadió la hermana mientras caminaban—, si quiere indicar algún artículo que le interese, utilice los números del inventario.

—Gracias —respondió Martinson—. Es posible que me ponga en contacto con usted muy pronto.

Alex se preguntó si lo haría: ¿habría descubierto algo que se le había pasado a ella por alto?

—En mi despacho, por favor —le cortó la hermana Etienne mientras un reacio doctor Martinson era conducido por la monja anciana que abría la puerta y que había aparecido de repente—. Monsieur Bowman —continuó la superiora—, aquí estará cómodo mientras espera.

Le señaló un banco de madera. Jake asintió y luego, mirando con preocupación a Alex, se sentó. Alex y la hermana Etienne entraron en el despacho.

La monja tomó asiento. Alex hizo lo propio. Se sentía como una colegiala delante de la madre superiora.

La hermana Etienne puso el libro encima de la mesa, bajó un momento la vista y la volvió a alzar. A Alex le costó un gran esfuerzo aguantar su mirada. Luego, miró el devocionario.

—Con todo el jaleo —explicó la monja calmadamente—, quizá al consultar las páginas del inventario, o quizá sus propias notas, parece ser que algunas cosas se traspapelaron inadvertidamente.

Alex levantó la vista y se encontró con los ojos grises de la monja que la miraban sin pestañear, alerta. Alex no vio enfado en el modo con que la mujer la escrutaba, pero no le cupo duda de que lo sabía. Sí, la hermana Etienne sabía que se había llevado los dibujos. Aunque daba la impresión de que la buena monja era consciente también de que Alex tenía intención de devolverlos, y que sólo se lo había impedido el hecho de que el doctor Martinson hubiera acaparado el devocionario durante la mañana.

Antes de que Alex pudiera decir nada, oyó que alguien llamaba débilmente a la puerta.

—Oui —respondió la hermana Etienne en voz alta. La puerta se abrió y la cabeza desproporcionada de la hermana Anne apareció a media altura de la puerta. Alex se sorprendió una vez más de lo contrahecha que era aquella pobre mujer—. Le ruego que me perdone un momento —se disculpó la hermana Etienne. Se levantó y salió del despacho sin esperar una respuesta.

Alex supo lo que se esperaba de ella. Alcanzó la cartera. Lentamente, extrajo los dibujos. Abrió el devocionario, buscó la parte central donde las páginas estaban pegadas, formando todavía un sobre protector. Deslizó los dos dibujos dentro del libro, lo cerró e inspiró hondo varias veces. Era una suerte que Jake hubiera hecho las copias, y que ella hubiera podido devolver los originales, estaba agradecida a la hermana Etienne por su bondad. Pero ¿por qué le había permitido restituirlos sin la menor acusación?

Permaneció sentada durante unos diez minutos. ¿Le estaban dando tiempo para que recapacitara sobre la ofensa cometida? Se rebulló en la silla, miró a su alrededor. La habitación era muy sencilla: paredes de piedra, desnudas a excepción de un pequeño crucifijo. La mesa estaba muy bien ordenada. Encima de la misma sólo se veía el devocionario, un pequeño bloc y un libro bastante grande en una esquina. Estaba encuadernado en piel y parecía tan viejo y tan gastado como muchos de los que se guardaban en la biblioteca. Se preguntó si procedería de allí. Tras esperar unos minutos más a que volviera la hermana Etienne, mientras se preguntaba si la monja la iba a dejar allí todo el día, Alex tomó el libro y lo abrió.

La impresión fue tan fuerte, que tuvo que llevarse la mano a la garganta y tragar aire a bocanadas. No se lo podía creer. Al pasar la cubierta estaba el poema que había encontrado en su primera visita. No era el mismo libro que ella había bajado de los estantes, el que se había desarmado al caer. Éste era mucho más voluminoso. Alex supuso que habían guardado el poema allí para que estuviera más protegido.

La primera página, rasgada, estaba completa y pegada con cinta adhesiva transparente. Leyó:

No se casaría con el hombre que amaba.

Ni con el elegido por el padre.

Novia de Cristo para morir aquí.

¿Morir? Entonces era Adèle; la joven había muerto precisamente en el convento. Alex volvió a leer los primeros versos. Cada vez estaba más convencida de que los dibujos y este antiguo poema guardaban alguna relación. La descripción del jardín y las flores —margaritas, pensamientos, lirios del valle, claveles, vincapervincas y rosas— eran idénticos a los que aparecían en los tapices. Mientras leía aquel texto críptico, su corazón se aceleró. Un escalofrío la recorrió de la cabeza a los pies.

Continuó leyendo... en algunos puntos la letra desaparecía por completo.

El producto de su amor...

enterrado bajo la piedra...

Y una vez más su amor floreció,

el fruto, la pasión de su amor

está ahora en la aldea cercana...

¿El «producto» de su amor? ¿Se referiría a los tapices? ¿Los tapices diseñados por Adèle, tejidos en el taller de su tapissier? ¿Uno estaba enterrado? ¿Quizá en otro pueblo? ¿Quería la hermana Etienne que Alex leyera eso? ¿Conocía la monja la relación entre los dibujos y el poema? ¿Los tapices?

Oyó movimiento en el pasillo. Rápidamente volvió a deslizar el poema en el libro y colocó éste en la esquina de la mesa.

Entró la hermana Etienne y tomó asiento. Permaneció callada durante unos instantes. Echó un vistazo al devocionario, luego miró a Alex.

—¿Es valioso, el libro? —preguntó.

Primero, Alex pensó que se refería al libro donde estaba guardado el poema; pero la hermana Etienne dio unos golpecitos en el devocionario, que seguía sobre la mesa, delante de ella.

Pues claro, se refería al devocionario.

Alex tomó aire y contestó:

—Parece que es un auténtico devocionario medieval.

La monja siguió tamborileando con los dedos, y con un gesto pareció invitar a Alex a que continuara.

Esta vez sí, Alex tuvo la clara sensación de que estaba pasando un examen final.

—Es de finales de la Edad Media —aseguró—, pero no el mejor ejemplo de manuscrito iluminado. Está impreso en papel, en vez de vitela como algunas de las versiones más lujosas y antiguas de los libros de horas, y su ornamentación es modesta. Hacia mediados del siglo XV, después de la invención de la imprenta, los libros empezaron a producirse en grandes cantidades. Los seglares de clase media podían comprarlos en catedrales y santuarios. La competencia de los libros impresos, por desgracia, actuó en detrimento de la calidad de algunos manuscritos iluminados manualmente.

Alex volvió a tomar aire. La hermana Etienne enlazó las manos sobre la mesa, de forma que el libro quedó entre las dos mujeres.

—Este volumen tiene el texto escrito a mano, en latín —continuó Alex—, y, como ya he dicho, su escasa ornamentación disminuye su valor. No hay miniaturas como las que encontramos en volúmenes más valiosos, algunos de las cuales han sido subastadas por millones, más que muchas pinturas de la misma época. Pero este libro —le indicó, tocando el pequeño tomo— no está en muy buen estado: páginas rotas, algunas que seguramente faltan, deterioro debido a la humedad y rastro de gusanos. Pero hay bastantes páginas todavía legibles. En ocasiones, hasta las hojas sueltas de manuscritos auténticos han llegado a venderse por muchísimo dinero.

La monja parecía estar reflexionando. Miró el devocionario y luego, lentamente, levantó la vista y clavó los ojos en los de Alex.

—¿Y los dibujos? —preguntó—. ¿Son valiosos?

Alex sintió como si todo el oxígeno de la pequeña habitación hubiera sido absorbido desde fuera. Como si no hubiera aire suficiente para que ella y la hermana Etienne respirasen al mismo tiempo. ¿Por qué había tenido que llevarse los dibujos? Y ahora, ¿en qué terminaría esa conversación? ¿Iba a empezar el turno de acusaciones?

—Por sí mismos, no sabría decirle —respondió.

—Pero —dijo la hermana Etienne tras una pausa— ¿y lo que podrían representar?

Alex bajó la vista al devocionario, la alzó de nuevo y miró a la monja, quien no le había quitado ojo de encima.

—¿Ha estudiado esos dibujos? —insistió la hermana Etienne.

—Sí. —Alex intuyó que era preciso actuar con cautela. ¿Le debía algo más a esta monja? ¿Le debía una explicación, un resumen de sus hallazgos? Aunque, en realidad, ¿qué había descubierto? ¿Que posiblemente los dibujos tenían alguna relación con los tapices del Cluny? ¿Que tal vez fueron diseñados por una joven de nombre Adèle Le Viste? ¿Que tal vez eran el producto de un romance? ¿Había descubierto que ese romance era el amor entre un simple tapissier y Adèle Le Viste? ¿Significaba eso que podía existir un séptimo tapiz que habría estado oculto durante siglos? ¿O incluso un octavo «en la aldea cercana»? ¿O bien todo eso no quería decir nada?

—¿Es correcto suponer que existe una conexión —aventuró la hermana, sin dejar de mirarla fijamente— entre los dibujos y los tapices del unicornio que tiene su museo?

¿Cómo podía Alex haber imaginado que los dibujos no habían sido descubiertos hasta que ella los sacó del devocionario? Hasta la hermana Etienne había notado la semejanza, la posible conexión con los tapices del Cluny. ¿Y el poema? ¿Por qué la monja lo había dejado sobre la mesa?

—No estoy segura —respondió.

Tenía la sensación de que tenía delante un rompecabezas con muchas piezas que encajar, sin embargo, de hecho, no tenía ninguna prueba de que estuviera siguiendo una pista real. Sus conjeturas se basaban sobre todo en la esperanza, en la creencia de que iba camino de descubrir algo que la conduciría a un tesoro artístico.

—Un tapiz basado en estos dibujos —continuó lentamente la hermana Etienne—, ¿sí sería valioso?

Alex sintió que se le hacía un nudo en el estómago, y notó una sensación de vibrante rigidez en la nuca. ¿Qué le estaba diciendo la monja, que habían descubierto otro tapiz?

—Un tapiz auténtico del siglo XV sería muy valioso —afirmó—, aunque no le sabría decir hasta qué punto. Esto sucede muy raras veces. En ocasiones aparecen pequeños fragmentos, pero no un tapiz completo. Muchos de ellos fueron destruidos, y, por regla general, los fragmentos no están en buen estado. Pero ¿me está usted hablando de un tapiz auténtico y completo del siglo XV? ¿Y en buen estado de conservación?

La hermana Etienne dudó, acariciando la cruz de plata que llevaba colgada del cuello. Carraspeó un poco. Era tan cauta como Alex. Y, sin embargo, parecía estar a punto de hacer una importantísima revelación.

—Cuando la madre Alvère habló con los museos para que vinieran a ver las pertenencias de la Orden, dudo que creyese que hubiera nada de verdadero valor. Podríamos haber ofrecido algún objeto, a cambio de una pequeña suma. Ahora bien... si hubiera algo de gran valor museístico, ¿quizá sería más apropiado hacer una subasta pública?

Una vez más, Alex no supo a qué atenerse. ¿Es que habían descubierto algo de gran valor, un tapiz?

¿Una subasta pública?, ¿más apropiado para un objeto de gran valor? Ciertamente, los museos solían tener fondos limitados para adquisiciones y dependían en gran medida de benefactores generosos, pero, si había algo (un tapiz) de verdadero valor, quizá una pieza adicional de la serie La dama del unicornio, entonces tenía que ir al Cluny.

Las dos mujeres se quedaron mirándose, cada una desde su lado de la mesa. Alex sabía que una oferta pública disminuiría notablemente las probabilidades de que el Cluny adquiriese el supuesto tapiz. ¿Cuántos años de purgatorio, pensó, te podían caer por mentir a una monja?

—Sí —asintió—, en caso de un objeto de gran valor, una subasta pública supondría obtener un precio más alto.

La hermana Etienne se puso de pie.

—Merci.

Alex se levantó también.

—Como le he dicho al doctor Martinson —añadió la monja—, usted también puede indicar los artículos que le interesan utilizando los números del inventario.

—¿Van a añadir otras piezas a la lista? ¿Piezas que puedan verse en alguna otra ocasión?

La hermana Etienne sonrió:

—Es posible que me ponga en contacto con usted, si necesito su opinión de experta.

Jake levantó la vista al ver salir a Alex del despacho de la hermana Etienne. Ella no dijo nada, y su cutis normalmente pálido parecía ahora casi transparente, desprovisto de todo color. Salieron en silencio del convento. Jake pensó que era preferible esperar a que ella hablase.

En el coche, de regreso, Alex mantenía la vista fija en la carretera, conduciendo mucho más despacio que a la ida.

Después de unos cuantos kilómetros, y sin dejar de mirar al frente, dijo:

—¿Puedo pedirte otro favor, Jake?

—Claro. ¿De qué se trata?

—He de quedarme un día más. No puedo volver todavía a París. —Ahora lo miró—. Comprendo que es un favor muy grande, pero ¿podrías llevarte a Sunny en el tren? No quiero que falte al colegio mañana y sé que tú tienes que reanudar tu trabajo. Llamaré a mi madre y le diré que vaya a buscaros a la estación.

—Pues, bueno... De acuerdo —respondió él, procurando disimular su incomodidad. No estaba acostumbrado a tratar con niños. ¿Dos horas en el tren con una niña de seis años? Y además, no parecía que le hubiera caído especialmente bien a Soleil.

—Gracias —dijo Alex. Volvió a mirar al frente.

—¿Qué te ha dicho la hermana? —preguntó Jake. Se moría de curiosidad—. ¿Te ha dado con la regla en la mano por birlar los dibujos?

Alex rio, como si ahora se sintiera un poco mejor.

—No. No ha expresado verbalmente que estuviera enterada de eso, pero ha sugerido que algunos papeles podrían haberse «traspapelado sin querer». Y luego, «inesperadamente», ha tenido que salir del despacho. Por supuesto, me ha dejado el devocionario delante de las narices.

—Y tú has metido otra vez los dibujos.

—Claro.

—Quizá te los tenías que haber quedado. ¿Cómo iba a saber ella que eras tú quien los tenía? Ayer hubo otras visitas en el convento. Ahora sabe que eres tú la culpable.

—Ya lo sabía. Aunque también parecía saber que yo había vuelto para devolverlos a su lugar.

—¿No te ha enviado a que confesaras tus pecados?

—Al contrario, diría yo. Me ha dejado sola en su despacho durante quince o veinte minutos.

—La verdad es que ya estaba a punto de entrar a rescatarte.

—Gracias por venir, Jake. —Alex le sonrió.

—De nada.

—Ha sido muy extraño. Mientras esperaba en el despacho, una vez devueltos los dibujos al devocionario, me he fijado en otro libro que había sobre la mesa. Lo he tomado y... —Alex lo miró—, no te lo vas a creer.

—Prueba.

—El poema. Estaba en el interior de la cubierta.

—¿El poema que encontraste en tu primera visita?

Alex asintió.

—La parte que había sido arrancada estaba pegada con cinta adhesiva en la primera página. Al leerlo, me he convencido todavía más de que el poema y los dibujos están relacionados con nuestra Adèle. Al no poder casarse con quien quería, y tras rechazar al hombre elegido por su padre, se fue al convento. Y murió allí.

—¿Adèle Le Viste?

—Sí. Estoy segura de que el poema refleja su historia. Todo encaja. Adèle se enamoró del tapissier, una elección que jamás habría contado con el beneplácito de su padre. Jean Le Viste sólo habría aprobado para sus hijas un matrimonio con personas del más alto estatus social. No las habría obligado a casarse, pero su negativa sí habría reducido mucho las alternativas de una hija.

—¿El convento sería la más probable?

Alex asintió con la cabeza.

—Sí, tu hipótesis sobre Adèle parece bien fundada. Si era monja, es posible que por eso no salga su nombre en ningún registro de la familia. No llegó a casarse. Seguramente, en la Edad Media una mujer no constaba en ninguna parte más que como esposa de alguien, ¿no?

Alex asintió otra vez.

—¿Qué motivo crees que ha tenido la hermana Etienne para dejar el poema a tu alcance?

—No lo sé —dijo Alex—. Pero no me cabe duda de que así ha sido.

—¿Le has comentado algo al respecto? ¿Te ha dicho algo ella al volver?

—No. Pero me ha preguntado por los dibujos, que qué me parecían.

—¿Y qué le has dicho?

—Que no sabía si los dibujos tenían valor en sí mismos, pero que podrían ser valiosos por lo que parecen representar.

—Entonces ¿le has dicho que podrían ser bocetos preliminares para un diseño que pertenece a la serie de La dama del unicornio?

—Creo que ella ya había sacado la misma conclusión, al menos la idea de que los dibujos estarían relacionados con los tapices del Cluny.

—¿Qué te ha dicho?

—Ha preguntado si un tapiz basado en uno de esos dibujos tendría algún valor.

—Demonios, eso significa que existe un tapiz. ¿Está en el convento?

—No lo sé. —Alex se frotó la sien izquierda—. Luego me ha preguntado si lo más apropiado, en caso de que el convento poseyera algo de mucho valor, sería una subasta pública.

—¿No se lo ha ofrecido a tu museo?

—Ignoro si tienen ese tapiz o si sólo me estaba tanteando. Tal vez piensa que yo sé dónde está. Tal vez cree que he deducido algo del poema, de los dibujos. Me inclino por pensar que, si no lo tienen, ella está segura de que se encuentra en algún lugar del convento. Y luego está lo que dice el poema... «enterrado bajo la piedra».

—¿Bajo la piedra... del convento? ¿O se refiere a una lápida? ¿Tú te imaginas a esas pobres mujeres cavando una tumba?

—Una imagen inquietante. Pero también es posible que no exista ningún tapiz. Puede que la hermana y yo hayamos emprendido una búsqueda inútil. Pero bien pensado, si ellas no lo tienen, no sé por qué me ha preguntado sobre la posibilidad de una subasta pública. Sólo sé una cosa: esta monja ha olido dinero y está dispuesta a renunciar al voto de pobreza.

Alex apretó las manos alrededor del volante. Jake no pudo evitar reírse un poco, pero se dio cuenta de que Alex se había puesto muy tensa.

Dejaron la carretera de grava y se incorporaron a la autopista, Jake alcanzó la bolsa que había preparado Marie. Quedaba media barra de pan, un poco de queso y varias piezas de fruta. Peló un plátano y preguntó a Alex si quería comer algo.

—¿Hay alguna manzana?

—Aquí tienes —dijo él, sacando una de la bolsa—. ¿Le has dicho a la hermana Etienne lo que descubrimos en el registro?

—No.

Alex pegó un buen mordisco a la fruta.

—Si existe ese tapiz, y si está en el convento, ¿cómo llegó a parar allí?

—Ni idea.

—¿Podrían haberlo hecho en el propio convento? —preguntó Jake.

—Lo dudo. Los primeros tapices con tema religioso fueron creados en monasterios y conventos, pero las obras posteriores, tapices mitológicos como la serie del unicornio, se hicieron casi exclusivamente en talleres privados. Y estoy segura de que el tapissier de Adèle tuvo que ver en su creación.

Alex arrancó un pedazo de manzana con un ruido seco.

—Sí, tiene sentido. Si el poema, el dibujo...

—Si existe el tapiz, y está basado en el dibujo, entonces pertenece al Cluny.

—¿Y por qué no puede estar allí con los otros? ¿Por qué piensas que no podrás obtenerlo para el museo?

Alex dio otro bocado enorme pero no respondió.

—Temes que incluso si hay un tapiz, y si lo tienen las monjas, se lo vendan al mejor postor, ¿es eso?

—Ni más ni menos —respondió Alex.

Dio un último mordisco y lanzó el corazón de la manzana al asiento de atrás, donde aterrizó con un golpe sordo. Jake volvió la cabeza, sorprendido. Alex estaba enfadada, no había duda. Tenía el coche como los chorros del oro, estaba claro que no lo utilizaba normalmente como cubo de basura.

Guardaron silencio. Alex volvía a conducir deprisa.

—Que yo recuerde —manifestó Jake mientras dejaban atrás el pueblo de Vienne—, tú eras la que siempre conseguía lo que se proponía.

—¿Es ése el recuerdo que tienes de mí? —Alex siguió mirando al frente.

—Sí —afirmó él—. ¿No te has salido siempre con la tuya, Alex? ¿No has conseguido siempre lo que querías?

Jake la miró, y ella a él.

—Nunca me ha dado miedo perseguir lo que me proponía —replicó ella. Hubo algo retador y triste en su voz, y Jake tuvo el presentimiento de que algo que Alex había deseado mucho se le había escapado por completo. Algo mucho más importante que un tapiz.