Capítulo 13
SUNNY estaba durmiendo cuando llegaron a Lyón. Madame Pellier les contó que habían tenido una mañana muy ajetreada. Después de misa habían ido al Parc de la Tête d'Or y luego a un espectáculo de títeres, por eso la niña estaba agotada.
—¿Ha ido bien la visita al convento? —preguntó mientras acompañaba a Alex y Jake hacia la sala de estar.
—Oui —respondió Alex—, aunque parece ser que mis asuntos allí van a tomarme más tiempo del que imaginaba. Quisiera quedarme un día más.
Madame Pellier sonrió.
—¿Se quedará usted también con nosotros, monsieur Bowman?
—No, debo volver a París.
—Jake tiene que seguir con su trabajo —explicó Alex—. Me temo que le he robado ya mucho tiempo. Le he pedido que se lleve a Soleil en el tren.
Madame Pellier puso cara de desilusión.
—No debe faltar al colegio, desde luego. ¿Cuándo tiene pensado marcharse, monsieur Bowman?
—Puede que monsieur Bowman quiera descansar un poquito —aventuró Alex, mirándolo de reojo.
—Estoy bien —dijo él. Pensó que podía echar un sueñecito durante el trayecto de dos horas hasta París, pero luego se acordó de que tendría a una niña a su cuidado. ¿Habría que estar vigilándola todo el tiempo? No sabía nada de criaturas.
—¿Puedo ofreceros algo? —preguntó madame Pellier indicándoles que tomaran asiento—. Soleil y yo hemos comido un poco en el parque. Podríamos cenar temprano antes de que se marchen, monsieur Bowman. ¿Se quedará a cenar?
Jake no tenía apetito, y no estaba seguro de a qué hora tendrían que salir para París. Miró a Alex.
—¿Qué planes tienes?
—Marie había preparado desayuno para un regimiento —le dijo Alex a Simone—. Pero un té nos vendría bien. ¿Puedes decirle a Marie que lo lleve a la biblioteca? Bueno, y alguna cosa ligera también, antes de dejar a Jake y a Soleil en el tren.
—No hay ningún inconveniente.
—Te agradezco mucho toda la ayuda que me has prestado —declaró Alex mientras iba con Jake hacia la biblioteca—. Y gracias también por acceder a llevarte a Sunny.
—No es nada. —Se sentía seguro respecto a la ayuda que le había prestado haciendo los dibujos, e incluso por haberla acompañado al convento, pero no veía tan claro lo de hacer de canguro. Esperaba que no hubiera problemas para dejar a la niña en su casa. Abrió la puerta y dejó que Alex pasara—. Dime —preguntó—, ¿por qué había que hacer los dibujos a tinta? Ya sabes que un boceto a lápiz habría sido más rápido y mucho más sencillo.
—Sí, pero ¿por qué contentarse con un simple boceto a lápiz cuando podíamos tener una copia exacta? Quiero estudiar esos dibujos, y para eso necesitaba duplicados muy parecidos al original. Además, los terminaste a tiempo de llegar al convento a las diez, y son casi perfectos.
—¿Casi? —rio Jake.
Alex pulsó el interruptor de la luz.
Se quedaron los dos allí de pie, mirando, mudos. Jake no acababa de entender lo que estaba viendo, pero era como si hubiera pasado un vendaval por la habitación. El suelo estaba cubierto de papelitos de color claro.
Alex corrió a la mesa donde había dejado los dibujos a secar.
—¡Por todos los diablos...!
Jake se acercó a mirar, primero la mesa desnuda, luego el suelo otra vez.
—Cielos, ¿qué ha pasado aquí?
Marie entró con una bandeja. El silencio quedó roto por el tintineo de las tazas y la tetera.
—¿Ha entrado alguien en la biblioteca mientras estábamos fuera? —inquirió.
Marie puso cara de perplejidad, y a continuación pareció que iba a echarse a llorar como si la hubieran regañado.
—No, madame.
—¿Nadie? —Marie dudó. Dejó la bandeja sobre la mesa y miró el suelo alfombrado de trocitos de papel.
—Oh.
—Oui? —Alex estaba temblando; Jake no la había visto nunca tan encolerizada.
—Cuando volvieron del parque, de ver los títeres —declaró lentamente Marie—, Soleil dijo que quería buscar un libro, la historia que había visto en los títeres.
—Y usted entró aquí a buscar un libro.
—No.
Alex la miró de hito en hito. Marie era mucho más baja que ella.
—La petite fille, vino ella a buscar el libro.
—¡Soleil! —gritó Alex, y salió en tromba de la biblioteca.
La temprana cena se sirvió en el comedor: sopa y ensalada en elegante porcelana y un juego completo de cubiertos de plata. Pierre no se encontraba bien y no cenó con ellos. Tampoco lo hizo Soleil. Le llevaron la cena a su cuarto. No la dejarían salir hasta que fuera hora de ir a tomar el tren.
A Jake ya le hacía poca gracia tener que viajar dos horas en compañía de una niña, pero ahora que estaba claro que ella le odiaba, la perspectiva resultaba casi terrorífica.
—No entiendo cómo ha podido hacer una cosa así —afirmó Alex—. ¿Sabes lo que me ha dicho cuando le he preguntado?
Alex miró a Jake, quien no respondió porque estaba seguro de la respuesta: Soleil le odiaba. Desde su primer encuentro, cuando la niña lo vio en compañía de su madre, después de que hubiera terminado los dibujos que su madre calificó de «muy bonitos», Jake había notado que la niña le consideraba un intruso. Al salir de la habitación en brazos de su madre, le había echado «mal de ojo», si tal cosa fuera posible en una niña pequeña. Era evidente que le sobraban él y sus «bonitos» dibujos.
—¿Sabes lo que me ha respondido? —repitió Alex—. Que no lo sabía. Ha hecho trizas los dibujos y no sabe por qué.
—A veces los niños hacen cosas que no acaban de entender —terció madame Pellier.
—Es que no tiene sentido —manifestó Alex.
—Oye, Alex —preguntó Jake tras pensar unos instantes—, ¿tú crees que es buena idea que vuelva conmigo en tren? —Quizá había encontrado una escapatoria—. Es posible que me culpe de lo ocurrido, de que esté castigada y tenga que cenar sola en su cuarto.
—Tiene que volver a casa —afirmó Alex—. No quiero que piense que puede dominarme. Quiero que vuelva a París esta tarde. No pasará nada, Jake. Si pensara que va a crearte dificultades, no la mandaría contigo. Hablaré con ella. Normalmente se porta la mar de bien. Lo peor que puede ocurrir es que te castigue con su silencio. Pero te garantizo que si hablo un poco con ella, se portará bien.
Alex tenía razón: le castigó con el silencio. Los intentos de Jake por entablar conversación fueron inútiles, claro que tampoco sabía qué decirle a una niña de seis años. Pero Soleil se portó bien. Hizo todo lo que le decía Jake. Asintiendo con la cabeza si era necesario, respondiendo a sus sencillas preguntas con un educado «Sí, monsieur... no, monsieur».
Después de media hora en tren, Jake sacó su cuaderno y un lápiz. Si no podía echar una siesta, al menos aprovecharía el tiempo. Realizaría otro dibujo de los copiados la noche anterior mientras las imágenes estaban aún frescas en su memoria. Había guardado los trocitos de papel esparcidos por el suelo de la biblioteca y otros que encontró en la papelera, y se los había metido en el bolsillo. Cuando llegara a París intentaría recomponerlos, pero no estaba seguro de haber encontrado todas las piezas. Podía ser que la niña hubiera tirado unos cuantos al váter.
Soleil estaba mirando por la ventanilla con la cabeza pegada al cristal. Jake pensó que quizá se había dormido, pero entonces la niña volvió el rostro y vio que dibujaba. Jake se preguntó qué tendría en la mente.
—¿Por qué rompiste los dibujos? —Sentía más curiosidad que rabia, y procuró que así se notara. No quería asustarla. Continuó dibujando.
—No me gustaban —respondió la niña secamente, y a Jake le sorprendió que fuese tan sincera.
—¿Qué tenían de malo? —Levantó los ojos del cuaderno y vio que la niña miraba otra vez por la ventanilla. ¿Se acabó la conversación?
Al cabo de un rato, notó que Soleil le estaba mirando otra vez. Jake alzó los ojos y ella se volvió de nuevo.
—¿Te gusta dibujar? —preguntó él.
—A veces —respondió ella, siempre cara a la ventana.
—Tengo papel de sobra, si quieres.
La niña no respondió.
—Es un buen entretenimiento —manifestó Jake.
Ella guardó silencio pero, pasados unos momentos, se dio la vuelta. Jake arrancó una hoja de papel y se la pasó junto con un lápiz. Soleil alargó la mano, reacia, agarró el papel y el lápiz pero no dijo nada. Jake volvió a lo suyo, observándola de reojo. La niña bajó la vista al papel y luego miró por la ventanilla, llevándose la hoja al pecho. Se dio la vuelta de nuevo, y se inclinó para sacar un libro de su mochila. Se lo puso en el regazo, colocó el papel encima y empezó a dibujar.
Siguió sin decir nada y él tampoco. ¿Una pequeña victoria? Jake pensó que lo mejor era dejarla tranquila. Continuó con su dibujo. Al cabo de un rato, miró de reojo. La niña había dibujado unas flores, parecidas a las del dibujo de Jake. Ahora estaba intentando copiar el unicornio. Para tener seis años, pensó, lo hacía muy bien.
—Bonito dibujo.
Ella no dijo nada, pero bajo su exterior enfurruñado, un exterior fuerte y a la vez delicado como el de su madre, Jake detectó un ligerísimo indicio de sonrisa.
Jake llamó desde París, como Alex le había pedido, para decirle que habían llegado sin novedad.
—Sanos y salvos —informó.
—¿Se ha portado bien?
—Sí.
—Menos mal. Después de que os marcharais no he parado de darle vueltas, pensando que quizá no había sido justa con ella ni contigo. Con ella por hacerla viajar con un desconocido, contigo por cargarte con esa responsabilidad.
—Todo ha ido bien. Y además, Alex, soy un tipo de fiar.
—Pero, Jake, no quería decir que... es que... bueno, todo ha ido bien, ¿no?
—Hemos tenido un agradable viaje.
—¿Agradable?—rio—. ¿Cómo defines tú «agradable»?
—Hablar poco y compartir experiencias.
—¿Compartir...?
—Hemos dibujado en el tren.
—¿Y nadie ha hecho pedazos el dibujo del otro?
—Tu hija está hecha una pequeña artista.
—Sí, lo sé. De modo que la creatividad os ha unido.
—Tanto como unir... Pero es posible que ya no me odie.
—Ella no te odia, Jake.
—Puede.
—Yo creo que son celos.
—¿De mi talento? —preguntó Jake, riendo.
—De que acapares la atención.
—Ya —contestó él.
—Creo que no le gustó verte en casa de sus abuelos. Ella es quien corta el bacalao en esa casa, y no estaba preparada para verte esta mañana en la biblioteca. Es posible que incluso interpretara mal tu presencia. Pero, bueno, aún no entiendo cómo fue capaz de romper los dibujos.
¿Interpretar mal su presencia? A lo mejor la niña era más inteligente que su madre, pensó Jake.
—He intentado trazarlos de nuevo, en el tren, y veré si puedo pegar todos los trocitos.
—Gracias. Te agradezco muchísimo todo lo que has hecho. Venir de un día para otro, hacer los dibujos, llevarte a Sunny esta tarde...
—Suerte en tu visita al convento —dijo Jake.
—Gracias, la voy a necesitar.
—¿Qué planes tienes cuando vuelvas?
—Puede que robe otra vez los bocetos —rio Alex, y añadió en serio—: He pensado que hablaré con la hermana Etienne y le explicaré lo que hemos descubierto. Tal vez me eche una mano. De hecho, ella confió en mí.
—Vale la pena intentarlo. Ya me contarás.
—Te llamaré cuando llegue a París. Si quieres, podrías venir a cenar.
—De acuerdo.
—¿Qué ha dibujado Sunny?
—Flores, jardines y unicornios.
Alex llamó a madame Demy y le dejó un mensaje. La directora no estaba en su piso de París, y Alex dedujo que habría ido al château de su tío en el campo. Quería decirle que pensaba quedarse un día más en Lyón, que había descubierto algo que parecía importante para el Cluny. No entró en detalles.
Aquella noche tuvo un sueño. Vio flores, jardines y unicornios. Pero primero soñó con el poema. Veía el papel en que estaba escrito. Una arcaica caligrafía francesa sobre pergamino descolorido. Ella intentaba traducir aquellas palabras antiguas. Veía las letras, delicadamente escritas a mano, Jardín... Fleurs... Al principio el sueño no tenía imágenes, sólo texto.
Se conocieron en el jardín.
Un encuentro casual.
Pero como atraídos por el destino.
...el producto de su amor... el fruto, la pasión de su amor...
Luego la tinta se volvía borrosa, las palabras se confundían unas con otras. Excepto una. Enterrado.
El sueño se convirtió en imágenes. Aparecía un telar, con su urdimbre, hilos que iban de arriba abajo. Y luego la trama, hilos de rojo carmesí de raíz de rubia, dorado de gualda y azul de los tintes de glasto empezaban a entrelazarse, creando una doncella y su amado. La pasión de su amor concretada en la unión de sus dos dibujos. El fruto. El producto de su amor.
Era la doncella del dibujo, desnuda e inocente, y el caballero, que de hecho no era tal sino el tapissier, que venía a requerir la inocencia de la muchacha, a despertar su pasión. Estaban en el jardín-isla, pero entonces todo se ensanchaba para convertirse en un mundo que no tenía confines, en un jardín que abarcaba el propio mundo. De repente, Alex era la doncella. El caballero era Jake. Él la besaba, tocaba su piel, acariciaba su cuerpo desnudo. La penetraba y se fundían en un solo ser.
Despertó empapada de sudor. Se incorporó.
Se levantó de la cama y se puso la bata. Fue hasta el cuarto de Soleil, aunque sabía que ella no estaba. Entró. La cama está hecha. Encima de la misma, la muñeca que Simone le había regalado, y que habían acordado dejar en casa de los abuelos de Lyón. Alex la tomó.
Soleil estaba celosa, siempre lo había estado. Celosa del trabajo de Alex, celosa de cualquier persona o cosa que reclamara el tiempo de su madre. Alex había sido prudente a la hora de estar con hombres. Soleil no había conocido realmente a su padre, pero se había creado una imagen ideal de él, que Alex no quería destruir. Pero ¿había visto en Jake algo más que un amigo de trabajo?
Jake había ido a Lyón para ayudar a su madre, para hacer los dibujos. ¿Es que Soleil no podía entenderlo? Alex habría debido explicárselo a su hija, aunque, ¿cómo hacerlo si la propia Alex creía que la llegada de Jake en mitad de la noche significaba mucho más que eso? Él no había puesto el menor reparo en acompañarla al convento. Pensó en lo que Jake le había dicho por la tarde, que ella siempre conseguía lo que se proponía.
Y bien, ¿qué es lo que quería? ¿Descubrir otro tapiz? ¿Conseguirlo para el museo? Sabía que había más, mucho más. Su mayor deseo era proteger a su hija, hacerle ver que por encima de todo la quería y cuidaba de ella.
Alex acarició la muñeca. Amaba a su hija. Era el amor más profundo que había conocido nunca, sin embargo, ¿no había algo más, el amor entre hombre y mujer? ¿Llegaría a conocer alguna vez ese amor? Y, de una manera tan extraña como inexplicable, todo parecía estar entretejido en el tapiz. Como si cada deseo descansara en la búsqueda y adquisición de un tapiz que quizá ni si quiera existía.