Capítulo 11

DURANTE los primeros quince minutos, Alex no mencionó para nada los tapices. Hablaron de Soleil, de los Pellier, los suegros de Alex, que Jake había conocido momentos antes de partir.

Alex le preguntó por su trabajo. Él le explicó que le estaba costando mucho entrar en el cuadro y que no acababa de entender por qué. Ella trató de darle ánimos diciendo que ya le saldría.

Jake sacó una naranja de la bolsa que le había preparado Marie, la peló y ofreció una porción a Alex, que rechazó con un gesto de cabeza.

—Estoy convencida de que la Adèle de los dibujos tuvo algo que ver en el diseño de los tapices. Lo estuve meditando a fondo, mientras volvía ayer del convento, luego mientras esperaba que llegase tu tren y esta noche mientras trabajabas. No dejaba de acordarme de otra cosa que descubrí en el convento, como si las dos estuvieran ligadas.

—¿Otro descubrimiento? —Jake se limpió la barbilla y los dedos pegajosos con una servilleta.

—Un poema que encontré la semana pasada cuando estuve en Sainte Blandine. Era muy extraño, pero en ese momento no me pareció que fueran más que unos versos románticos. Por el vocabulario y el pergamino, daba la impresión de ser muy antiguo, la tinta estaba tan difuminada que algunas partes apenas se podían leer. Contaba la historia de un tejedor de tapices y una joven. Una historia de amor.

—¿La historia de Adèle?

Alex se encogió de hombros.

—No sé... primero un poema sobre una joven y un tejedor de tapices... luego estos dibujos... posiblemente relacionados con el diseño de un tapiz del siglo XV... El poema era difícil de traducir y algunos fragmentos estaban rotos o descoloridos, faltaba la parte inferior de la primera página. Trato de recordar lo que decía, pero me cuesta. Parecía aludir a un amor no correspondido, la mujer iba a la casa de las mujeres que amaban al Señor, lo que yo interpreté como el convento.

—¿Una triste historia de amor, chica ama a chico, no es correspondida y termina en un convento?

—Creo que por ahí van los tiros.

—Y el devocionario, los dibujos, ¿cómo es que llegaron al convento?

—Yo creo que Adèle debió de llevarlo consigo. No sé si los dibujos son anteriores a su entrada en el convento o fueron realizados mientras estuvo allí.

—Pero tú estás convencida de que diseñó los tapices, ¿no?

—Sí.

—¿Escribió también el poema?

—Eso creo. Estaba escrito en tercera persona, pero yo tuve la impresión de que se trataba de Adèle.

—No es por aguarte la fiesta, pero ¿no te parece extraño que fueras al convento y que el poema, y estos dibujos, cayeran en tus manos así como así?

—En realidad, el poema no cayó en mis manos —rio Alex—. Me dio de lleno en la cabeza.

—Bueno, de vez en cuando... —empezó Jake, y se rio también— no viene mal un buen coscorrón.

—Supongo que sí. —Alex sonrió, pero su tono era serio—. Si averiguamos quién es esta mujer, tal vez encontremos algún dato sobre un posible séptimo tapiz.

—¿Y cómo piensas averiguar quién es, o era, esta misteriosa mujer?

—Tengo un plan —aseguró Alex—. En la biblioteca del convento encontré un libro, bueno, un registro de Sainte Blandine. Era un documento con información sobre las monjas que vivieron y murieron en el convento durante el último siglo.

—Muy interesante, pero si la mujer tuvo que ver con el diseño del tapiz, es decir, si no fue una imitadora de tiempos recientes, ¿no tendrías que buscar un registro del siglo XV?

—Exacto —respondió Alex—. Según el inventario, hay cinco volúmenes. Eso parece indicar que el registro se remontaría a los orígenes del convento, a su fundación.

—¿Viste esos otros libros?

—No, pero tampoco los busqué. Estaba allí como representante del museo y esos registros carecían de valor artístico. La historia me pareció interesante, quiero decir que las monjas hubieran llevado un registro, pero no podía permitirme perder tiempo con algo que sólo despertaba mi curiosidad.

—¿Hoy también vas como representante del museo?

—Sí, claro.

Guardaron silencio un rato. Jake abrió un paquete de queso, cortó unas lonchas y colocó dos encima de un trozo de pan. Se preguntó si había insultado de nuevo a Alex. Primero sugiriendo que ella pretendía robar los dibujos, después que su doble descubrimiento era demasiada coincidencia, y finalmente apuntando que ponía sus propios intereses por encima de los del museo.

—Mientras estabas trabajando —dijo Alex minutos después—, he tratado de calibrar la importancia del segundo dibujo. Creo que no sabemos exactamente lo que simbolizan los seis tapices del Cluny, de modo que eso sí sería un gran logro: averiguar lo que habría podido significar un séptimo tapiz.

Jake no dijo nada. Alex parecía estar hablando sola, en voz alta.

—He investigado a fondo sobre el unicornio en el arte medieval —siguió.

Parecía prestar poca atención a la carretera. Jake se había ofrecido a conducir, pero Alex había dicho que irían más rápido si conducía ella, y que quizá Jake querría dormir un poco ya que había estado en vela toda la noche. Aparte de los coches que habían encontrado al salir de Lyón, el tráfico era muy fluido. Jake contempló por la ventanilla un rebaño de vacas charolesas que pacía en la ladera. El motor del coche zumbaba. Sí, ahora le estaba entrando mucho sueño. Se preguntó cómo estaría ella, al fin y al cabo también había pasado la noche despierta, pero no parecía cansada en absoluto.

—A veces se representa el unicornio junto a la doncella desnuda, no vestida —continuó—. No está claro si es un elemento erótico o no. Ciertas interpretaciones del uso simbólico del unicornio en el arte medieval consideran este animal mítico un símbolo de pureza, castidad y amor divino. La doncella, por su parte, simboliza la Virgen María. Vírgenes, pureza, castidad eran palabras mayores en el arte del medievo.

Alargó la mano e intentó arrancar un trozo de pan.

—Tú conduce —dijo Jake, señalando hacia la carretera—. Ya te lo preparo yo. —Separó un trozo de pan y se lo pasó—. ¿Queso?

—No, gracias. —dio un mordisco—. La representación de la figura masculina... generalmente, cuando aparece una sola figura masculina con la doncella y el unicornio, se trata del arcángel Gabriel. El arte medieval, e incluso el del Renacimiento, solía incluir el unicornio en escenas de la Anunciación, donde representaba a Cristo y la castidad. Algunos han sugerido que los tapices del Cluny tienen este sentido simbólico.

—Pero en ninguno de los tapices aparece un hombre.

—A menos que...

—¿...que haya otro tapiz?

Alex asintió con la cabeza.

—¿Crees que el dibujo tiene algún tipo de significado religioso? —preguntó Jake.

—La interpretación religiosa del unicornio en la serie del Cluny es intrigante. Siempre me ha fascinado el múltiple simbolismo del arte medieval. Pero el caballero que aparece en el dibujo... y el hecho de que ella esté desnuda... —Alex se frotó la sien como si pensar con tanto ahínco le hubiera producido jaqueca—. Recuerdo una miniatura de un bestiario inglés del siglo XIII, donde estaban representados el caballero, el unicornio y la doncella desvestida. Traté de encontrar algo en la biblioteca de Pierre y Simone, alguna reproducción de la obra. Los Pellier siempre han tenido una gran biblioteca, con una sección dedicada a temas medievales, pero no pude encontrar nada.

Volvió a quedarse absorta en sus pensamientos, pasándose los dedos por el pelo y masajeándose la sien izquierda.

—En la Camera del Perseo del Castel Sant'Angelo, en Roma —continuó—, hay frescos donde aparecen doncellas desnudas o semivestidas, con los pechos descubiertos, retozando con los unicornios y acariciándoles el cuerno, seduciendo a las bestias, en fin, engatusándolas para que se suban a su regazo. El cuerno adquiere un simbolismo claramente fálico, como sucede a menudo cuando dejamos de lado la interpretación religiosa de la Edad Media. Estos frescos en concreto se hicieron hacia 1545 y se atribuyen a Pierino del Vaga, un alumno de Rafael.

—Interesante —replicó Jake. Vaya, Alex era toda una erudita: fechas, nombres, todo. Esa conversación lo estaba animando otra vez. No se había imaginado que la mujer de El tacto estuviera acariciando el cuerno del unicornio. Se preguntó si Alex estaría jugando un poco con él, con la excusa del arte—. De ahí debe de venir la palabra «cornudo», ¿no? —dijo, y se rio. Alex rio también. —Mientras buscaba en la biblioteca de Pierre y Simone —siguió, otra vez seria—, encontré un libro de literatura medieval. El decorado del jardín es un tema recurrente. La doncella y su amado se ven siempre allí, es un lugar de cita clandestino. De hecho, ése era el escenario del poema que encontré en el convento. Y, por supuesto, el de los tapices del Cluny. ¿Has oído hablar del Jardín de Déduit en el Roman de la rose?

—No recuerdo haberlo leído, pero confieso que no prestaba mucha atención en clase de literatura.

—Ya, tú eras el chico que se sentaba en la última fila y se pasaba el rato dibujando en su cuaderno. El artista.

—Exacto, ése era yo. Y tú eras la empollona. Háblame del Jardín de Déduit.

—El jardín del placer, lo llaman. De los placeres terrenales, el hortus deliciarum. En la Edad Media se relacionaba también el jardín con el hortus conclusus, el jardín cerrado, asociado al Cantar de los cantares.

—¿De la Biblia? Eso sí lo he leído.

—Sí, de Salomón, donde la novia se refiera a su amado como el «jardín cerrado... una fuente sellada».

—¿Otro elemento erótico?

—Probablemente. Los primeros cristianos relacionaban a la novia con María; el jardín cerrado era el símbolo de su virginidad. Y también el jardín del Edén, recuperado mediante la resurrección de Cristo.

—Erotismo y redención en un mismo lote.

Alex sonrió de nuevo pero no dijo nada. Recorrieron varios kilómetros en silencio. Jake miró por la ventana. Dos caballos galopaban por una ladera cerca de una pequeña alquería. Al cabo de un rato empezó a notar que la cabeza se le caía, el vaivén del coche le estaba dando sueño.

Cuando despertó, habían salido de la autopista y estaban dando tumbos por una carretera de grava en mal estado.

—Ya falta poco —le informó Alex.

La carretera subía y bajaba. No parecía que la hubieran arreglado en mucho tiempo. Alex conducía demasiado deprisa, sin prestar atención, mientras contemplaba el paisaje.

—Enseguida llegaremos —dijo—. Qué sitio tan bonito.

—Sí —confirmó él, contemplando las colinas, los viñedos y todo aquel verde salpicado por las casas de tejas rojas.

—La leyenda familiar dice que los Benoit proceden de esta parte al sur de Lyón.

—Entonces te sentirás como en casa.

—Sí. —Alex sonrió.

Al cabo de un rato, pareció que estaba acelerando otra vez. Jake miró su reloj. Las diez menos tres minutos. Ahora iban por una estrecha pista de tierra.

Se le ocurrió que ella no le había dicho aún por qué quería los dibujos a tinta, por qué no servía un boceto a lápiz. Alex había prometido contárselo por el camino, pero no había mencionado nada. Justo cuando iba a preguntárselo, ella señaló al frente en el momento en que coronaban una cuesta.

—Le couvent de Sainte Blandine —anunció.

Una furgoneta, un camión y un coche nuevo verde oscuro estaban aparcados a poca distancia del edificio.

—Maldita sea —masculló Alex—. El doctor Martinson está aquí.

—¿El conservador del Metropolitan? ¿No dijo que su visita había sido una pérdida de tiempo? Y ahora ha vuelto.

Alex lo miró de reojo con una sonrisa sarcástica.

—Creo que Martinson no es una persona de fiar.

Mientras caminaban hacia la entrada, Alex se puso la cartera bajo el brazo como si la protegiera. Llevaba la misma prisa que mientras conducía. Al llegar oyeron ruidos procedentes de la planta superior.

—El arzobispo ha empezado las reformas —explicó Alex—. Quiere convertir el convento en un hotel.

Una monja anciana les abrió la puerta, murmurando algo sobre el arzobispo, «hasta en dimanche, el día del Señor». Inclinó la cabeza, le pareció a Jake que en alusión al nombre del Señor, y les hizo un gesto para que entraran. Enseguida los recibió otra monja a la que Alex presentó como la hermana Etienne.

—Veo que hoy ha traído a un colega —dijo.

—Sí —respondió Alex, y presentó a Jake como un artista americano—. Quisiéramos echar un vistazo a la biblioteca.

—Otro americano —murmuró la monja, pensativa.

—Veo que el doctor Martinson ha vuelto —replicó Alex.

—Está muy interesado en la biblioteca. Si no les importa, quizá podrían compartir la visita esta mañana.

—Si al doctor Martinson le parece bien... —contestó Alex con educación, pero Jake notó que estaba disgustada. Intercambiaron miradas de preocupación.

La hermana Etienne los acompañó a la biblioteca. La monja menuda estaba sentada en un rincón en una butaca grande. Al otro extremo de la sala se encontraba Martinson, sentado a una mesa con un libro abierto. Levantó la vista y sonrió. Jake casi se lo imaginó retorciéndose su anémico bigotillo rubio como un villano de melodrama.

—Bonjour, hermana Anne —saludó Alex alegremente. Se la presentó a Jake—. Bonjour, doctor Martinson —dijo hacia el fondo.

El hombre se quedó sentado, rígido, en su silla. Tenía un aire desagradable. A Jake le cayó mal.

—Ya conoce a monsieur Bowman, ¿no? —prosiguió Alex.

Martinson arqueó las cejas.

—Ah, sí, de la exposición del Grand Palais.

—¿Le importa que trabajemos aquí, doctor Martinson?

—En absoluto —contestó con escaso entusiasmo.

—Bueno —dijo la hermana Etienne—. Si tienen alguna pregunta o necesitan ayuda, la hermana Anne está a su disposición. —Sonrió a la monja menuda.

—Oui —dijo Alex—. Merci.

Alex y Jake se sentaron a la mesa pequeña que había en mitad de la sala. La hermana Etienne se marchó. Oyeron un ruido espantoso arriba. El doctor Martinson meneó la cabeza y luego volvió a su lectura.

—Ese es el libro —susurró Alex—. El devocionario. ¿Cómo voy a meter ahí los dibujos?

Jake se encogió de hombros, preguntándose si no era mejor que se los quedara. Nadie se iba a enterar.

Alex abrió discretamente su cartera. Más ruidos sacudieron la sala. Todos miraron hacia lo alto como si esperaran que el techo pudiera venírseles encima.

—Los hombres del arzobispo —susurró Alex.

Sacó varios papeles de la cartera. Tratando de hacer el menor ruido posible, eligió uno y se lo puso delante a Jake. Señaló «Le registre du Couvent de Sainte Blandine». Luego agarró el papel, se levantó y fue hacia donde se encontraba la monja. La hermana Anne miró la lista, retiró la silla y cruzó la biblioteca, balanceándose al andar. Pasó su cuerpo pequeño y contrahecho por detrás del doctor Martinson, abrió un armarito y sacó un libro. El doctor miró por encima de la monja, tratando sin duda de ver lo que Alex había solicitado. La monja regresó adonde estaba Alex y le entregó el libro, diciendo algo que Jake no pudo oír.

Alex volvió a la mesa.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Jake—. ¿Se puede consultar otro libro?

—Sólo me permiten tener uno de los que están bajo llave —explicó ella en voz baja—. He pedido el primer tomo. Seguramente es demasiado antiguo, pero no quiero descartar ninguna posibilidad.

Abrió el registro y pasó el dedo por la primera página, rozando apenas el frágil papel. Pasó otra página. Examinó un lado mientras Jake miraba el otro, resultaba difícil leer pues la letra estaba muy difuminada. Trataron de descifrar los números y los nombres. Algunas páginas estaban rasgadas y sucias. Parecía que faltaban partes.

Al llegar a las últimas hojas del libro, Alex sacó bolígrafo y papel de su cartera y empezó a tomar notas. Había encontrado el nombre de Adèle.

—Es demasiado antiguo —susurró, meneando la cabeza. Cerró el libro y fue hacia la hermana Anne.

Los ruidos de los operarios habían cesado. Alex y la monja hablaron en voz queda. Jake miró a Martinson. Evidentemente le picaba la curiosidad, y estaba desconcertado por la nueva visita de Alex al convento. A Jake le gustó saber que estaba metido en aquel asunto, que tenía una vaga idea de lo que Alex estaba buscando, mientras que Martinson no.

La hermana se levantó de nuevo y sacó una llave del bolsillo de su hábito mientras cruzaba la sala con gran esfuerzo. Devolvió el primer libro a su lugar, sacó otro, regresó y se lo entregó a Alex. El doctor Martinson no dejó de observarlas.

Justo cuando Alex se sentaba al lado de Jake, Martinson habló:

—Parece que sigue usted una pista, madame Pellier.

—Y usted, doctor Martinson —respondió ella, levantando la vista—, ¿ha alargado su estancia en Francia para volver a Sainte Blandine? —Miró al suelo, junto a la mesa donde él estaba—. ¡Oh! —exclamó, con fingida sorpresa—, veo que ya ha encontrado su cartera.

El doctor Martinson se la quedó mirando sin decir nada, como si buscara una respuesta, y luego sus labios dibujaron una altiva sonrisa. Alex le aguantó la mirada unos instantes, luego abrió el segundo libro y empezó a pasar páginas.

Jake volvía a tener sueño. La cabeza se le cayó hacia delante y se quedó dormido. Cuando despertó, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Alex parecía desanimada mientras pasaba las páginas. Cerró el libro y miró la librería de la pared opuesta.

—¿Estoy loca —dijo en voz baja— pensando que puedo encontrar una pista en los registros de Sainte Blandine? ¿Estoy loca si pienso que hay algo que encontrar? ¿que los dibujos significan algo más de lo que he querido creer?

Antes de que Jake pudiera decir nada, ella estaba ya de pie y volvía hacia la hermana Anne, que parecía un poco aburrida y soñolienta en su rincón.

La hermana le entregó un tercer libro. Alex se sentó y empezó a estudiarlo. Martinson cerró el suyo y se quedó mirando la mesa.

Jake notó que Alex le tocaba la mano, se la apretaba. La miró. Una sonrisa picara, y también satisfecha, animó lentamente sus labios, como si quisiera disimular, lo cual indicaba sin duda que estaba contenta.

—Mira —señaló Alex.

Jake lo hizo. En la primera página del tercer libro, leyó: «Adèle Le Viste, 15 años, 29 de diciembre de 1490».