Capítulo 2

MIRANDO hacia el oscuro túnel, Jake se fijó en el rítmico susurro de los raíles mientras el tren avanzaba bajo el Canal de la Mancha. Sacó el desayuno que la mujer de Paul, Dora, le había preparado aquella mañana en Londres, peló un huevo duro y empezó a comérselo con calma. A medio túnel, adelantó una hora su reloj.

El tren emergió en Francia al despuntar el día. El cielo era rosa pálido mientras pasaban los suaves aledaños de Calais-Fréthun, y se volvió de un amarillo claro cuando el tren cruzaba veloz la campiña francesa dejando atrás los perfectos campos de verde y oro que el primer sol, aún bajo, empezaba a iluminar. Los vehículos que iban por la carretera eran formas vagas, borrosas, los puentes pasaban como volando. Por la vía contraria los largos convoyes se cruzaban en cuestión de segundos.

Tres horas después de dejar Londres, el tren se detenía en la terminal del nivel superior de la Gare du Nord. Jake bajó andando al nivel inferior, donde un grupo de gente esperaba de pie la llegada del metro. El convoy entró en la estación, las puertas correderas se abrieron, bajaron algunas personas, y Jake entró en el vagón. Encontró un sitio libre al lado de un viejo que agarraba con fuerza una gastada bolsa de cuero. Una chica pálida, con el pelo negro teñido, demasiado maquillaje y una rosa tatuada en su rollizo brazo izquierdo, se sentó junto a Jake. Varias personas con cara de turista que habían subido con él se acomodaron al otro lado del pasillo. Era lunes, última semana de mayo, y Jake se fijó en que empezaban a llegar los primeros visitantes de la época estival. En la siguiente parada se levantó, demasiado impaciente para seguir sentado. Los turistas estaban mirando el mapa colocado sobre la parte superior de las ventanillas. Jake apretó la barra a la que estaba sujeto cuando el tren dio una sacudida y se detuvo en la siguiente estación. Dos mujeres entraron riendo y charlando. La más alta lucía una melena cobriza, y eso le hizo pensar en Rebecca y en la pelea que habían tenido cuando él le había dicho que se iba a París.

«Creía que eso lo íbamos a hacer juntos cuando tuviéramos unos ahorros. ¿No tardan varios días en darte el pasaporte?», preguntó ella, tratando de que la voz no delatara su enfado.

Jake había solicitado el pasaporte hacía dos meses.

Y luego él le dijo que había dejado su puesto como profesor de arte en la universidad. No se atrevió a contarle que había liquidado su cuenta para la jubilación. Ahora que hablaban de ello, Jake se daba cuenta de lo injusto que estaba siendo. No había incluido a Rebecca en su decisión, y, sin embargo, tenía la sensación de que ella sabía en parte lo controlado que se había sentido aquellos últimos meses y lo mucho que su relación de pareja se había resentido a causa de sus frustraciones. Habían hablado de las clases, hacía tiempo que había perdido todo interés por ellas. Y sus progresos con la pintura eran nulos: no pintaba ningún cuadro desde hacía meses.

Jake le había hablado al principio de cuando había estado en París en su época de estudiante, la única vez que se sintió libre en su trabajo, aunque no había producido nada interesante durante aquel año. Entonces era muy joven y el mundo era grande y estaba lleno de aventuras y oportunidades. Ojalá hubiera sentado la cabeza y sacado provecho de aquel don de la creatividad, que a veces parecía hervir y desbordarse. Hasta las últimas semanas de aquella estancia no había conseguido atar corto lo que se movía dentro de él, fuera lo que fuese, pero para entonces ya casi no tenía dinero, su padre estaba enfermo, y no le quedaba más remedio que regresar a Montana. Pasó los exámenes y al día siguiente se marchó de París.

Quizá era un tipo de creatividad que sólo se daba en los jóvenes, algo irrecuperable que no se podía revivir. Tal vez esta súbita pero insistente prisa por volver a París era una forma de contrarrestar cierta crisis de la madurez. A menudo se preguntaba: «Bueno, Jacob Bowman, ¿qué diantres has hecho en estos treinta y cinco años? ¿Qué tienes que enseñar?».

—Podrías venir conmigo —le propuso a Rebecca, pero mientras lo decía ya estaba convencido de que ella declinaría el ofrecimiento, y tal vez por eso lo hacía.

—¿Y dejar mi trabajo? —Rebecca subió el tono de voz—. Al menos uno de los dos tiene que demostrar cierto sentido de la responsabilidad, ¿no? —Se dio vueltas al anillo, un anillo que llevaba puesto desde hacía más de un año. Aún no habían concretado fecha—. Trato de entenderte.

¿Entender? Era ésta una palabra que había saltado entre ellos repetidas veces en los últimos meses. Rebecca se presentaba en el piso de Jake sin previo aviso, mientras él intentaba trabajar, llevándole buenas intenciones, pan crujiente, galletas o el sandwich favorito de él, como si con eso pudiera nutrir su talento y su creatividad. ¿No entendía que eso era algo que tenía que hacer él solo? ¿No se daba cuenta de que cuando él estaba trabajando necesitaba hacerlo a solas? Cuando intentaba explicárselo acababa, la mayoría de las veces, hiriendo sus sentimientos, y se preguntaba si la vida con Rebecca consistiría en acumular disculpas sobre explicaciones y malentendidos.

Poco antes de que Jake partiera hacia París, ella le dijo que se reuniría con él en agosto aprovechando sus quince días de vacaciones. Aún llevaba puesto el anillo.

Y allí estaba ahora, paseando por los muelles del Sena. Yates y barcazas navegaban perezosos por las aguas oscuras. Los vendedores ambulantes disponían su mercancía en los puestos de libros y de souvenirs —postales, reproducciones, posavasos decorados con vistosos Manets y Monets, fotos de gárgolas góticas...—. Inspiró hondo y aspiró los aromas de la ciudad, el olor purificador de la lluvia reciente. ¡Ah, qué bien se sentía! Libre como si le hubieran quitado literalmente un peso de encima. Hasta la bolsa le parecía más liviana. Sólo había metido lo imprescindible: calcetines y mudas, dos pantalones vaqueros, varias camisas, zapatillas de deporte y un calzón corto, un pantalón de vestir, una cazadora más o menos decente y zapatos para ocasiones más formales, aunque no tenía prevista ninguna. Y, por supuesto, su bloc de dibujo y sus pinceles. Pintura y lienzos podía comprarlos en París, pero pinceles sí había traído algunos, gastados como unas viejas botas que resultan cómodas de tan usadas.

Cuando llegó al Pont D'Arcole se acercó a ver la Île de la Cité y luego cruzó la pequeña isla hasta la otra orilla, la Rive Gauche, donde pensaba alojarse. Se detuvo a buscar en su cartera la dirección de un hotel que Paul le había recomendado esa misma mañana en Londres. Según Paul era barato, «nada que ver con el Ritz ni de lejos», pero seguramente le harían un precio especial por semanas o meses, y su ubicación era buena.

Tras un corto trecho, se dio cuenta de que estaba a sólo unas manzanas de la Escuela Internacional de Arte y Diseño, donde había estudiado años atrás. Mientras continuaba calle abajo le vino a la cabeza la idea ridícula de que vería a algún conocido. Estudiaba los rostros de la gente con la que se cruzaba, imaginando que eran viejos amigos, estudiantes, ahora maduros. Y entonces, justo cuando se recriminaba mentalmente por pensar semejante estupidez, la vio.

Salía de un edificio, era una mujer joven, alta y delgada, con una melena rubia que le llegaba a media espalda. Su estatura y sus andares —rápidos, elegantes, airosos— le resultaban familiares. ¿Podía ser? Jake sintió que se le aceleraba el pulso. Decidió arriesgarse: apretó el paso, adelantó a la mujer, se volvió y la miró. Ella le dedicó una sonrisa y un gesto de cabeza; él hizo lo propio. Era muy atractiva, pero no la conocía de nada. No era Alex.

Durante su escala de tres días en Londres para visitar a Paul y Dora, se habían reunido una noche con viejos amigos de su época de París. Frank Mason estaba en Londres, trabajando, así como Fiona Grady, y quedaron en un pub de la zona: Paul, su mujer Dora, Frank, Fiona y la mujer de Frank, Carolyn, a la que Jake sin duda había conocido antes, pero era incapaz de recordar en qué ocasión. Surgieron nombres y Frank mencionó a Alexandra Benoit, diciendo que lo último que sabía de ella era que trabajaba en París, si no recordaba mal en el museo de arte medieval que había en la Rive Gauche.

—¿El Cluny? —preguntó Fiona, y Carolyn apuntó que le parecía que ahora se llamaba de otra manera, algo de «Edad Media».

—Musée National du Moyen Age, Thermes de Cluny —contestó Paul.

—¿No se había casado con un francés de familia rica? —volvió a preguntar Fiona.

—Sí, Thierry Pellier —afirmó Frank—. Me enteré de que se había matado hace años en una carrera de lanchas rápidas.

Jake ignoraba lo del accidente, claro que tampoco habría derramado ni una lágrima por Thierry. Sí sabía, sin embargo, que Alex estaba en París y que trabajaba en el Musée National du Moyen Age. Se había enterado hacía seis meses.

Había tenido bajo su tutela a un joven de Idaho, brillante pintor. Un día éste se presentó en clase despotricando por un trabajo que tenía que hacer para un seminario de historia del arte. El tema era «Los cinco sentidos en el arte del medievo». En la biblioteca había pedido un artículo de una revista llamada Gazette des Beaux-Arts, para utilizarlo como documentación. Dicho artículo hablaba de un conjunto de tapices conocido como La dame à la licorne, La dama del unicornio La biblioteca no estaba suscrita a dicha revista, pero la bibliotecaria había encargado un ejemplar a través del servicio de intercambio entre centros. Para desconsuelo del joven artista de Idaho, el artículo resultó estar en francés. Jake se ofreció a echarle una mano en la traducción.

El alumno se lo dejó al día siguiente en su despacho. Cuando Jake llegó más tarde, abrió el buzón y sacó el artículo del sobre, el nombre de ella bajo el título le llamó la atención como si hubiera estado resaltado con rotulador amarillo brillante: Alexandra Pellier, conservadora, Musée National du Moyen Age, Thermes de Cluny, París (Francia).

Encontró la dirección que le había dado Paul; era en la rue Monge, una travesía de la rue des Écoles. En la fachada del edificio, segunda planta, se veía un rótulo gastado por la intemperie: Le Perroquet Violet.

Entró y subió la escalera. En el vestíbulo, un hombre sentado frente al mostrador estaba leyendo un periódico arrugado. En un extremo del mostrador había una jaula metálica grande con un loro dentro. Le perroquet. Pero rojo, verde y amarillo, no violeta como se anunciaba. El pájaro inclinó la cabeza y se atusó las plumas mientras iba y venía dentro de la jaula por la estrecha barra de madera de un columpio.

El hombre lo miró por encima de sus gafas de lectura:

—Bonjour.

—Bonjour —graznó el loro.

Jake se sobresaltó y luego rio. El pájaro siguió su ir y venir por el columpio.

El hombre sonrió. Enarcó sus pobladas cejas blancas como si esperara que Jake dijese algo. Dos medialunas de carne blanda e hinchada dibujaban sombras oscuras bajo sus ojos.

—Un chambre avec salle de bain? —pidió Jake.

—Combien de temps? —preguntó el hombre, y Jake dijo que un mes como mínimo, tal vez más. El hombre asintió con la cabeza y le informó del precio, que incluía el desayuno—. Votre passeport, s'il vous plaît. —Sacó de debajo del mostrador un enorme libro de registro encuadernado en piel.

—S'il vous plaît —repitió el loro con su voz aguda—. Merci, merci.

Jake volvió a reír. Un pájaro bien educado, no como los groseros loros de los piratas.

El hombre ensanchó su sonrisa, un gesto bien ensayado. Jake se figuró que no era el primer huésped a quien el loro hacía gracias.

Preguntó si antes podía ver la habitación. Las cejas volvieron a subir, un gesto de perplejidad, de sentirse ofendido quizá. La sonrisa desapareció. El hombre tomó una llave de un llavero de plástico que había en una caja detrás del mostrador, y llamó en voz alta:

—André.

—¡André! —chilló el loro.

Apareció un joven y, tras una breve conversación con el hombre de las cejas pobladas, un intercambio de llaves y un comentario sobre el «joven americano», el chico indicó por señas a Jake que lo acompañara.

Subieron otro tramo de escalera. Flotaba en el aire un ligero olor a detergente al limón, mezclado con el de humo de tabaco.

Joven americano. Jake meneó la cabeza, esto le parecía tan divertido y absurdo como lo del loro violeta que no era violeta. Sin embargo, era agradable que lo consideraran joven todavía. De adolescente, e incluso ahora bien entrado en la treintena, la gente solía tomarlo por mucho más joven. Era alto y sí, más de una vez le habían dicho que era desgarbado, quizá un poco inseguro de sí mismo, lo que sin duda contribuía a que le echaran menos años de los que tenía. Había engordado un poco, especialmente en la cintura, y suponía que eso podía darle cierto aire de confianza. Sus cabellos oscuros empezaban a encanecer prematuramente.

El chico abrió la puerta e indicó a Jake que entrara mientras él esperaba en el pasillo.

La habitación era pequeña. Una cama de matrimonio, con una mugrienta colcha azul. Una ventana alta y estrecha con postigos de madera. Jake abrió los postigos y la luz inundó la habitación. Luz de mañana. Luz ideal para pintar. El precio era correcto, la situación buena. Volvió a la puerta, donde el chico se estaba limpiando las uñas con un cortaplumas; su expresión era aburrida y divertida a la vez.

—Je la prends —le comunicó Jake. Se quedaba la habitación.

Después de rellenar los datos para el registro, tomó la llave, volvió a la habitación y deshizo el equipaje. Desenvolvió con cuidado sus pinceles, que llevaba envueltos en un paño y metidos en una cajita de madera. En el baño encontró un vaso, los colocó en él con las puntas hacia arriba y lo puso sobre el buró. Se dio una ducha, se vistió y salió de la habitación. Sabía que estaba bastante cerca del Cluny, el museo de Alex. Se le ocurrió acercarse hasta allí.

«Ahora trabajo en París —le diría como si tal cosa—, y me enteré de que tú también estabas en la ciudad, en el museo Cluny». Podía mencionar que había estado en casa de Paul, que se había visto con Frank y Fiona, que su nombre había salido en la conversación, y que se le había ocurrido pasar a saludarla ya que estaba viviendo en el mismo barrio.

Hacía catorce años de la última vez que se habían visto, y en ese tiempo ella se había casado y enviudado. Tenía un cargo de responsabilidad en un museo importante especializado en arte medieval, el periodo que más le había interesado en su época de estudiante. Era una mujer madura, mientras que él no era nada. No tenía trabajo. Estaba pintando en París. Bueno, todavía no, en realidad. Pensando en pintar. Quizá seguía siendo el mismo chaval de hacía tantísimos años, y probablemente le causaría a ella tan poca impresión como entonces.

Iría a comprar material. Podía acercarse más tarde al Cluny, cuando se hubiera instalado.

Recordó que había una cooperativa de arte cerca de la escuela y la encontró junto al Boulevard Saint-Michel, justo en el mismo lugar que en aquel entonces.

—Vous désirez? —le preguntó la empleada, una linda chica asiática.

—Merci —contestó. Preguntó por la cooperativa y qué había que hacer para apuntarse.

—¿Es usted americano? —preguntó la chica en inglés.

—Sí.

—No había estado aquí antes. —Tenía acento británico. Era guapa, aunque muy delgada.

—Acabo de llegar.

—Bienvenido a París —dijo ella con una sonrisa.

Jake rellenó una solicitud y luego empezó a curiosear por la tienda, pensando y deleitándose en el hecho de estar de nuevo en París. Compró varios tubos de pintura, un pincel nuevo, dos lienzos de tamaño mediano, una paleta y un pequeño caballete.

Al salir a la calle se sintió invadido por una nueva energía. No supo determinar si era pánico o júbilo. A veces no había mucha diferencia entre ambas cosas. ¿Y si no era capaz de pintar? Hacía años que soñaba con esto, con regresar a París. Había dejado su empleo y sacado todo el dinero que ahorraba para la jubilación. Bueno. Ya estaba aquí. En París. Pero algo le venía constantemente a la cabeza por más que tratara de evitarlo: Alex también estaba aquí.