Capítulo 33
ALEX se quedó en medio del pasillo, paralizada.
—Buenos días, Alex.
—Jake, ¿qué haces aquí?
Bregó con sus bolsas y dejó una en el suelo, tratando de peinarse rápidamente con los dedos. Debía de estar horrible, pero él la contemplaba sin dejar de sonreír, como si fuera una visión.
Un hombre corpulento, que llevaba una bolsa pequeña, trató de abrirse paso. Alex no se movió.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó de nuevo.
—¿No es éste el tren que va a Londres? —repuso Jake.
El hombre corpulento pidió disculpas con una voz profunda mientras apartaba a Alex, empujándola contra el asiento. Jake tomó la bolsa y le indicó que se sentara, luego la atrajo de la mano hacia el asiento contiguo al de él mientras la gente avanzaba por el pasillo.
Jake le dio un beso. Y ella lo besó a él. Siguieron besándose mientras el tren arrancaba y salía de la terminal.
Alex estaba temblando. Luego se echó a reír.
—¿Qué diablos haces aquí? ¿Y estos besos, eran de saludo o de despedida? —Le agarró del brazo, en un intento de recobrar la compostura—. ¿Por qué? —Meneó la cabeza, tratando de aclarar sus ideas—. ¿Por qué estás aquí? —Le soltó el brazo y miró a su alrededor—. ¿Y Rebecca?
—En su hotel.
El tren aceleró por la vía. Una familia que iba en el asiento de delante —un padre, una madre y un niño pequeño— se acomodó ruidosamente.
—¿En París? ¿Llega tu prometida de Estados Unidos y tú te vas a Londres al día siguiente?
—Lo hemos dejado.
—¿El qué?
—Hemos roto. Supongo que ya lo hicimos cuando tomé la decisión de venir a París. Ha sido de mutuo acuerdo.
—¿La has dejado sola en París?
—Matthew y Julianna se la llevarán a ver la ciudad este fin de semana. No estará sola.
Alex se lo quedó mirando.
—¿Por qué ha venido si ya no estáis juntos?
—Teníamos que hablar. Además, no podía devolver el billete. —Sonrió—. Y... esta noche, en la exposición... Rebecca se ha dado cuenta... ha dicho que era evidente.
—¿Evidente? ¿El qué?
—Que lo nuestro había terminado.
—¿Y te vienes a Londres? —Alex no se atrevía a creer lo que esto podía significar—. ¿Por qué?
—Pensaba ir a una subasta. Tu madre me dijo que te habías marchado hacía horas. Ha sido una sorpresa encontrarte en el tren.
—Y que lo digas. ¿Así que has hablado con mi madre?
—¿Dónde estabas? —preguntó Jake.
Una mujer joven se detuvo en el pasillo, examinó su billete y se lo enseñó a Jake y Alex, señalando el número de su butaca. Jake alargó la mano y sacó el billete del bolso de Alex. Se lo cambió a la mujer que esperaba.
—Ma femme —le explicó—, s'il vous plaît?
La mujer se sobresaltó, pero examinó el billete que Jake le había dado. Lo miró a él, luego a Alex. Sonrió y siguió su camino meneando la cabeza y abanicándose con el billete.
—Conque tu mujer ¿eh?—dijo Alex—. ¿Y nos vamos a Londres?
Jake asintió.
La familia se había instalado por fin. La madre sacó una bolsa de papel marrón, y un olor a cítrico llenó el aire del vagón. Le pasó un gajo de naranja al niño, que estaba de pie en el asiento, mirando hacia Alex y Jake.
Alex notó que el corazón le latía muy deprisa. Todo su cuerpo le parecía raro y estúpido, como si de repente pudiera echarse a reír como una tonta sin control. Miró por la ventanilla. El primer sol iluminaba los edificios mientras cruzaban la ciudad. Después miró a Jake para cerciorarse de que todavía estaba allí. Sí, allí estaba, e iban camino de Londres. Los dos juntos.
—Dímelo otra vez —pidió Alex, sonriendo como una cría, y poniéndose seria después—. Dime, Jake, ¿por qué estás aquí?
La madre de delante se disculpó, «Pardonez-nous», e hizo sentarse otra vez al niño.
—Pensé que quizá me necesitarías —respondió Jake.
—¿A ti?
—Sí, Alex, «a mí». A la gente le pasa. No está considerado una flaqueza el hecho de necesitar a alguien.
—Ya, bueno, supongo —Alex amagó una sonrisa.
—¿Dónde estabas tú? —preguntó Jake—. ¿Dónde has estado toda la noche?
Ella dudó un momento antes de responder.
—Sentada en la escalera de tu hotel.
Jake no pudo disimular su sorpresa.
—Tenía que decirte algo.
—¿Qué tenías que decirme?
—Quería decirte... Quería decirte que te quiero.
—Pero yo no estaba en mi habitación...
Alex negó con la cabeza.
—O sea que no has podido decírmelo.
Ella negó otra vez con la cabeza, mientras las lágrimas le caían por el rostro.
—¿Y todavía...?
—Sí —confirmó ella—. Te quiero.
Él le tomó la cara con sus manos y la miró a los ojos como si pudiera ver en su interior.
—Yo también te quiero, Alex —le secó una lágrima de la mejilla—. Esta noche lo he visto muy claro. Estaba allí, en la galería, era el centro de toda la atención. Pero sabía que faltaba algo. Lo supe en cuanto te vi entrar... —La besó otra vez, y susurró—: No dejaré que te me escapes otra vez, Alex. Te lo prometo.
Durante el resto del viaje estuvieron abrazados, besándose y acariciándose como habían hecho muchos años antes, cuando eran estudiantes, en la sala del televisor de la pensión. Hablaron de la subasta del tapiz. Alex le contó que Martinson y Paul la habían seguido desde el convento, y que ambos tenían intención de quedarse con el tapiz. Jake le habló de Gaston Jadot, de la posibilidad de que el viejo hubiera sido indirectamente responsable de que el arzobispo se enterara del descubrimiento. Alex dijo que no tenía importancia, y luego le explicó lo del dinero de los Genevoix. Jake lo sabía y deseaba poder hacer algo. Sin embargo, Alex aún confiaba en conseguir el séptimo tapiz pues contaba con más dinero del que nunca habían pedido por una obra de esa época en una subasta. Luego le contó lo que Simone había dicho sobre la verdadera felicidad.
—¿Crees que serías feliz aunque el tapiz se lo llevara otro? —preguntó Jake.
Alex dudó un poco. Le habló de Adèle Le Viste (no había compartido con nadie sus pensamientos sobre ella), y de que a veces tenía la impresión de que la joven le hablaba; no con palabras, no, sino proporcionándole una sensación repentina de calma.
—Siempre he pensado que trata de decirme que, pese a todos los obstáculos, yo conseguiré el tapiz, y que de este modo ella y su amado volverán a reunirse. Pero luego, hace unos días, lo comprendí. Quizá he interpretado mal los motivos de lo que estaba pasando, si es que existen motivos para que las cosas pasen. ¿Es Adèle quien ha hecho que yo mire mi propia vida desde otra perspectiva? Si existe una pauta para lo que ha sucedido estos meses, ¿no iba destinada a mí, para que me diese cuenta de lo que es la felicidad?
—¿Y qué es la felicidad?
—Ahora me siento feliz, contigo.
—Pero ¿y si no consigues el tapiz?
Alex miró por la ventanilla, estaban dentro del oscuro túnel. Pronto estarían en Londres. Miró a Jake y contestó:
—Todavía no quiero pensar en esa posibilidad.
Llegaron a la estación de Waterloo a las ocho y cuarenta y seis de la mañana. La subasta de muebles y tapices franceses e italianos estaba programada a las diez. El tapiz del unicornio era el lote número 233, y Alex comentó que no saldría hasta la tarde, pero que quería llegar con tiempo, ver la gente que asistía, buscar un asiento al fondo de la sala para controlar quién pujaba. A eso de las nueve, tomaron un taxi al centro de la ciudad.
Jake nunca había estado en una casa de subastas de arte tan prestigiosa. De niño, había asistido a subastas de ganado con su padre, en Montana, y lo había pasado muy bien. Mientras explicaba cómo era aquello de las subastas de animales, Jake trató de ponerle salsa imitando el ritmo endiablado del subastador. Alex se rio, cosa que hizo que él se sintiera bien. Aunque en el tren parecía que ella se había tranquilizado un poco, no bien habían puesto el pie en Londres, se la veía otra vez crispada, con los nervios a flor de piel.
Jake le contó que en la subasta de ganado él ni siquiera supo si su padre compraba algo o no. Después, al preguntárselo, se enteró de que su padre había comprado varios cientos de reses. Cuando le preguntó cómo lo había hecho sin que él se enterara, su padre se llevó la mano al sombrero Stetson y lo tocó ligeramente para enseñarle cómo se hacía.
—¿Aquí también se hace de esta manera? —preguntó a Alex—. Si resulta que me rasco la nariz en el momento clave, ¿habré comprado un valiosísimo tapiz medieval?
Alex rio.
—Oh, Jake. ¿Lo harías? ¿Me comprarías ese tapiz?
—Si eso te hiciera feliz, y pudiera, sí, desde luego.
Alex sonrió y explicó:
—Funciona de manera muy parecida a lo que cuentas de Montana. Igual que el subastador de ganado, que debía de saber quiénes estaban dispuestos y en situación de comprar, Sotheby's conoce sin duda a los posibles compradores, ya sean marchantes, museos o coleccionistas. Tratándose de una pieza única como el séptimo tapiz del unicornio, supuestamente sabrán de antemano quiénes serán los principales postores. En definitiva, sí, se puede hacer una puja con sólo tocarse el sombrero o inclinar la cabeza.
—Entonces tú sabes quiénes van a pujar, ¿no?
—El Cluny, naturalmente.
Jake asintió con la cabeza.
—Ferguson, del Victoria & Albert; Martinson, de The Cloisters... Estoy segura de que toda esa publicidad habrá atraído a un montón de coleccionistas privados, entre ellos Paul Westerman.
—Oh, sí, Paul.
Alex pareció relajarse de nuevo mientras hablaban, pero al poco rato, al llegar a New Bond Street, donde estaba la casa de subastas, Jake pudo oírla tragar aire por la boca.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Estaba rezando una última oración a santa Adèle —rio Alex.
El taxi paró delante de Sotheby's.
—Bésame otra vez —pidió ella—. Jake, por favor, dame otro beso.
Jake la atrajo hacia sí y no dejó de besarla hasta que el taxista carraspeó un poco, por segunda vez.
Entraron en el edificio. Una mujer de traje oscuro sentada a una mesa a mano izquierda los saludó. Alex sonrió con una inclinación de cabeza. Jake dijo: «Buenos días». Recorrieron un amplio pasillo, cruzaron un pequeño salón de té y subieron por la escalera hasta la segunda planta.
Debido a la publicidad suscitada por la subasta, era preciso pagar entrada. Alex había reservado dos, pensando que madame Demy tal vez querría asistir. La directora había declinado la invitación, cosa que no sorprendió mucho a Alex a tenor de la actitud inexplicablemente distante que su jefa había adoptado desde el principio en relación con el tapiz.
—Quizá lo considera un asunto que te compete sólo a ti —aventuró Jake—. Quizá quiere que te atribuyas todo el mérito cuando el tapiz esté expuesto en el Cluny.
—No lo veo claro —repuso Alex—. La directora siempre ha sido muy reservada con sus sentimientos.
Se accedía a la galería principal por una puerta de doble hoja en madera maciza y relucientes herrajes de latón. Jake firmó el libro de registro que había en la antecámara y le dieron una paleta con un número. Alex le había explicado que, como el acceso era sólo mediante entrada, Jake tendría que inscribirse, cosa que hizo mostrando un simple documento de identidad. Le sorprendió que fuese tan sencillo entrar.
—Bien, ahora ya puedes pujar —manifestó Alex. Como habitual de la casa, ella no tuvo que rellenar la tarjeta de acreditación.
Faltaban pocos minutos para las diez cuando entraron en la galería donde iba a tener lugar la subasta. La sala era inesperadamente pequeña, bien iluminada, con una decorativa claraboya y luces a lo largo y ancho. Tres podios de madera ocupaban la parte frontal; dos pequeños, provistos de ordenador, y uno grande y más adornado que parecía un púlpito, y donde, según le explicó Alex, pronto se colocaría el subastador. En el pasillo de la derecha se veía otro estrado, ancho y alto, con capacidad para tres personas. El resto de la sala estaba lleno de sillas plegables puestas en hilera. Alex dejó su bolsa y su cartera en sendos asientos cerca del fondo.
Una cacofonía de voces reinaba en la estancia, una mezcolanza de conversaciones de pequeños grupos de gente, un indescifrable popurrí de idiomas diferentes. Los hombres iban en su mayoría con traje, así como muchas de las mujeres. Las había vestidas de manera más informal, si bien otras iban cargadas de joyas (para lucir pieles hacía demasiado calor). Ninguna llevaba esos sombreros de enorme ala que Jake había visto en las películas. Paul no había llegado aún, por lo visto, y Jake no reconoció a ninguna de las personas que le habían presentado en la exposición de tapices del Grand Palais.
—Martinson —susurró Alex, haciendo un gesto hacia la puerta.
El doctor Martinson se les acercó.
—Bonjour, madame Pellier —saludó—, y monsieur...
Por su cara de perplejidad, a Jake no le cupo duda de que no recordaba su apellido, si es que se acordaba siquiera de su cara. Le tendió la mano.
—Jake Bowman. Nos conocimos en París, y coincidimos de nuevo en Sainte Blandine.
—Ah, sí —repuso Martinson estrechándole la mano con escaso interés. Luego miró el reloj—. La subasta está a punto de empezar.
Alex asintió con una sonrisa.
—Será mejor que nos sentemos —afirmó.
Martinson se la quedó mirando un instante y luego dijo:
—Oui. Bonne chance.
Dio media vuelta y fue hacia el centro de la sala, donde encontró una silla vacía.
—Bonne chance? —repitió Alex en voz baja mientras se sentaban—. Martinson va a necesitar algo más que buena suerte. Santa Adèle nunca permitirá que él se haga con el tapiz.
Sonrió, y Jake también.
El subastador, de traje oscuro y corbata con rayas rojas, era un individuo alto y anguloso. Subió al estrado a las diez en punto. Cayó el martillo y la venta dio comienzo.
Los primeros lotes eran muebles italianos antiguos, que en su mayoría adquirieron varios caballeros sentados en las primeras filas. Alex le explicó a Jake que eran todos anticuarios. Él iba siguiendo los artículos en el catálogo que Alex le había dado poco después de sentarse. El subastador señalaba aquí y allá.
—Oh, sí, el caballero sentado junto al pasillo, con la corbata de cuadros escoceses... ¿ha dicho 30.000 libras...? ¿va usted a mejorar la puja, lord Wilmington?
Los ojos de Jake iban del catálogo al subastador, del subastador a los licitadores, tratando de ver quién hacía cada puja y en qué medida se acercaba el precio final al de apertura que constaba en catálogo. De vez en cuando miraba al tablero electrónico que se encontraba detrás y un poco más alto que el subastador. Los precios aparecían en el tablero desglosados en libras, dólares y euros.
En algunos casos, la cosa parecía estar sólo entre dos postores. En otros, el artículo en cuestión provocaba cierta competencia entre varias personas situadas en distintos puntos de la sala. Cuando las pujas languidecían, el subastador intervenía para suscitar algo más de interés y que la subasta no decayera. «Un excelente artículo, este maravilloso espejo del siglo XVII en madera tallada recubierta de pan de oro. Fíjense en la perfección de estas hojas de acanto finamente labradas, creo que he oído 6.000 libras por esta obra de arte...». En ocasiones, después de una puja, la cantidad ascendía en cuestión de segundos. Más de una vez, Jake no pudo determinar quién se había llevado el gato al agua cuando el subastador dio el martillazo final y pasó al siguiente artículo.
A las doce se anunció una pausa; la subasta se reanudaría a las dos y media.
Alex y Jake salieron a almorzar. Ella pidió un sandwich pero fue incapaz de comer, limitándose a ver cómo Jake se zampaba rápidamente el suyo. Alex propuso ir a dar una vuelta. Hablaron poco, aparte de comentar lo que veían en los escaparates: joyas, ropa de marca, antigüedades, reproducciones de arte... Jake pensó que esto era lo que Alex quería: no hablar del tapiz ni de nada importante. Él tenía ganas de decirle muchas cosas, se sentía flotar por el mero hecho de estar con ella, pero se guardó para sí los sentimientos y las sensaciones que gritaban en su interior. Poco después de las dos regresaron a la casa de subastas.
Al entrar en el edificio, una voz grave, conocida, los llamó.
—¡Jake, Alex!
Era Paul Westerman, quien se les acercaba jadeando, sin resuello.
Alex le dio un abrazo y Jake y él se estrecharon la mano.
—Llegas tarde —bromeó Jake—. Alex y yo hemos comprado el tapiz esta mañana.
—Oh —sonrió Paul—, ¿ahora formáis equipo?
—No se trata de eso. —Alex se colgó del brazo de Jake—. Somos él y yo, nada más.
—¿Él y tú? —Paul ensanchó su sonrisa. Miró a Jake—. ¿Ella y tú? ¿Al fin juntos, después de tantos años...? —Miró otra vez a Alex.
—Sí —confirmó ella, y sonrió—. Juntos por fin.
—Estupendo —afirmó Paul—. Me parece estupendo —repitió mientras iban hacia la escalera—. Es una verdadera lástima que tenga que aguaros la fiesta, porque me voy a quedar el tapiz. —Rio.
—Eso ya lo veremos —replicó Alex, sonriente.
Entraron en la sala de subastas y Alex y Jake volvieron a sus asientos. Paul se quedó de pie al fondo. Por lo visto había ido llegando más gente, y ahora en la pequeña galería no cabía ni un alma. Alex le dijo a Jake que había periodistas de París y de Lyón.
El subastador volvió a empuñar su martillo a las dos y media en punto. La primera hora fue para el resto de muebles y objetos decorativos. Hacia las tres y media salió a subasta el primer tapiz, de hecho un fragmento que representaba una escena de caza. La pieza, según el catálogo, medía tres metros noventa por tres veinticinco y formaba parte de un tapiz de grandes dimensiones. Los desperfectos podían observarse a simple vista, y había sido restaurado en varias ocasiones. Salió por 9.000 libras, un precio a medio camino del estimado por el catálogo.
Le siguió un tapiz flamenco de tema histórico y a continuación uno paisajístico de finales de la época Luis XIV. Mientras escuchaba, Jake se dio cuenta de que los colores del tapiz del unicornio eran mucho más vivos, intensos y bien conservados, y de que se trataba efectivamente de una pieza única y valiosísima. Lo que se estaba subastando eran mayormente fragmentos de piezas más grandes; incluso los que estaban completos se veían gastados y como apagados, y el catálogo daba fe de sus sucesivas restauraciones. Jake miró de reojo a Alex. Quedaban sólo tres lotes para el tapiz del unicornio. Le tomó la mano. Ella sonrió, pero Jake notó en su apretón lo tensa que estaba.
Cuando presentaron el Aubusson que estaba en la lista antes que el unicornio, Alex le soltó la mano y le dio un beso en la mejilla. El martillo volvió a caer. Y entonces apareció el majestuoso, grande y bello tapiz rojo. Se oyeron exclamaciones entre el público.
En comparación con las piezas anteriores, era patente lo milagrosamente bien conservado, lo maravillosamente diseñado y tejido que estaba. Jake se dio cuenta de que hasta unos días antes, nadie más de los presentes había visto el tapiz. Sólo Alex y él. Ella le miró, un poco más relajada ahora, como si estuviera pensando lo mismo que él, como si la aparición del tapiz creado por la unión de dos personas que se habían amado tanto pudiera llevar sosiego a un hombre y una mujer al cabo de cinco siglos.
La puja empezó con mesura y muy por debajo del precio mínimo calculado por el catálogo. El subastador, que había mantenido el tipo durante la primera parte de la subasta, parecía ahora visiblemente emocionado por la belleza de la obra subastada, y de vez en cuando tartamudeaba al intentar describirla. ¿Acaso hacía falta decir algo?
Los primeros en pujar fueron el grupo de delante, los que Alex había identificado como anticuarios. Cuando las cifras alcanzaron el nivel medio de los precios previstos, la gente de los museos —al menos a los que Jake recordaba haber sido presentado y en los que Alex le había hecho fijarse antes— empezaron a hacer señas con la cabeza y a levantar manos y paletas para hacer sus pujas. La cosa iba en serio. Por su parte, el subastador había dejado de extenderse en la descripción del tapiz.
—Sí, tengo ahora doscientas mil del Met, doctor Martinson. ¿He oído doscientas veinte?
Alex levantó la mano.
—Madame Pellier, del Cluny. —El subastador inclinó ligerísimamente la cabeza—. ¿Quién ofrece dos treinta?
Alguien lo hizo desde el fondo. Jake volvió la cabeza y adivinó, por la sonrisita, que se trataba de Paul.
—Tenemos doscientas treinta, damas y caballeros. ¿Quién ofrece dos cuarenta?
Martinson hizo una seña.
—Sí, dos cuarenta del Met. ¿Dos cincuenta?
Alex levantó la mano.
—Doscientas cincuenta del Cluny. ¿Dos sesenta?
El ambiente se fue animando rápidamente. Una puja del delegado del Victoria & Albert a dos sesenta, luego Martinson dos setenta, Paul dos ochenta, después Alex dos noventa. Otra puja más desde el fondo. Como Alex había dicho, el subastador sabía muy bien quiénes iban a licitar, y los llamaba por el nombre, nada de «el de la corbata a cuadros» o «la dama del pasillo». Pronto se alcanzaron las 360.000 libras, el precio más alto según el catálogo. Por lo que le había dicho Alex, Jake sabía que contaba con algo más de un millón de dólares, y que ningún tapiz había sido adjudicado por tanto dinero. Sabía asimismo que, en libras esterlinas, y sumando la comisión, Alex podía pujar hasta 560.000 mil libras.
Hubo una oferta desde el pasillo, un hombre calvo de mediana edad que, como Alex le había informado antes, era representante de la casa de subastas y actuaba en nombre de alguien que estaba pujando por teléfono. Esto quitaba dramatismo a la puja en directo, al no ser posible determinar quién competía.
—Tenemos tres setenta —anunció el subastador—. ¿Alguien da tres ochenta?
Martinson hizo una seña con la cabeza y Jake le oyó gruñir por lo bajo.
—¿Tres noventa? —El subastador miró primero a Alex y luego al fondo de la sala—. Sí, mister Westerman tres noventa. —Miró hacia Martinson y luego a Alex. El número de postores había disminuido considerablemente. El subastador miró ahora al hombre que representaba al postor telefónico. El hombre asintió—. Tenemos cuatrocientas mil —anunció—. ¿Alguien ofrece cuatro diez?
Martinson levantó la mano.
—Cuatro diez. ¿Va a mejorar la puja, madame Pellier?
Alex asintió.
—Cuatrocientas veinte del Cluny. ¿Cuatro treinta? ¿Cuatrocientas treinta mil, mister Westerman?
Jake miró hacia atrás y vio que Paul negaba con la cabeza. Se había rendido. Ahora sólo quedaban Martinson, Alex y el postor misterioso.
—Cuatro veinte. ¿Alguien ofrece cuatro treinta?
Otro gruñido de Martinson.
La cosa siguió así hasta llegar a 520.000 libras.
Jake sabía que se estaban acercando al final, que Alex no podía seguir pujando mucho más.
—¿Quinientas treinta?
Alex levantó la mano. Estaba tan pálida, que su cara era casi blanca; posiblemente se había dado cuenta por primera vez de que el tapiz se le podía escapar de las manos.
—Quinientas treinta del Cluny. ¿Doctor Martinson?
—Cinco treinta y cinco —gruñó Martinson, reduciendo el incremento a la mitad. Jake se preguntó si estaban cerca del remate.
—¿Cinco cuarenta? —El subastador miró hacia el pasillo. El hombre asintió con la cabeza. Lo mismo hizo el subastador—. Tengo cinco cuarenta.
Con la mano izquierda, Alex tocó el brazo de Jake. Temblaba violentamente, aunque, cuando levantó la mano derecha, lo hizo con firmeza y temple.
—Quinientas cuarenta y cinco.
—El Cluny ofrece 545.000 libras. —El subastador volvió a mirar al hombre del pasillo y luego a Martinson—. ¿Qué dice el Met?
—Cinco cincuenta —dijo Martinson, esta vez sin gruñido.
—¿Cinco cincuenta y cinco? —preguntó el subastador, dirigiendo nuevamente la vista hacia el pasillo. Jake miró también. El hombre parecía estar conferenciando por teléfono con el cliente. Hizo un gesto de asentimiento.
—¿Quiere mejorar, el Cluny?
—Cinco sesenta —afirmó Alex.
El subastador miró a Martinson, que estaba muy rígido en su silla.
—¿Cinco sesenta y cinco?
Martinson asintió con la cabeza y luego miró a Alex, que tenía la vista fija en el tapiz.
Jake supo que había llegado a su tope.
Se hizo el silencio y transcurrieron unos segundos antes de que el subastador preguntase:
—¿Alguien da más? —Miró al hombre del pasillo. Nada. ¿Se habría rendido el postor misterioso? El subastador miró a Alex, inmóvil en su silla; tampoco dijo nada.
—¿Es todo? —preguntó el subastador.
Al cabo de unos segundos, se oyó la voz del intermediario del postor invisible: «Cinco setenta».
—¿El Met va a mejorar la oferta?
Martinson miró alrededor, como si en alguna parte estuviera escondida la persona que pujaba contra él. Jake no supo adivinar si se le había terminado el dinero o si sólo estaba enojado. El silencio se eternizó.
Entonces, Jake hizo algo que ni él mismo pudo creer. Levantó su paleta, como habría hecho un aficionado. La levantó bien alto mientras el subastador lo miraba con incredulidad. Alex se lo quedó mirando también.
—Cinco setenta y cinco —exclamó Jake con voz ronca.