Capítulo 18
¿UN secreto?, pensó Jake mientras volvía al hotel en un taxi. Por supuesto que sabía guardar un secreto. No mencionó que Julianna había visto los dibujos y comentado su semejanza con los tapices del Cluny, ni que estuviera al corriente de que él había viajado a Lyón para un encargo por cuenta del museo. Y luego estaba el viejo. ¿Era sólo coincidencia que hubiera aparecido al día siguiente en la exposición del Grand Palais? ¿Cabía la posibilidad de que Gaston Jadot, o alguien más de los que estaban en el estudio, hubiera oído la conversación entre Jake y Julianna y supiera de qué hablaban?
Otra cosa que no dejó de venirle a la cabeza aquella noche, cuando el taxi iba por la rue des Écoles camino de su hotel, fue la sensación de que algo incontrolable, algo que él no había previsto y para lo cual no estaba, en consecuencia, preparado, estaba creciendo lentamente en su interior: el afecto que empezaba a sentir por la hija de Alex. Jake había tenido poca relación con niños; ni siquiera estaba seguro de que le gustaran. Rebecca y él habían hablado de tener hijos. Ella quería cuatro, él había aceptado dos. Según Rebecca, él sería un buen padre porque era paciente y bueno. Y su reticencia, decía, se debía a un temor a lo desconocido.
Volvió a pensar en Rebecca cuando el taxi se detuvo en la rue Monge delante del hotel. Jake se daba perfecta cuenta de que cada día que pasaba en París, sus sentimientos y su futuro se tornaban cada vez más borrosos y confusos.
Telefoneó a Rebecca y después a su madre. Rebecca no descolgó. Jake supuso que estaría en el hospital. Dejó un mensaje, dijo que volvería a llamar. Su madre se alegró mucho de oírle. Jake le habló de su trabajo, del estudio, de lo mucho que estaba disfrutando París y sus museos. Y, como sabía que eso le iba a gustar, le dijo que le había salido un trabajito, realizar unos dibujos para un museo de la ciudad. Al preguntar ella, le dijo que lo había conseguido a través de una vieja compañera de estudios, Alexandra Benoit. No habló del tapiz ni le explicó qué clase de dibujos.
La tarde siguiente fue al estudio de arte. Julianna se le acercó tan pronto como le vio entrar.
—Pensaba que llamarías o te pasarías por casa.
—He estado ocupado estos dos últimos días...
—Tenemos que hablar —dijo ella—. De la otra noche.
Jake no quería hacerlo allí, a saber quién podría estar escuchando. Dudó.
—La otra noche, Julianna...
—Sí, ya lo sé —interrumpió con un gesto de la mano—. Me dijiste que tenías novia. Lo entiendo, pero eso no significa que no podamos pasarlo bien. Tu sinceridad es alentadora, si te comparo con otros hombres que he conocido. Pero Miss Montana no vendrá hasta el mes de agosto. —Se le acercó y le susurró—: ¿No te gustó lo de la otra noche?
¿A quién no le habría gustado? Una chica hermosa dándole un buen repaso. Y ahora parecía decirle que no existía ningún compromiso, que no era preciso ningún vínculo emocional. Julianna le gustaba, su brusca franqueza, su sexualidad a bocajarro, pero sabía que no iba a enamorarse de ella. Tal vez por eso la sensación de haber engañado a Rebecca no era muy fuerte. En efecto, y sólo por eso ya se sentía como una sabandija. Si había traicionado a alguien, desde luego había sido a Alex.
—¿Quieres que salgamos después? —preguntó ella.
—Es que...
—¿Te da miedo estar a solas conmigo? —Julianna sonrió—. De hecho iremos todos juntos. Hoy es viernes. Ya toca.
¿Ya toca?, se preguntó Jake. Como si aquel grupo de artistas despreocupados tuviera que liberar tensiones tras una semana de estrés.
La modelo se había quitado la bata y los demás estaban empezando a trabajar.
—Piénsatelo.
—He de estar de vuelta temprano. El cuadro va bastante bien. Acostarme tarde o ir de juerga no me conviene mucho.
—Sí, mientras estés inspirado más vale que te dediques a pintar. —Su sonrisa se suavizó—. ¿Cuándo me invitarás a ver tus cuadros?
—Por ahora no hay mucho que enseñar.
—Cuando tengas algo hecho, me encantaría verlo.
Julianna aguardó unos instantes y luego añadió:
—Bueno, creo que deberíamos ponernos a trabajar.
Aquella tarde se demoró en guardar sus cosas, en prepararse para marchar. Todos habían salido ya excepto Jake y Gaston Jadot.
—Voulez-vous —preguntó Gaston— prendre un verre?
¿Si quería ir a tomar una copa? La invitación no le pareció tan peligrosa viniendo de Gaston. Respondió que sí.
Salieron del estudio y encontraron un pequeño bar unos portales más abajo. Pidieron una jarra de vin ordinaire.
Hablaron de la clase. Gaston le informó de que la semana próxima tendrían otra modelo. Y entonces, de buenas a primeras, añadió:
—Très intéressante, cette découverte, les deux dessins.
¿El hallazgo de los dos dibujos? Le estaba diciendo que era un descubrimiento muy interesante. Jake amagó una sonrisa. Estaba en lo cierto: el viejo sí había entendido la conversación entre Julianna y él. No obstante, había hablado de «descubrimiento». Jake no recordaba que Julianna o él lo hubieran calificado así.
Jake le miró detenidamente.
—Parlez-vous anglais?
—Un peu. —Gaston se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo.
Bastante más que «un peu», pensó Jake.
El hombre se rio.
—Sí, hablo inglés. —Lo dijo con muy poco acento. Esto sonaba a confesión.
—Lo habla muy bien.
—Durante la guerra fui oficial de enlace con los americanos.
—¿Por qué no lo dijo? —preguntó Jake— Nunca interviene, cuando hay una conversación en inglés.
—Estamos en Francia —repuso el viejo. Se había puesto serio, pero enseguida sonrió.
—Oui —concedió Jake—. Nous sommes à France.
Efectivamente, estaban en Francia, cosa que los franceses raramente permitían olvidar a sus huéspedes extranjeros.
El viejo bebió un poco más, despacio.
—Un anciano es como un niño pequeño que está sentado en un rincón escuchando a los adultos, y los mayores no se dan cuenta de que el niño lo entiende todo. Se aprende mucho sentado en un rincón, escuchando en silencio.
Jake sintió ganas de preguntarle qué era lo que había aprendido, pero intuía que debía actuar con cautela. El viejo se mostraba abiertamente curioso acerca de los dibujos, y sin duda le interesaban también los tapices medievales. Jake volvió a preguntarse sobre la visita a la exposición. ¿Mera coincidencia?
—Es muy interesante —continuó Gaston—. Los dibujos, quiero decir. Deben de ser importantes si esa amiga suya, la tal Alexandra, le pide que vaya corriendo a Lyón para hacer unas copias.
Jake asintió con la cabeza, tratando de no comprometerse. ¿Qué más había, aparte de curiosidad, por parte del viejo?
—¿Cuál es su significado? —insistió Gaston.
Jake dudó un poco.
—Apelaré al código ético del artista, a la confidencialidad.
Rio como si hubiera hecho un chiste. Sé prudente, se repitió para sus adentros. Gaston parecía un ser inofensivo: un viejecito que arrastraba los pies por un estudio de Montmartre, con su jersey raído. Sin embargo, había en él cierto refinamiento, una sutil elegancia. Le interesaban el arte y los tapices medievales. ¿Hasta qué punto? Jake presentía que Gaston Jadot podía poner en peligro, más que Julianna, el secreto de la operación de Alex.
—¿Cree que el dibujo podría representar un tapiz adicional? —insistió Gaston—. Algunos creen que la serie del Cluny está incompleta, y que en su momento constó de otros tapices.
Jake no dijo nada.
El viejo sonrió y asintió con la cabeza.
Jake tomó un poco de vino pero continuó en silencio.
Monsieur Jadot tuvo el detalle de dejar el asunto de lado. Le dijo que él también estaba interesado en ver sus pinturas. La obra de jóvenes artistas prometedores siempre le interesaba. Jake le explicó que estaba trabajando en algo que tal vez se convirtiera en una serie.
Terminaron el vino y fueron andando hasta la boca del metro. Gaston le explicó que vivía con la hija de su hermana. Seguramente estaría preocupada por su tardanza. Debería haberla llamado. Se rio y dijo que a veces se sentía como un niño, teniendo que llamar a casa si iba a llegar tarde. Jake dijo que era bonito que alguien se preocupara por uno. El viejo asintió con la cabeza.
Charlaron mientras iban dando tumbos en el vagón. Jake preguntó a monsieur Jadot cómo era que le habían entrado ganas de aprender a dibujar. Gaston explicó que siempre le había interesado el arte. Le atraían la belleza y la creatividad, y había pensado que le gustaría probarlo a él también. Pero siempre estaba muy ocupado. Se había jubilado hacía pocos años, un negocio familiar, hasta que su mujer se puso muy enferma. Los tres últimos años antes de morir ella, los había pasado cuidándola. Luego estuvo viviendo solo un par de años hasta que su sobrina le pidió que fuera a vivir con ella. Fue por insistencia de esa sobrina por lo que Gaston había empezado a ir a clases.
—¿Y se lo pasa bien? —preguntó Jake.
—Oui... —Gaston alzó los ojos al notar que el tren se detenía—. Aquí hago transbordo, monsieur Bowman. —Se levantó y le tendió la mano—. Ha sido una velada muy agradable. ¿Volverá al estudio la semana que viene?
—Sí. Nos veremos allí.
A la mañana siguiente, Jake salió a correr. Cuando regresó al hotel, André le dijo que tenía un mensaje de Alex, que había dejado dicho que la llamara enseguida.
No eran las siete todavía. Si Alex le había telefoneado tan temprano, no podía ser más que por algo urgente. Pidió usar el teléfono de la recepción.
Alex respondió al primer tono.
—¿Qué te parece ir a Lyón en coche esta mañana?
—Creí que te marchabas ayer. ¿Ocurre algo?
—Soleil ha pillado un catarro, por eso he esperado hasta hoy. Se encuentra mejor, pero no creo que le convenga moverse demasiado, y prefiero no llevarla a casa de los Pellier aunque sea muy poca cosa. Pierre está muy débil. ¿Qué te parece la excursión? Puedes ayudarme a hacer las fotos para el catálogo, y luego vamos a Vienne a explorar un poco. ¿Puedes tomarte un par de días libres?
—Claro.
Jake estaba esperando frente al hotel cuando ella llegó, y le hizo señas con el pulgar como un autoestopista. Alex sonrió al instante.
—Gracias por acompañarme —dijo, mientras él arrojaba su bolsa al asiento de atrás y se sentaba a su lado.
—Bueno, tengo un interés personal.
Alex lo miró con cara de perplejidad.
—Ah, ¿te refieres al misterio de los tapices?
—Los tapices, y también un interés profesional. ¿Vas a pagarme la excursión?—preguntó en broma.
Ella asintió con una sonrisa.
—Por supuesto, claro que sí.
Era sábado y había muy poco tráfico en las calles. Siguieron charlando mientras tomaban el Périphérique y se desviaban luego hacia el sur por la autopista.
—Quiero darte las gracias otra vez —manifestó Alex—, por hacer los duplicados... por duplicado.
—Ahora que has descubierto el tapiz, no sé si te van a ser de mucha utilidad.
—Al contrario, los dibujos me han servido de mucho. Anoche los estuve estudiando a fondo. Hay algo en el primero que parece confirmar la idea de que la mujer no está sacando joyas del cofre, sino devolviéndolas a él. En el margen izquierdo, en uno de los bocetos pequeños, me fijé en que lleva puestas las joyas, y luego en el derecho, donde se ve un busto suyo, no luce nada en el cuello. Es la confirmación, creo yo, de que está renunciando a los placeres terrenales. Y después, en el diseño que representa este séptimo tapiz, vi algo que podría dar pistas sobre su interpretación.
—¿El qué?
—Verás. El tapiz es bastante grande, y sin colgarlo y retroceder unos pasos no es fácil estudiar la pieza entera. Pero en el dibujo me fijé en un detalle de la lanza del caballero. A primera vista parece que apunta al corazón del unicornio, pero yo creo que de hecho apunta a la doncella, bueno, a su «doncellez», por decirlo finamente.
Jake guardó silencio, pero lo había entendido. Incluso después de haber hecho dos veces el dibujo, no se había percatado de eso, pero sabía a lo que se refería Alex. ¿Quién habría pensando que aquellos antiquísimos tapices podían contener tantas referencias sexuales?
—Si À mon seul désir, el sexto tapiz —prosiguió ella—, puede interpretarse como la libre voluntad alcanzada mediante la negación de los placeres sensuales, ¿no podría el séptimo tapiz representar lo contrario, la libertad a través de la entrega a la pasión? En ese caso el caballero estaría requiriendo a la doncella, para despertar sus pasiones...
—El caballero que no es otro que el tapissier, ¿verdad?
Alex asintió.
—En el séptimo tapiz, el jardín-isla se ha convertido en un escenario más realista. ¿Significa que la entrega a la pasión, al amor, abre todo un mundo nuevo a la joven doncella, al no estar ya confinada al jardín cerrado del château de su padre?
—¿La entrega a los placeres terrenales?
—Bueno —sonrió Alex—, eso no es muy medieval, que digamos, pero yo veo a Adèle como una mujer adelantada a su tiempo.
—Y que, por desgracia, se quedó sin su gran amor.
—Oh, sí —suspiró Alex—, eso me temo.
Jake le preguntó por la rúbrica del tejedor, si aparecía en alguno de los otros seis tapices de la serie.
—No, pero en las seis piezas del Cluny hay graves desperfectos en el orillo y los bordes. La mayoría de ellas han tenido que ser restauradas parcialmente en algún momento. Y de hecho, hasta 1528 los talleres de Bruselas no se vieron obligados a poner la rúbrica del tejedor.
—Los tapices del Cluny son anteriores, ¿no? ¿De finales del siglo XV?
—Probablemente, sí. La marca del tejedor podría haber sido utilizada antes. Y puede que este séptimo tapiz no fuese realizado hasta más tarde. Lo que está claro es que su diseño es anterior a 1491.
—¿El año en que murió Adèle Le Viste?
—Sí. —Alex hizo una pausa—. Verás, cuando estaba mirando los registros de las Hermanas de Sainte Blandine, me fijé en que había una cierta pauta. Varios fallecimientos seguidos en un breve periodo, casi como si el convento hubiera sufrido una plaga, una epidemia.
—En aquel entonces no existía la medicina preventiva.
—Por supuesto. De vez en cuando hay constancia de alguna muerte aislada, una monja anciana, por lo general. Pero luego aparece la joven Adèle Le Viste...
—Y te gustaría saber cómo y de qué murió.
—Exacto. No dejo de pensar en ello. ¿Se puede morir de pena?
—Normalmente —contestó Jake—, estas cosas se superan. Con el tiempo.
Alex lo miró.
—No existe el remedio —continuó él—. Uno se acostumbra al dolor.
—Supongo que sí —concedió Alex. Se preguntó si realmente estaban hablando de Adèle. ¿Habría sufrido Jake cuando ella decidió casarse con Thierry? ¿Habría superado su dolor? ¿Confiaba en recuperarla ahora?
Alex aceleró un poco y adelantó a varios vehículos. Al cabo de un rato Jake preguntó:
—¿Cómo crees tú que llegó el tapiz al convento? ¿Y cómo fue que acabó metido en la pared?
—Es muy posible que no lo sepamos nunca. No es infrecuente encontrar obras de arte cuando se derriba algún edificio antiguo, ya sea bajo las tablas del suelo, detrás de una pared o en la bodega, incluso en sepulturas. Iglesias y monasterios han cedido a veces piezas desconocidas que habían estado ocultas durante siglos. Quizá fueron escondidas a propósito, tesoros que eran recuperados posteriormente, o bien olvidados si aquellos que los habían escondido morían sin recuperarlos. O tal vez se utilizaron para otros fines cuando el estilo particular de la pieza pasaba de moda, metidos dentro de paredes como aislantes o para rellenar las juntas del suelo. Los tapices no siempre estuvieron bien considerados. Los Verteuil de Nueva York, la serie de La caza del unicornio en The Cloisters, se utilizaron para almacenar patatas. Un día, a mediados del siglo XIX, la mujer de un campesino fue al Château de Verteuil a ver a madame de la Rochefoucauld al enterarse de que estaban tratando de recuperar objetos que la familia había perdido durante la Revolución francesa. Le dijo a la dama que su marido había utilizado unas cortinas para cubrir las patatas en el granero y que no se helaran durante el invierno. Las «cortinas» eran los ahora famosos tapices de Verteuil y fueron devueltos a sus dueños. —Alex suspiró—. Y por supuesto, de nuestra Dama del unicornio, dos de las piezas aparecieron enrolladas en el Hotel de Ville, comidas por las ratas y la humedad de años. Es asombroso que hayan sobrevivido.
—Y ahora, un séptimo tapiz.
—Sí —Alex sonrió—. El séptimo unicornio.
Hacia la mitad del trayecto, Jake comentó:
—He vuelto a la exposición de tapices.
—Veo que, efectivamente, estás interesado —repuso Alex, complacida.
—Quería echar otra ojeada al Pegaso, más aún después de haber hecho los dibujos.
—¿Viste semejanzas entre la doncella desnuda y el caballero?
—Sí —respondió él, contento de que Alex hubiera llegado a esa conclusión por su propia cuenta—. ¿Crees que hay alguna conexión?
—Siempre he querido creer que El Pegaso procede del mismo taller donde se hicieron los del unicornio.
—¿Por el mismo diseñador?
—Lo dudo mucho. Pero sí creo que Adèle diseñó los de La dama del unicornio, al menos la idea original.
—¿Qué quieres decir?
—La producción de un tapiz o una serie de tapices era un proceso complejo en el que tomaban parte muchos artistas y artesanos. Primero se hacía el diseño original y luego una pintura, un cartón.
—¿Un cartón? Ah, ya, el dibujo grande que se usa como guía detrás del telar.
—Sí—confirmó Alex—. Encajando las piezas que yo conozco, es decir, el poema, los dibujos y mis conocimientos sobre la historia y producción de tapices, creo que Adèle realizó los diseños originales, pero lo más probable es que el cartón lo pintara un artista de París. Ese cartón quedaba en propiedad del jefe del taller, el cual podía utilizarlo o modificarlo a su antojo.
—De modo que un tapiz podía estar inspirado en un diseño anterior...
—Exacto. Es posible que Adèle influyera de algún modo en la creación de El Pegaso.
Alex sonrió encantada con esa idea.
Cuando llegaron a Lyón, Simone preguntó por su nieta y Alex le dijo que estaba bien, sólo un poco acatarrada, pero que le había parecido mejor dejarla en casa y que descansara el fin de semana. Madame Pellier estuvo de acuerdo, y decidió que Alex dormiría en el cuarto de Soleil —si no le importaba dormir en la alcoba pequeña— y Jake en el de invitados. Acompañó al joven a su cuarto para que dejara allí la bolsa y luego se dirigieron al comedor, donde Marie sirvió un almuerzo a base de boudin blanc, salchichas de ternera, pan y ensalada. Una vez más, Pierre no se sentía bien y no comió con ellos.
Alex estaba ansiosa por mostrarle el tapiz a Jake, pero no quería ofender a su suegra, de modo que esperó. Al principio la conversación fue un poco forzada, y Alex se dio cuenta de que estaba hablando demasiado. Simone estuvo en todo momento muy amable, como siempre, pero Alex se preguntó qué pensaba de Jake: era la segunda vez que estaba con ella en casa de los Pellier.
Después de almorzar, Alex fue a ver a Pierre y Jake se quedó charlando con Simone en la sala de estar.
Alex notaba que a Pierre se le escapaba la vida por momentos. Estaba tumbado en la cama con los ojos abiertos, mirando al techo. Se sentó y le tomó la mano, preguntándose si Pierre era consciente de su presencia.
—Soleil te manda un beso, abuelo.
Alex le explicó que la niña se estaba convirtiendo en una artista. Le habló del tapiz y de su deseo de conseguirlo para el museo. A Pierre le habría encantado oír hablar de ello un tiempo atrás, pero Alex estaba segura de que ahora apenas podía escucharla. Mientras lo miraba, notó un nudo en la garganta, y los ojos empezaron a escocerle. Quería mucho a aquel anciano. Si no hubiera sido por Simone y Pierre, ella quizá hubiera dejado a Thierry. Y ahora estaba en casa de ellos con Jake, por segunda vez. Se preguntó qué estaría pensando Simone. Su suegra sólo sabía que Jake la había acompañado para echarle una mano con las fotos para el catálogo. Tampoco era que Alex se presentara con un antiguo amante en casa de su difunto esposo.
Se inclinó y besó a Pierre en la frente. Se quedó allí de pie, mirándolo un momento, y luego volvió al salón, donde Simone y Jake parecían estar inmersos en una agradable conversación. Esto era algo que siempre había admirado en Jake. Podía pasarse días enteros a solas, aislado, trabajando en un cuadro, pero siempre se le veía a gusto incluso en compañía de alguien a quien apenas conocía de nada.
Simone levantó la vista y sonrió.
—Imagino que querréis poneros a trabajar.
—Sí, sería lo mejor.
Jake se levantó y sonrió a Simone.
—Merci, madame Pellier —dijo, antes de salir con Alex.
—Pierre está fatal —comentó ella en voz baja mientras iban hacia la biblioteca—. Creo que no va a durar mucho. Después del segundo ataque, cuando ya no podía hablar, le notabas en los ojos que entendía lo que le decías. Pero ahora... He estado hablándole y... —se le quebró la voz—. Ojalá le hubieras conocido cuando estaba bien.
—Sí, a mí también me habría gustado. Entraron en la biblioteca. Jake pulsó el interruptor y Alex lo condujo al fondo de la sala. El paquete alargado estaba en el suelo. Sin hablar, desataron las cuerdas que sujetaban la lona protectora y lo desenrollaron. El tapiz era tan grande que tuvieron que ponerlo sobre la mesa y luego apoyarlo contra la estantería para apreciar el tapiz entero.
Alex sonrió al ver la cara de Jake. Él la miró y esbozó también una sonrisa.
—Es hermoso... Increíble... Parece recién salido del telar.
—Espléndido, ¿verdad? —susurró Alex, acercándose a él.
—Sí. —Jake contempló la obra y luego la miró a ella; se quedaron mirándose el uno al otro como si compartieran algo muy especial y muy íntimo—. Es precioso.
Alex inspiró hondo y volvió a mirar el tapiz, no sin notar que Jake la seguía observando. Casi pudo percibir su aliento en la nuca. —iré a por la cámara y empezaremos a trabajar.
—Buena idea.
Alex fue a su cuarto a buscar la cámara fotográfica que había traído del museo.
Cuando entró de nuevo en la biblioteca, Jake seguía allí de pie, admirando el tapiz.
—Ahora entiendo por qué quieres conseguirlo para el Cluny.
—Creo que deberíamos colgarlo —opinó Alex, percatándose de que había adoptado un tono profesional—. Para hacer las fotos, ¿no crees?
—Sí, será mejor.
Enrollaron el tapiz y lo llevaron a la sala de estar, donde Alex explicó que le gustaría retirar el Aubusson que cubría buena parte de una de las paredes, y colgar el tapiz del unicornio. Mientras ella sacaba varias fotos de la rúbrica del tejedor en el reverso, Jake midió los dos tapices y le dijo que tendrían que hacer unos ajustes para que quedara bien colgado. Esto supuso una visita a la ferretería y que Jake ajustara los soportes. Trajeron una escalera de la biblioteca y pidieron otra al conserje del edificio, y retiraron el voluminoso Aubusson. El tapiz del unicornio pesaba aún más (Jake calculó más de veinticinco kilos), un verdadero problema para colgarlo. Le sugirió a Alex que subiese a la escalera de la izquierda. Él sostendría la pieza en alto mientras ella la aseguraba por arriba, y luego cambiarían de posición y de escalera.
—Vaya, no pensaba que fuera a dar tanto trabajo —dijo Alex.
—¿Trabajo? —replicó Jake.
—Bueno, ya sé que a los hombres os gustan estas cosas. —Miró a Jake, que le sonrió desde abajo como si no se hubiera divertido tanto en mucho tiempo, y ella no pudo evitar sonreír también—. Yo quería hacer una visita a Sainte Blandine a última hora, pero esto va a llevar más tiempo del que esperaba.
—Así son las cosas, a veces —dijo él—. Si quieres hacerlas bien.
—De acuerdo, vamos a hacerlas bien. —Alex asintió y continuó escalera arriba.
Una vez asegurado el tapiz, retrocedieron unos pasos para admirar su obra.
—Perfecto —declaró Alex—. Formamos un buen equipo.
—Eso ya lo sabía —confirmó Jake.
Pareció que ambos esperaban que el otro añadiera algún comentario. Fue Alex quien, finalmente, dijo: —Voy a montar la cámara.
Jake la ayudó con el trípode. Alex tiró un carrete entero, y luego otro.
—¿Tú crees que serán suficientes fotos? —preguntó él tomándole el pelo.
—Eso espero... No quisiera tener que repetir todo este montaje.
Aunque, a decir verdad, debía admitir que lo estaba pasando muy bien.
Cuando terminaron, Marie ya tenía lista la cena. Después de cenar Alex llamó a París para ver cómo seguía Soleil y luego fue a ver de nuevo a su suegro. Jake se quedó en el salón con madame Pellier. Marie sirvió café. Cuando Alex volvió, Simone preguntó por su nieta, que ya estaba mejor, y luego la mujer se disculpó y les dio las buenas noches. Alex se sirvió una taza de café y tomó asiento.
—Soleil ha preguntado por ti, Jake. Le caes muy bien.
—Y ella a mí.
—Se te dan bien los niños. Parece que tienes el don de la paciencia, cosa que a mí muchas veces me falta. ¿Rebecca y tú pensáis tener hijos?
—Hemos hablado de ello, sí.
Jake parecía incómodo teniendo que hablar de sus planes con Rebecca. Quizá Alex no debería haber preguntado, no era asunto suyo. Le estaba tanteando. Quería que le hablase de Rebecca, que le contara que era una gran persona y que estaba muy enamorado de ella. O tal vez lo que quería era que Jake dijese: lo he pensado mejor. Por eso estoy aquí... No estoy seguro de querer casarme con Rebecca.
—Nos gustaría tener dos —explicó él—. Niño y niña.
—Serás un buen padre, seguro —respondió Alex—. A Sunny le encantaría tener un hermanito. —¿Por qué le decía esto? Pero era la verdad. Sunny lo decía a menudo.
—¿Piensas casarte otra vez?
—Oh, pues, no sé. Estos últimos años me he vuelto muy independiente.
—Siempre lo has sido, Alex. —Jake rio. Ella también.
Siguieron tomando café y charlando, sobre todo del tapiz. Alex volvió a llenar las tazas de los dos. Le explicó que quería pasar temprano por el convento y luego ir a Vienne. El padre Maurin, de Saint Pierre, le había facilitado el nombre de una mujer cuya familia vivía en la zona desde hacía muchos años, y pensaba que si alguien podía saber algo de un tapiz antiguo, ésa era madame Gerlier.
Aquella noche, Alex no podía conciliar el sueño. Oía los crujidos del viejo edificio, y luego le pareció que podía oír a Jake avanzar con sigilo por el pasillo, abrir la puerta del cuarto de ella, deslizarse a su lado en la cama y susurrarle al oído que había cometido una gran equivocación, que debería haber peleado por ella, hacía muchos años, y que en cuanto la había visto aquel día en el museo había sabido que tenían que estar juntos. Después ella le confesaba a su vez que había sido muy desdichada en sus años de matrimonio.
Finalmente consiguió dormirse mientras se preguntaba qué estaría pensando él en su cuarto, al fondo del pasillo.
La imagen de Alex impidió que los intentos de Jake por dormir llegaran a concretarse. La veía sonreír, veía su cara de absoluta satisfacción cuando le había mostrado el tapiz. Luego le vino una imagen a la cabeza: Alex subida a la escalera colgando el tapiz. Si Jake hubiera dejado a un lado la sensatez, habría tirado de ella y le habría hecho el amor allí mismo, sobre la alfombra oriental, en el salón de sus acaudalados padres políticos.
Se diría que estaba esperando otra vez a Alex, esperando alguna señal de hacia dónde debían encaminar sus pasos. Ella no era una mujer con la que fuese fácil iniciar algún tipo de intimidad, física o emocional. Recordaba lo que había pasado años atrás: al presentir que ella lo deseaba, él había hecho torpes intentos para acercarse, para tocar su suave cuerpo. Era éste un recuerdo que todavía le humillaba y le enardecía a la vez. Alex le había dicho: «Quiero esperar a estar casada». Jake recordaba muy bien que no había empleado la primera persona del plural. No se le había ido de la cabeza ese momento, a pesar de los años transcurridos. Y tampoco otra cosa: la idea de que Alex estaba fuera de su alcance.
Y hete aquí que ahora se encontraba en esa enorme cama (había tenido que apartar montañas de sedosos cojines para meterse dentro) preguntándose de nuevo qué pintaba él allí, qué tenía que ver con el mundo personal de Alex.
¿Le consideraba sólo un viejo amigo?, ¿un colega de profesión? Alex le había preguntado por Rebecca y sus planes de tener familia. ¿Qué era lo que quería de él? ¿Era un simple acompañante en sus viajes? Entendía tan poco a Alex ahora como hacía años.
Partieron temprano hacia el convento la mañana siguiente, y hablaron poco durante el trayecto. Jake esperó en el vestíbulo mientras Alex iba a hablar con la hermana Etienne.
Al salir de Sainte Blandine, camino de Vienne, Alex le contó la conversación que había mantenido con la monja. La hermana Etienne se alegraba de que el tapiz pudiera salir a subasta a finales del verano. Había discutido con el arzobispo, que pretendía trasladar a las monjas al cabo de dos semanas. La hermana Etienne le había hablado de su deseo de permanecer en Sainte Blandine, si conseguían dinero suficiente con la venta de sus propiedades. El arzobispo había consentido en aplazar la mudanza. La monja sospechaba que el arzobispo debía de pensar que no sacarían muchos beneficios y que trataba de apaciguarlas un tiempo, pues de todos modos las reformas iban con retraso.
Una vez en Vienne, Alex llamó al número que le había dado el padre Maurin. Quedó con madame Gerlier a las dos; mientras tanto, entraron en un bar a comer algo.
Madame Gerlier era una mujer grande, con mucho pecho y el pelo teñido de rubio. Alex supuso que lo tenía gris desde hacía varias décadas. Su pequeña boca arrugada parecía más grande y un tanto cómica debido al pintalabios rojo subido. Su falda era demasiado corta y sus tacones demasiado altos, lo cual la hacía andar de forma inestable por las losas del château, que, según madame Gerlier, pertenecía a la familia desde finales del siglo XIV. La mujer se colgó del brazo de Jake. Mientras explicaba la historia familiar, parecía que sólo le dirigía a él sus comentarios, aunque de vez en cuando miraba a Alex para incluirla. Madame Gerlier parecía una mujer que debía de haber sido guapa de joven y que no estaba dispuesta a renunciar a esa idea. Alex no pudo evitar pensar en su suegra, que poseía una belleza muy natural, en gran parte gracias a que había aceptado su edad.
Mientras la mujer los conducía a un salón decorado de llamativo terciopelo rojo, les habló de una serie de tapices que había pertenecido también a la familia desde hacía siglos. Miró a Alex:
—El padre Maurin dice que le interesan a usted los tapices.
—Sí, sobre todo los medievales. Estoy buscando uno que data quizá de finales del siglo XV, realizado probablemente en Bruselas, con un fondo rojo bermellón y dibujos de millefleurs. ¿Sabe si existe alguno así en el valle?
—Los Véron poseen algunos tapices. Estoy tratando de pensar, pues recuerdo que había uno rojo, o quizá verde, pero me parece que eran de Aubusson, no de Bruselas. —Sonrió a Jake—. Pagaron una fortuna por ellos, y digo yo, para qué, si a duras penas pueden mantener la casa, todo el mundo lo sabe. —Se volvió a Alex una vez más—. Y no es que me guste chismorrear. Como le digo, es bien sabido que monsieur Véron es un bebedor y un mujeriego.
Alex echó un vistazo a la sala mientras madame Gerlier no paraba de hablar, primero de una cosa, luego de otra, pero nada que tuviese que ver con tapices medievales. La estancia estaba repleta de urnas y jarrones, arreglos de flores de seda, todo polvoriento, y nada que a Alex le resultara particularmente atractivo. Una joven criada les sirvió café, y Jake y Alex se vieron obligados a seguir escuchando anécdotas. Jake escuchaba con educación pero de vez en cuando la miraba de reojo, ladeaba la cabeza y arqueaba discretamente las cejas. Estaba tan impaciente como ella.
—Quizá podría enseñarnos los tapices —sugirió Alex, después de que madame Gerlier les ofreciera una tercera taza y una quincuagésima historia.
—Oui, oui —exclamó la mujer. Se levantó lentamente, casi perdiendo el equilibrio por culpa de sus tacones demasiado altos—. El más bonito está en el dormitorio principal. —Se sonrojó y luego miró a Jake. Fueron por otro pasillo hasta una habitación con una cama enorme con dosel. Un gran tapiz ocupaba una de las paredes. Era una escena mitológica: se veía a una doncella parcialmente vestida, sentada en una roca, a Cupido asomando detrás de un árbol a la derecha, y a Baco oculto detrás de otro árbol a la izquierda. El borde estaba repleto de putti que sostenían enormes cestas llenas de flores. Los colores predominantes eran azules y rosas, un tanto descoloridos.
—A Henri, mi marido, le encantaba. Siempre decía que yo me parecía a Diana. —Madame Gerlier miró a Jake y luego al tapiz—. La diosa Diana, la diosa de la caza. Qué mejor lugar para una cacería que un dormitorio, solía decir Henri. —Sonrió de nuevo a Jake y se tapó la boca con la mano para sofocar la risa.
—Es precioso —afirmó Alex—. Probablemente de mediados del XVII, un poco posterior al que estamos buscando.
—No está en venta —explicó la mujer como si Alex le hubiera hecho una oferta—. Ha estado en la familia durante años y años.
—Desde luego, una auténtica reliquia de familia.
La mujer los llevó a otro dormitorio, más pequeño que el anterior, y les mostró un segundo tapiz que muy probablemente pertenecía a la misma serie que el primero. Alex se mostró nuevamente elogiosa. Volvieron al salón y la dueña de la casa les ofreció más café. Por las continuas miradas de Jake y su manera de rebullirse en la silla, Alex dedujo que ya estaba harto, tanto del café como de madame Gerlier.
—Merci, madame Gerlier —dijo Alex—, pero hemos de estar de vuelta en París esta tarde y nos queda un buen trecho. Gracias por enseñarnos sus tapices. —Se levantó y Jake hizo lo mismo.
Una vez fuera, yendo hacia el coche, Alex se disculpó.
—Lo siento. No sabía con qué nos íbamos a encontrar. Cuando vas a la caza de tapices puedes llevarte toda clase de sorpresas. —Se miraron, y los dos prorrumpieron en carcajadas—. Oh, Jake, sigues siendo encantador. Está claro que madame Gerlier se ha pirrado por ti.
—Lo que pasa es que es vieja y está muy sola, pobre.
—Vieja y sola, pero con ganas de guerra también —replicó Alex—. Te agradezco mucho que decidieras venir a echarme una mano. Ha sido divertido colgar tapices, buscar obras por ahí...
—Lo bonito habría sido —interrumpió él, más serio— conseguir mejores resultados.
—Qué más quieres. Hicimos las fotos. Hablé con la hermana Etienne. El arzobispo accede a dejar que se queden un poco más, evidentemente sin mostrar curiosidad por su descubrimiento.
—Pero habría sido bonito encontrar el octavo tapiz.
—Si es que existe.
Alex abrió la puerta del coche y Jake se la aguantó mientras ella se sentaba al volante. De repente se sintió muy cansada. Miró a Jake.
—¿Puedo hacer una sugerencia? —preguntó él, poniéndose en cuclillas para estar a su altura. Levantó el brazo y se agarró al reposacabezas del asiento para mantener el equilibrio.
—¿De qué clase?
La pregunta sonó tan engorrosamente coqueta y maliciosa, que Alex no pudo evitar ruborizarse.
—Nada ilícito —sonrió él.
—Oh, naturalmente. Nada ilícito. Vale, adelante. Sugiere.
—Pareces cansada. ¿Te importa que conduzca yo hasta París?
—La idea me gusta.
Adelantó una mano con las llaves en la palma. Jake las tomó despacio, rozando apenas un momento la piel de ella.
Sí —repitió Alex—. Me parece muy buena idea.