Capítulo 32

JAKE pasó el miércoles por la tarde y el jueves por la mañana hasta después de comer en la galería, montando la exposición con ayuda de Matthew y Brian y de otro joven empleado por el establecimiento. Madame Genevoix supervisó, deshaciéndose en elogios, la obra de Jake. Matthew se pavoneaba por la galería como si la exposición fuera cosa suya.

—¿Qué? ¿Vamos a ser famosos? —le preguntó a Jake mientras contemplaban el retrato del ángel, colgado de la pared contigua a la entrada—. Nunca pensé que me saldrían alas.

—Te sientan bien —declaró Jake, sonriendo para sus adentros. Una vez colgados los cuadros y ajustada la iluminación, Jake echó un último vistazo, muy orgulloso, al conjunto. Era la mejor obra que había creado hasta entonces. Sería una exposición fabulosa. Matthew había llevado su cámara y estaba sacando fotos del catálogo de Jake, quien quería enviar algunas a su madre. La había invitado a venir, pero ella había creído que sería demasiado viaje, y, por otra parte, Jake y Rebecca quizá tendrían ganas de estar a solas.

Jake iría a buscarla por la tarde al aeropuerto. Al principio, Rebecca pensaba llegar el viernes por la mañana, pero había cambiado el vuelo para estar presente en la inauguración.

Poco después de las tres, Jake alquiló un coche y se dirigió al aeropuerto.

Alex hizo varias llamadas telefónicas. Había reunido más de un millón de francos en fondos adicionales desde la llamada de madame Genevoix, gran parte de ellos procedente de sus propias inversiones, en un talón que Alain Bourlet había ido a llevarle a su despacho. Por lo visto, Bourlet no había liquidado completamente la cuenta de Alex. En cualquier caso, aunque ahora sólo tenía el equivalente de algo más de un millón de dólares, ningún tapiz medieval se había vendido nunca por tanto dinero.

Fue a casa y preparó una bolsa para el viaje. Tomaría el tren de primera hora a Londres, en lugar del de las ocho y siete minutos de la tarde. Después de revolver en el armario, se decidió por un vestido corto, sin mangas, en seda azul cielo para la inauguración. Se lo puso y se miró en el espejo de cuerpo entero de su vestidor. Le sentaba muy bien, y dejaba ver bastante las piernas. Un look sofisticado pero sexy.

¿Zapatos? Abrió el armario y sacó unos de salón, pero luego decidió que sería mejor unas sandalias de color plata con un tacón altísimo. Casi nunca se las ponía porque eran muy incómodas y, al no poder llevar panties con ellas, se sentía como desnuda; pero la decisión estaba tomada, y cuando se irguió y echó los hombros hacia atrás, pensó: «Sí, señor. ¡Justo lo que quería!».

Alex, su madre y una excitada Soleil tomaron un taxi para ir a la Galerie Genevoix. Justo en la entrada había un tríptico enorme con una escena de la Anunciación con un hermoso joven negro como arcángel, una Virgen María de elegante cuello largo y un unicornio. Estaba pintado en un estilo realista, y gracias a la perfecta combinación de luz y sombras, las formas parecían cobrar vida. Era muy bueno, y Alex sonrió para sí al fijarse en que el ángel llevaba rastas. A pesar de que no había visto la obra hasta ahora, se sentía de algún modo personalmente implicada en su creación.

—Es muy bonito —admiró Sarah.

—Yo quiero ver a monsieur Bowman —pidió Soleil.

Al entrar en la sala principal, Alex admiró los cuadros con una mezcla de emoción y orgullo. ¡Jake lo había conseguido!

El público era el habitual en este tipo de veladas, muchos rostros familiares —mecenas, coleccionistas, artistas diversos, gente como Alex que amaba el arte por el arte—. Echó un vistazo al patio interior, donde unos camareros pasaban con copas y canapés. Madame Genevoix sabía cómo hacer estas cosas. Pero ¿dónde estaba él?

—Allí —gritó Soleil—. ¡Monsieur Bowman!

Alex miró hacia donde señalaba la niña. Sus ojos le encontraron y él sonrió. Alex también. Parecía encantado de verla, y ella de haberse decidido a ir a la inauguración. Jake se les acercó.

Soleil se soltó de la mano de su madre y corrió a saludarlo.

—Estoy muy contenta de verle, monsieur Bowman. —La niña le echó los brazos al cuello cuando él se agachó para abrazarla.

—Y yo de verte a ti, Sunny —sonrió Jake alzando los ojos—. Y también me alegro de ver a tu madre y a tu abuela.

Se incorporó y sonrió nuevamente a Alex.

—Una exposición preciosa —intervino Sarah—. Enhorabuena.

—Gracias por venir.

—Tus cuadros son una maravilla —ratificó Alex—. Sabía que lo conseguirías.

—Significa mucho para mí que hayas venido, Alex.

Se volvió hacia la mujer que estaba a su lado y en quien Alex no había reparado al principio. Le había parecido que estaba solo.

—Alex, quiero presentarte a Rebecca Garrett —anunció Jake— Rebecca, te presento a Alexandra Pellier, su hija Soleil y su madre, Sarah Benoit.

—Ah, sí, la dama del tapiz —repuso Rebecca tendiendo la mano a Alex. Fue un contacto suave, mano de enfermera. Sonrió a Soleil y luego saludó a Sarah.

Alex se quedó pasmada. ¿La dama del tapiz? ¿Eso es lo que era, la dama del tapiz? Trató de sobreponerse ¿Notaría Rebecca que estaba a punto de echarse a llorar? Pero ¿qué había esperado? Sabía que Rebecca venía a París. Era lógico que estuviera en la inauguración de Jake.

Trató de sonreír, de fingir que no estaba fijándose en todos los detalles de aquella mujer, la prometida de Jake Bowman. Era muy guapa, con el cabello rubio natural, no de bote, la piel pálida y ligeramente pecosa. Llevaba un vestido estampado de flores en tonos pastel y una chaqueta fina de color melocotón. Guapa y natural, la clase de mujer que sería una buena esposa y una buena madre.

Y menuda y delicada, lo que hizo que Alex, tan alta como era, se sintiera enorme y larguirucha.

Madame Genevoix se acercó a saludar a Alex y luego dijo algo en voz baja a Jake, quien se disculpó. Soleil estaba intentando llevar a su abuela hacia el patio.

—Por qué no vas entrando, mamá —dijo Alex, y luego le preguntó a Rebecca—: ¿Está disfrutando de su visita a París?

—He llegado esta tarde —respondió Rebecca—. Tengo un poco de jet lag. Aún no sé si creerme que estoy realmente aquí. Y luego todo esto, la exposición.

—Debe de sentirse muy orgullosa.

—¿Orgullosa?

—De Jake, de su trabajo.

—Oh, claro —rio Rebecca. Un poco avergonzada, pensó Alex, de no mostrar más entusiasmo—. Es evidente que su pintura ha ganado en inspiración desde que está en París.

Y entonces Alex se dio cuenta de que Rebecca también trataba de analizarla a ella. ¿Era sólo la dama del tapiz o había algo más?

—Usted y Jake se conocen desde hace mucho —aventuró Rebecca.

—Así es. Estudiamos juntos aquí hace catorce años.

—Para Jake fue una época muy especial.

—Y también para mí.

Rebecca miró alrededor como si buscara una excusa para cortar, para poner fin a tan incómoda situación.

—Bien, ha sido un placer conocerla —dijo finalmente con una sonrisa.

—Lo mismo digo, Rebecca. Le deseo una buena estancia.

—Gracias. Y gracias también por venir.

Rebecca dio media vuelta y se alejó hacia donde Jake había desaparecido en compañía de madame Genevoix. Alex se quedó en mitad de la sala unos instantes, y luego empezó a examinar cuadro por cuadro la obra de Jake. En su recorrido, se sintió a la vez implicada y completamente desligada de lo que veía.

En el patio interior, la gente charlaba y tomaba vino o champán, picando algún que otro canapé. No vio a su madre ni a Soleil. Pasó un camarero. Alex tomó una copa de vino de la bandeja y la apuró hasta la mitad en cosa de segundos. Luego oyó una voz a sus espaldas.

—Alex, ¿qué tal?

Volvió la cabeza. Era la chica asiática.

—Julianna Kimura —se presentó—. ¿Te acuerdas de mí?

Alex asintió con la cabeza, tomó un sorbo de vino, luego otro. ¿Qué le iba a decir, que era imposible no acordarse de ella?

—Alexandra Pellier. —Se preguntó si la sensación de incomodidad no haría sino aumentar conforme pasaran los minutos.

—Sí, ya sé. Bueno, mañana es el gran día, ¿no? La subasta.

—Sí. —Alex se llevó la copa a los labios y comprobó que ya estaba vacía.

Pasó otro camarero con una bandeja. Julianna agarró dos copas y le pasó una a Alex.

—Y hoy es la gran noche para Jake —añadió Julianna.

—Sí, una exposición muy bonita.

Julianna levantó su copa diciendo:

—Por Jake. Presiento que Jacob Bowman va a llegar muy lejos.

De mala gana, Alex levantó también su copa. Julianna miró rápidamente la sala y preguntó:

—Bien, ¿qué opinas?

—Muy bonito.

—No, me refiero a su novia.

Julianna hizo un gesto con la cabeza hacia Jake y Rebecca, que estaban entrando en ese momento. Alex y Jake se miraron. Un pequeño corro de personas rodeaba al artista, que se volvió al hombre que tenía junto a él.

—Es muy guapa —afirmó Alex.

—Guapa, sí —corroboró Julianna—, aunque parece que no tienen mucho que ver el uno con el otro. Fíjate. ¿Tú crees que son felices? ¿Dirías que a ella le emociona estar aquí?

Alex dudó, bebió un poco más. Miró hacia Jake, quien de nuevo desvió los ojos hacia ella mientras seguía hablando con el hombre. Rebecca estaba allí de pie, jugueteando con la correa de su bolso.

—No —reconoció Alex.

—Lo supe aquella noche, que, a propósito, fue de lo más inocente. Había ido a ver a Jake para saber por qué no aparecía últimamente por el estudio. Había estado pintando. Ha trabajado de firme, como se puede comprobar.

Julianna miró a Alex, esperando quizá una confirmación. Alex asintió con la cabeza.

—Tiene mucho talento —afirmó Julianna.

—Desde luego.

—Aquella noche no pasó nada entre él y yo.

—No me debes ninguna explicación.

—Ya, pero alguien tiene que hacer algo. Esa noche me di cuenta de que no era de Rebecca de quien él estaba enamorado. No había más que ver cómo te miró, y cómo te quedaste tú allí quieta sin decir ni pío. Jake está muy enamorado de ti. Y tú de él. Sois los dos muy tontos si no os decidís a hacer algo al respecto.

Alex no supo qué respuesta dar. Apuró el vino que le quedaba.

—Me gustaría seguir mirando los cuadros.

—Buena suerte —se despidió Julianna—. Espero que consigas ese tapiz.

—Muchas gracias.

Alex recorrió de nuevo la galería para admirar los cuadros de Jake. Sí, Julianna tenía razón: Jacob Bowman llegaría lejos.

Tomó otra copa de vino y buscó una bandeja con canapés. Se había dado cuenta de que tomar tres copas con el estómago vacío no era muy buena idea precisamente. En el momento de llevarse la copa a los labios comprobó alarmada que temblaba, no sólo sus manos sino todo su cuerpo. ¿Tendría razón Julianna? ¿Era a ella a quien amaba Jake, no a Rebecca? ¿Y tan tonta era Alex, que no se daba cuenta? ¿O era tan estúpida que no sabía qué hacer al respecto? Hacer, pero ¿qué? ¿Plantarse delante de él, en medio de un montón de gente, incluida Rebecca, y soltarle: «Te amo, Jake, y tú me amas a mí»?

—¡Mamá, mamá!

Alex bajó la vista y vio a Soleil tirando de la mano de su abuela.

—He visto todos los cuadros, son preciosos, y me han dado ponche y galletas.

Alex sonrió al ver el bigote rojo que le había dejado el ponche.

—¿Monsieur Bowman es un artista famoso? —preguntó la niña.

—Si no lo es ya, lo será pronto, Sunny. Jacob Bowman llegará muy lejos.

Alex notó una mano en el hombro. Era madame Genevoix, con una copa de champán en la otra mano.

—Sólo quería darle las gracias —explicó—, por presentarme a Jacob. Sé que la exposición va a ir bien. De momento, la reacción ha sido entusiasta. Incluso hemos vendido dos de los cuadros grandes.

A Alex le pareció que la galerista estaba un poco achispada, por no decir casi borracha.

—Maravilloso. Me alegro mucho.

—Sí, sí, estupendo. —La mujer dio unas palmaditas a Soleil—. ¿Y tú qué opinas?

—Oh, yo también me alegro mucho —respondió la niña.

Alex, su madre y Soleil recorrieron juntas nuevamente la galería, charlando con varios conocidos. Alex buscó a Julianna pero no la vio. Cuando se disponían a marcharse, Sarah propuso felicitar de nuevo a Jake por el éxito de la exposición. Jake estaba al fondo, rodeado de un pequeño corro de personas. Rebecca permanecía a un lado, con cara de querer salir de allí cuanto antes. Alex miró el reloj.

—Deberíamos llevar a Soleil a acostarse. Y yo también debería dormir un poco, si quiero tomar el tren de las seis y treinta y siete a Londres.

Una vez fuera, Alex llamó a un taxi. Subieron las tres, y Soleil se quedó dormida a los pocos minutos.

—Una velada excitante —resumió Sarah.

—Sí.

Continuaron en silencio. ¿Estaba Simone en lo cierto?, pensó Alex. Ella decía que la verdadera felicidad sólo era posible en virtud del amor, y que aun en el caso de que Alex consiguiera hacerse con el tapiz, eso sólo la haría dichosa durante un tiempo. Después de eso vendría otro reto, y luego otro más. La búsqueda constante de la felicidad, del sentirse realizada. ¿Y si no conseguía el tapiz? Pensó en Adèle Le Viste. En todo este proceso, Alex se había sentido de algún modo elegida para incorporar el tapiz al resto de la serie del Cluny, y así proporcionar a Adèle y a su tapissier una segunda oportunidad. Ahora bien, ¿no habría interpretado erróneamente los acontecimientos de los últimos meses?, ¿no se debería todo a un cúmulo de coincidencias? ¿Trataba Adèle de decirle que debía examinar su propia vida con otros ojos? ¿Era Alex, y no Adèle Le Viste, quien disponía de una segunda oportunidad?

—Merci —dijo al taxista cuando llegaron. Metió la mano en el bolso, sacó el dinero y pagó la carrera. Tomó a Soleil en brazos mientras Sarah abría la puerta y echaron a andar hacia el edificio. De repente, Alex se volvió—. Attendez —le gritó al taxista, que había arrancado ya. Corrió hacia el coche y dio una patada suave a la puerta, todavía con la niña en brazos—. S'il vous plaît —volvió a gritar—, attendez!

El hombre giró la cabeza. Al verla, bajó la ventanilla.

—S'il vous plaît, attendez.

El taxista asintió y arrimó el coche a la acera.

Alex vio que su madre meneaba la cabeza. Entraron en el edificio y subieron al piso en ascensor. Alex acostó a Sunny, y fue a por su cartera y la bolsa que había preparado para el viaje. Vació sobre la cama el pequeño bolso que había llevado a la inauguración, eligió algunas cosas y las metió en su bolso de diario.

Sarah estaba en el umbral.

—Me marcho a Londres —explicó Alex.

—No sabía que hubiera un tren a estas horas.

—Antes tengo que ocuparme de varias cosas.

—¿Cosas? —Sarah sonrió.

Alex la besó en la mejilla.

—Te llamaré.

—Buena suerte.

—Gracias, mamá.

El taxista esperaba en la calle, en una zona donde no se podía aparcar. Alex subió al coche y dijo:

—A la Galerie Genevoix.

El taxista la miró por el retrovisor, apagó el cigarrillo que estaba fumando y arrancó.

Cuando llegaron a la Galerie Genevoix, Alex pagó al taxista pero sin esperar el cambio. «¿Estoy loca?», se preguntó mientras iba hacia la entrada. ¿Qué iba a decirle a Jake cuando lo viera?

Quedaba menos gente en la galería, unos cuantos grupitos desperdigados. Alex recorrió las tres salas. Llevaba la bolsa en una mano, la cartera en la otra y el bolso en bandolera. Su aspecto debía de ser ridículo. Jake no estaba por ninguna parte. Tampoco Rebecca. Entonces vio a madame Genevoix charlando en un rincón con un hombre alto y delgado. Alex se les acercó y la galerista le presentó al hombre, pero ella casi no prestó atención.

—¿Y Jake? —preguntó.

—Creo que se ha marchado. Mademoiselle Garrett estaba muy cansada del viaje.

Alex salió de la galería y se encaminó hacia el río. Iba en dirección al Barrio Latino, a la rue Monge, donde vivía Jake. En efecto, se había vuelto loca. Jake se habría marchado para estar con Rebecca, lo más seguro, para festejar que estaban juntos y el éxito de la exposición. ¿Qué iba a hacer Alex, irrumpir allí sin más, ponerse a gritar: «¡No puedes casarte con Rebecca!»? La imagen de ellos dos en la galería le vino de nuevo a la mente. Julianna tenía razón. Jake y Rebecca no pegaban. Ni siquiera se los veía bien juntos. Recordó la imagen de Jake sonriéndole cuando entró, como si Alex y él fueran las únicas personas en todo el mundo.

Siguió el río, cruzó Place Saint-Michel, bajó por el bulevar dejando atrás Saint-Germain y tomó por la rue des Écoles. Quizá debería llamar a un taxi, pensó. Había casi tres kilómetros hasta el hotel de Jake, y no era conveniente andar sola a esas horas, aunque las calles estaban bien iluminadas y todavía había bastante tráfico en la zona. Pero aquellos estúpidos zapatos descubiertos, con el tacón altísimo, eran la cosa más incómoda del mundo. Se los quitó y se detuvo en una esquina a parar un taxi.

Llegó a la calle de Jake, pagó al taxista, se apeó y entró en el edificio. Subió la escalera, descalza, arrastrando la bolsa, con los zapatos y la cartera en una mano, y se plantó frente a la puerta. Entonces, como si se hubiera convertido en otra persona, en alguien mucho más valiente y mucho más segura de sí misma y de sus sentimientos, Alex llamó con los nudillos.

No acudió nadie. Llamó otra vez. Nada. ¿Estarían dentro? ¿Haciendo el amor? ¿O habían salido a celebrarlo? Llamó de nuevo. No obtuvo respuesta. Volvió a bajar. Había llegado tarde. ¿Por qué no se le había ocurrido hacer algo antes? Antes de que Rebecca llegara a París. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Era una tonta integral. Se sentó en los escalones, abrió el bolso, sacó un pañuelo y se enjugó los ojos. Al cabo de un rato se puso de pie, volvió a subir y llamó a la puerta. «Jake —gritó—. Soy Alex. He de hablar contigo». Nada. Seguro que no estaban. Jake habría acudido a la puerta si la hubiera oído aporrearla y gritar. Volvió a sentarse. Le esperaría. Le esperaría sentada a que volviera.

Debió de quedarse dormida. Cuando despertó, eran las cuatro y media. ¿Habría vuelto Jake? ¿Se habrían cruzado Rebecca y él con Alex, sin fijarse en ella? Rio al pensarlo. ¿Tan bajo había caído? Igual que un vagabundo, tirada en los bastos escalones de un hotelucho. Se levantó y se colocó bien el vestido. Todavía podía ir a la subasta. El tren salía dentro de dos horas. Se calzó los zapatos, agarró el bolso, la cartera y la bolsa, bajó a la calle y paró un taxi.

Una vez en la terminal compró el billete, tomó un café y fue al servicio. Se cambió de ropa y de zapatos, se lavó la cara y recompuso su maquillaje. Tras un intento de arreglarse el pelo, volvió a salir, pasó el control de seguridad y entró en la zona de embarque.

Un altavoz anunció que el 9005 estaba a punto de salir, y Alex siguió a la gente que iba hacia el tren. Sacó el billete y miró el número de su asiento. El tren estaba lleno, la gente se apretujaba mientras ella cruzaba el primer vagón. Recorrió el segundo y volvió a mirar el billete. Al guardarlo en el bolsillo exterior de su bolso, levantó la vista y el corazón le dio un vuelco. Allí estaba Jake, sonriéndole.