Capítulo 27

PERO, ¿qué diablos...? —chilló Martinson, empujando al hombre que le había abordado por detrás.

—¿Estás bien, Alex? —preguntó el tipo rechoncho mientras agarraba a Martinson por las muñecas. Entonces ella se dio cuenta de quién era. No le había visto desde hacía diez años, pero habría reconocido su voz en cualquier parte, una voz grave, enronquecida por una grave adicción a la nicotina. Había engordado un poco, aunque siempre había tirado a rollizo, y ya no llevaba aquella barba rala que en tiempos le había dado aspecto de artista hippy. Seguía luciendo bigote, pero ahora bien recortado.

—¿Paul?

—¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza. Martinson forcejeó, y, aunque era mucho más alto que Paul, las manos de éste abarcaban fácilmente las dos muñecas del doctor.

—Suélteme, imbécil. No voy a matarla ni nada. Sólo quiero hablar con ella.

Paul miró a Alex, quien asintió con la cabeza. Soltó a Martinson y éste se enderezó y se ajustó la corbata y las solapas de su chaqueta. Alex soltó una risita extraña, de puro alivio, notando que el nerviosismo que la había afectado durante la última hora se disipaba.

Martinson la miró irritado, y entonces Alex, consciente de que su gesto añadía guasa y dignidad a partes iguales a la estrambótica escena, anunció:

—Doctor Martinson, le presento a un viejo amigo, Paul Westerman. Paul, el doctor Henry Martinson, conservador de The Cloisters, Nueva York.

Paul le tendió la mano, que el otro aceptó reacio.

—Bien —dijo Paul—, pues si quería hablar, hable.

—¿De qué va usted —inquinó Martinson—, de guardaespaldas?

Paul cruzó los brazos sobre su amplio tórax.

—La viene siguiendo desde el convento.

—Y usted a mí —le espetó Martinson.

Curiosamente, Alex no había reparado en ninguno de los dos entre la muchedumbre que había frente al convento, claro que había entrado y salido a toda velocidad.

—La he visto entrar en Sainte Blandine, madame Pellier —explicó Martinson—. Es evidente que tiene usted algo que ver con el tapiz. Se ha hablado de una subasta. Supongo que no habrá tratado de disuadir a las monjas de que hagan lo que más les conviene. —Martinson llevaba traje y corbata pese a que el día no podía ser más caluroso. Una gota de sudor se había formado en su frente—. The Cloisters está dispuesto a ofrecer una cifra cuantiosa por el tapiz. Quisiera tener la oportunidad de hacer esa oferta. Imagino que es usted una mujer que cree en el juego limpio.

Al ver que Alex no decía nada, Martinson añadió:

—No vamos a dejar pasar esta oportunidad sin presentar batalla. —Miró de reojo a Paul—. Y no me refiero a una batalla cuerpo a cuerpo.

—Oh, por supuesto —respondió Paul, meneando la cabeza. Sacó un paquete de cigarrillos y extrajo uno.

—El tapiz lo tiene usted, ¿no? —preguntó Martinson a Alex—. ¿Es la «persona de confianza», el «experto en arte medieval»?—insistió—. Ambas descripciones encajarían en muchas personas. Es evidente que ha estado usted siguiendo la historia de cerca. Hoy había muchos periodistas en el convento, y tengo entendido que las monjas se disponían a dar más información. Tal vez debería haberse quedado.

Alex sabía que Le Journal Parisien lo publicaría todo, y que Martinson tendría tantas oportunidades de adquirir el tapiz como cualquiera, incluido el museo Cluny, pero no quería darle la satisfacción de que lo supiera todavía.

—Le sugiero que lea mañana Le Journal Parisien —contestó Alex, notando una oleada de calor en la nuca.

Paul exhaló una nubecilla de humo que los rodeó a los tres. Martinson carraspeó, se sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo de seda blanco y se enjugó la frente. Luego lo dobló meticulosamente y se lo volvió a guardar, todo esto sin dejar de mirar a Alex. Ella le aguantó la mirada, preguntándose por qué le caía tan mal aquel hombre. Al fin y al cabo, estaba haciendo lo mismo que ella: tratar de conseguir algo por todos los medios. Pero Alex no pensaba darle ningún dato. Ni media palabra.

—Bien, si me disculpan —dijo—, tengo asuntos personales que atender.

—Estoy seguro de que volveremos a vernos, madame Pellier.

Una vez más, Martinson se ajustó la corbata. Luego dio media vuelta y se alejó.

—Un tipo simpático —manifestó Paul mientras le veían doblar la esquina—. ¿Podemos hablar un momento?

—Debo volver de inmediato.

—¿Volver? ¿Adónde, a París?

—No, a casa de mi suegra, aquí en Lyón. —Alex señaló calle abajo—. Mi suegro acaba de morir.

Paul arqueó un poco las cejas, una expresión que a Alex le resultó muy familiar. Westerman siempre había sido muy inquisitivo, jamás aceptaba nada porque sí. Alex supo que se preguntaba qué se traía ella entre manos, persiguiendo tapices cuando su madre política estaba de luto tan reciente.

—Oye, gracias por venir a rescatarme —dijo, dándole un rápido abrazo—. Me alegro de verte, Paul. —Y luego, con otra risita nerviosa, añadió—: Eso creo.

Echó a andar y Paul la siguió, dando una rápida calada a su cigarrillo.

—Bueno, ¿y qué hacías tú en el convento? —le preguntó Alex.

—Llamé a tu casa —respondió Paul con una sonrisa— y me salieron con evasivas. No sabía nada de... de tu situación familiar. —Su expresión se tornó un poco sombría—. Llamé a Jake. Tampoco habló muy claro, de modo que deduje que había gato encerrado. ¿Ves mucho a Jake?

—Sólo de vez en cuando. —Alex no quería hablar de él. No, ni siquiera quería pensar en Jake. Bastantes cosas tenía ya en la cabeza. Paul se esforzaba por no quedar atrás, resoplando al andar—. Eso no te conviene —le dijo Alex, señalando el cigarrillo, pero no aflojó el paso.

—Ya. —Paul tosió—. Bueno, ¿qué es lo que sabes, Alex?

—¿Qué interés tienes tú en saberlo?

—Creo que todos vamos detrás de lo mismo. Tú, yo y el doctor Martinson.

—Puede.

—Un cliente me contrató para que verifique la autenticidad del tapiz. Está muy interesado. Sin verlo, no resulta fácil, quiero decir verificar si es un genuino tapiz medieval similar en estilo a la serie que hay en tu museo.

Paul acompañó el «tu» con una sonrisa impúdica y maliciosa, y Alex no pudo evitar acordarse de las caras raras y los chistes que solía contar cuando eran estudiantes. Recordó asimismo que Paul era muy competitivo. Era un poco el bufón del grupo, pero le gustaba sacar siempre las mejores notas, y si era posible con menciones y matrículas de honor.

—¿Lo han verificado ya? —preguntó Paul—. ¿Un experto o experta en arte medieval? ¿Sí o no, madame Pellier?

Alex continuó andando.

—Como le he dicho a Martinson, te sugiero que leas el...

—Vamos, Alex, hazlo por un viejo amigo...

Habían llegado al bloque de Simone Pellier. Alex señaló hacia arriba.

—Aquí me quedo.

—¿Podemos vernos? —preguntó él. Dio una tremenda calada al cigarrillo y expulsó el humo girando la cabeza.

—Ahora no es buen momento. —Alex tuvo la sensación de que el cerebro le iba a estallar. Tenía que ponerse en contacto con Elizabeth Dorling, hablar con el aboyado de Simone, entrevistarse con el arzobispo... Paul le planteaba un nuevo problema, y eso sin contar al doctor Martinson—. Llámame al Cluny la semana que viene.

Metió la mano en el bolso y sacó una tarjeta de visita. Paul se la guardó en el bolsillo de la camisa.

¿Qué daño podía hacer decírselo ahora?, pensó Alex.

—Y sí, lo han verificado y es auténtico —confirmó—. Saldrá a subasta en Sotheby's el mes que viene. El arzobispo ha accedido a la propuesta de las monjas de vender el tapiz para que puedan quedarse en el convento.

—Y ese tapiz, ¿cuándo se podrá ver?

—El catálogo debería salir a finales de la semana próxima, así podrás verlo antes de la subasta, que será el 13 de agosto.

—¿Es tan exquisito como cuentan?

—Eso mejor que lo decidas tú.

Paul aplastó la colilla en la acera.

—Un placer verte de nuevo, Alex. Siento lo de tu suegro. Bien, te llamo la semana próxima...

Se quedó allí parado como si estuviera esperando algo más. ¿Un visionado para él solo, quizá? Sabía que ella había visto el tapiz; más aún, probablemente sabía que lo tenía ella. Pero, de repente, Alex cayó en la cuenta de algo que había estado tratando de apartar de su mente desde hacía veinticuatro horas: ahora mismo, no sabía dónde estaba el tapiz.