Capítulo 35
JAKE y Alex volvieron a París el domingo por la noche. En la estación tomaron un taxi, y él la dejó en su casa antes de dirigirse al hotel. Llevaba viviendo en soledad casi tres meses en París en aquel cuarto pequeñísimo, pero aquella noche se sintió más solo que nunca en la vida. Sabía que Alex tenía a su hija, pero sabía también que muy pronto estarían todos juntos.
Ella lo llamó el lunes por la mañana antes de ir al trabajo, sólo para decirle que quería invitarle a cenar. Al oír su voz, Jake se emocionó, preguntándose si soportaría la espera hasta la noche.
Bajó a desayunar y luego se acercó andando a la Galerie Genevoix.
Madame Genevoix expresó brevemente su desencanto al saber que el Cluny no había obtenido la pieza deseada, pero básicamente estaba extasiada ante el éxito de la exposición de Jake. Le mostró la reseña de Le Journal Parisien:
París recibe a un nuevo talento... qué oportuno, el tema místico y a la vez romántico del unicornio, popularizado por el hallazgo de un tapiz gótico que el viernes pasado se vendió en Sotheby's por un precio récord... El estilo realista de Bowman, con su énfasis en la luz y la sombra y su hábil empleo del color, representa de tal manera el unicornio que uno llega a creer que esa criatura fabulosa existió de verdad... El tema medieval adquiere una renovada perspectiva bajo el pincel de Bowman... las figuras y los rostros podrían estar inspirados en cualquier parisina de hoy en día, una joven moderna de compras en el Marché aux Puces de St. Ouen, un artista tomando vino en una terraza de la Place du Tertre, una mujer eligiendo fruta y hortalizas en la rue Lepic. Aquí no hay Virgen María etérea ni Gabriel celestial: ¿y no luce éste un piercing en la ceja derecha y va peinado con rastas? Si le quitamos al unicornio el cuerno que le da nombre, podríamos encontrar a ese animal en cualquier rodeo, igual que en un jardín bajo el hechizo de una núbil doncella medieval... vale la pena darse una vuelta por la Galerie Genevoix.
Madame Genevoix le dijo que esta crítica había provocado una afluencia inusitada de público durante el fin de semana. Había vendido tres cuadros más y tenía otros en perspectiva. Hubert Lafontaine había expresado su interés por tener un retrato de su mujer. Le habían encantado las mujeres de los cuadros del unicornio y quería un cuadro de su esposa en un marco parecido.
Después de almorzar, Jake volvió al hotel, llamó a monsieur Lafontaine y quedó con él para el jueves por la tarde.
Al anochecer, tomó un taxi a casa de Alex. Soleil acudió a abrir la puerta.
—Monsieur Bowman, qué contenta estoy de verle.
—Y yo de verte a ti. —Jake la levantó y la estrechó en sus brazos—. Mira, Sunny, yo creo que podrías tutearme. Llámame Jake. —Alex apareció entonces y corrió hacia él, abrazándose a los dos—. Bueno, eso si a tu madre no le importa.
Alex asintió con la cabeza y sonrió a Sunny.
—A mí me parece bien.
A la mañana siguiente Jake llamó a Alex y le propuso que fuera al hotel al mediodía. Le contó que había adecentado la habitación y que pensaba bajar a comprar algo para comer.
Alex dijo que se pasaría a eso de la una y que llevaría postre.
A las dos y media, sentados en la cama revuelta sobre una pila de almohadones, comiendo pastel de chocolate, Alex anunció:
—Tengo que decirte una cosa.
—Adelante.
Jake le asió la mano y lamió sus dedos pegajosos de tarta.
—Este fin de semana nos vamos. Bueno, si estás libre.
—¿Nos? ¿Tú y yo?
—Madame Demy nos ha invitado a almorzar con ella el sábado. Su tío tiene un château en el Valle del Loira donde suelen pasar los fines de semana. Que yo sepa, es la primera vez que invita a alguien del museo. Es posible que se sienta culpable por haberme apoyado tan poco con lo del tapiz. Total, nos invita a pasar el sábado allí. Y he pensado que ya que teníamos que ir en coche...
Jake sonrió.
—Quizá podríamos buscar una posada íntima y alquilar una habitación para el fin de semana. Podríamos salir el viernes por la noche. ¿Te parece buena idea?
—Brillante.
El jueves por la tarde, después de que Jake llegara de entrevistarse con monsieur Lafontaine para hablar del retrato de su mujer, Alex telefoneó.
—¡Jake, no te vas a creer lo que he recibido esta tarde por mensajero!
—¿Qué?
—Un regalo de las Hermanas de Sainte Blandine: los dibujos de Adèle junto con el poema y una carta de la madre Etienne, agradeciéndome lo que he hecho por el convento. Dice que fui una bendición para ellas. ¿Te imaginas?
—Me lo imagino perfectamente, Alex.
El viernes, a la salida del trabajo, Alex y Jake pusieron rumbo al sur donde habían reservado una habitación en un pabellón de caza del siglo XVI convertido en hotel. Aquella noche se saltaron la cena en el comedor y organizaron un piscolabis en la intimidad de su habitación. Por la mañana desayunaron café y cruasanes y luego hicieron un pequeño recorrido por el valle para admirar los numerosos castillos, el río que serpenteaba y los campos repletos de enormes girasoles de un amarillo intenso. Globos aerostáticos de colores salpicaban el cielo sin nubes del verano.
Hacia la una, siguiendo las indicaciones que madame Demy había dado a Alex, llegaron a Le Château de la Vallée Verte.
«Impresionante», comentó Jake mientras aparcaban. Tomaron un caminito que cruzaba el césped primorosamente recortado. El edificio de fachada neoclásica en piedra labrada de tono claro era de una elegante simetría, y cada ala estaba rematada por una cúpula. Sobre las numerosas ventanas se observaban tallas decorativas. Un pequeño puente salvaba un foso seco —ahora alfombrado con el mismo verde exuberante del jardín— y conducía a la entrada principal.
Madame Demy salió a recibirlos y los saludó a ambos con sendos besos en las mejillas. Llevaba un pantalón holgado y una blusa de algodón, el pelo echado hacia atrás de cualquier manera, en claro contraste con los finos trajes y el sempiterno moño que lucía en el museo.
Les preguntó si habían tenido dificultad para encontrar el sitio.
—Ninguna —respondió Jake—, y el camino es precioso.
—En esta época del año el valle está muy bonito —explicó la mujer.
—Tiene una casa encantadora —admiró Alex. El piso del vestíbulo era de parqué oscuro. Un retrato de algún antiguo antepasado, en su marco dorado, colgaba sobre la consola de madera con superficie de mármol taraceado encima de la cual había un enorme ramo de flores frescas. A la izquierda, una escalera de piedra caliza blanca conducía a un rellano donde descansaba una armadura completa (se habría dicho que dentro estaba el caballero medieval) con una lanza en la mano.
—Muchas gracias por invitarnos —continuó Alex.
—Nos encanta que hayan podido venir.
Madame Demy les franqueó el paso y, dejando atrás la suntuosa escalera, pasaron a un salón. Nada más entrar, los ojos de Alex se posaron rápidamente en la pared del fondo. Tiró del brazo de Jake y señaló.
En la pared, espléndido y tan hermoso como lo habían visto en la exposición del Grand Palais, pero como si ahora se encontrara en un entorno mucho más apropiado y natural, colgaba Le Pégase.
—Le Pégase! —jadeó Alex. Soltó el brazo de Jake y se acercó al tapiz, contemplándolo en silencio. La pieza cubría buena parte de la pared y llevaba un marco en moldura de madera, hecho sin duda ex profeso—. ¿Usted, madame Demy... —preguntó Alex— usted es la propietaria... del Pegaso?
—Lo será algún día —contestó una voz de hombre a sus espaldas. Alex y Jake volvieron las cabezas al unísono—. Es una reliquia de familia.
—¡Monsieur Jadot! —exclamó Jake.
—Alexandra —madame Demy se le acercó y le tocó suavemente el brazo—, quiero presentarle a mi tío, Gaston Jadot.
El anciano avanzó arrastrando un poco los pies. Sus pasos quedaron amortiguados al pasar del parqué a la alfombra.
—Monsieur Bowman —prosiguió madame Demy—, creo que usted y mi tío han hecho buenas migas estos meses.
Gaston estrechó la mano de Alexandra, demorándose un poco.
—Enchanté —dijo, y luego a Jake—: Un placer verle de nuevo, monsieur Bowman.
—Qué grata sorpresa —declaró Jake estrechándole la mano.
—¿Es usted el propietario del tapiz, monsieur Jadot? —preguntó Alex.
—Le Pégase ha pertenecido a la familia desde hace muchos años —explicó Gaston.
—Es muy hermoso —afirmó Alex.
—Una auténtica obra maestra, posiblemente del mismo taller en el que se tejió La dame à la licorne. Así opinan muchos.
—En efecto.
—Hace unos años —continuó Gaston— leí un artículo donde se comparaba Le Pégase con los tapices del Cluny. Un escrito muy elocuente. Según el autor, los tapices habrían sido elaborados en el mismo taller. Reconocía incluso que Le Pégase era una obra más refinada, probablemente de fecha posterior.
Alex sonrió. Sabía que estaba refiriéndose al artículo que ella había escrito.
—Una brillante comparación —prosiguió Gaston Jadot—. Y además sorprendente, pues se basaba tan sólo en fotografías. Yo sabía que la autora no había visto nunca el tapiz. —Se rio.
—Hasta la exposición del Grand Palais —confesó Alex—. Fue muy generoso por su parte permitir que el tapiz fuera expuesto en público.
—Oui, oui. El verdadero arte debe ser compartido, supongo.
—Tal vez podría explicarme lo que sabe sobre el origen de este tapiz.
—En realidad, su historia está rodeada de misterio, como en el caso de los tapices del unicornio. Si no me equivoco, existen documentos de cuando se produjo la compra en los archivos de París. Aunque, si mal no recuerdo, no había más información que la fecha de la compra y su anterior propietario.
Gaston se volvió a madame Demy.
—¿Es así, Béatrice?
—Sí, se sabe muy poco de él —contó madame Demy. En ese momento entró una joven y le susurró algo al oído—. Podríamos continuar la charla en el comedor. Monsieur Bowman...
Jake le ofreció el brazo y fueron hacia el pasillo seguidos por Alex y Gaston.
—Me alegro de tenerlos aquí —afirmó Gaston—. Es un placer contar con la compañía de una pareja tan agradable. Últimamente viene a vernos muy poca gente.
Al entrar en el comedor, Alex apretó la mano de monsieur Jadot.
—Oh, mon Dieu! —jadeó.
—¿Tan mal le parece —preguntó Gaston suavemente— que un viejo quiera rodearse de objetos bellos en sus últimos años de vida?
En la pared del fondo colgaba el séptimo tapiz del unicornio.
—Entonces, ¿era usted, monsieur Jadot, quien pujaba por teléfono?
Gaston asintió.
Alex le soltó el brazo, cruzó la sala y se detuvo a contemplar el tapiz.
—Estaba segura de que se lo quedaba alguien que sabría valorar su belleza. —Una expresión de felicidad animó su rostro—. Y usted sabrá valorarla, ¿no es así, monsieur Jadot?
—Oui. En efecto. —Gaston se situó al lado de Alex y miró el tapiz—. Siempre me han intrigado las semejanzas entre Le Pégase y La dame à la licorne de su museo. Y cuando tuve noticia del nuevo descubrimiento, pues... En fin, no sabe lo que eso significó para un viejo como yo. Espero que no me culpe por ello.
—Tío Gaston —reveló madame Demy— oyó casualmente un mensaje telefónico acerca de lo que usted había descubierto en Sainte Blandine, y aunque el mensaje era impreciso... —miró a Gaston con una expresión de afecto, no de disgusto o reprobación—. Luego me sorprendió que empezara a hacerme preguntas sobre unos dibujos. Yo no le había hablado de ellos, ni de que pudieran estar relacionados con los tapices del Cluny.
—Me temo que fui yo quien le proporcionó esa información —dijo Jake—, cuando monsieur Jadot me oyó hablar con Julianna sobre esos dibujos.
—No fue mi intención que todo aquello saliera a la luz —continuó explicando Gaston—, pero el caso es que me enteré, y lo recibí como, bueno, como un regalo. —Meneó la cabeza en un gesto de disculpa—. Supongo que hablé demasiado. Yo no quería causar tanto revuelo, con lo de las monjas y el arzobispo. —Suspiró—. Y cuando me enteré de que se subastaba... ¿Qué otra cosa podía hacer? —Miró a Alex, como si ella pudiera darle la respuesta—. Tenía que comprarlo. No podíamos permitir que el tapiz se nos fuese a América, ¿verdad?
—Desde luego —Alex sonrió—. Es en Francia donde debe estar.
No se sentía molesta sino cada vez más identificada con el anciano, quien por lo visto amaba tanto los tapices como ella.
—Quizá sea egoísmo, no querer compartir toda esta belleza —dijo Gaston, abarcando los tapices con un gesto del brazo—, pero dentro de unos años... Cuando yo ya no esté, posiblemente no habrá acusaciones de egoísmo ni gritos de condena, si acaso palabras de encomio para un viejo que compartió su amor por las cosas bellas. Sí, no falta mucho. Un día el tapiz estará en el museo Cluny, con los otros.
—¿En el Cluny? —preguntó Alex.
—Oui —respondió Gaston.
—El testamento de tío Gaston —reveló madame Demy— estipula que el museo es beneficiario del tapiz.
Eran más de las cuatro cuando Alex y Jake volvieron a su hotelito. Después de un almuerzo a base de faisán, ensalada, pan, fruta, fromage y tarte tatin, regado con un vino que monsieur Jadot dijo que procedía de un viñedo cercano, madame Demy los había acompañado a recorrer el recinto y el jardín. Además, Gaston los había invitado a su casa en París.
Mientras Jake conducía, Alex iba mirando por la ventana, radiante de dicha. Los luminosos girasoles, destacándose contra un cielo azul cobalto, refulgían al sol de media tarde.
—¿Feliz? —preguntó Jake.
—Una tarde perfecta —afirmó Alex mirándole con una sonrisa en los labios—. Buena comida, buen vino. Buena compañía y buenas noticias. Sí, tremendamente feliz.
—Es casi demasiado, ¿no crees? Y acabamos de empezar.
Ella sonrió, le tomó la mano y se la acercó a los labios.
—Todavía me cuesta hacerme a la idea de que el tapiz estará un día en el Cluny, aunque confío en que no sea pronto. Me cae bien monsieur Jadot, y el hecho de que sea su muerte lo que reunirá los siete tapices me disgusta.
—Se le ve bastante sano. Creo que tiene cuerda para rato. De todos modos, nadie vive eternamente.
—Todo pasa, ¿no es así?
De nuevo, Alex le miró a los ojos.
Jake asintió.
—¿Tú crees que están juntos?
—¿Adèle y el tapissier?
—Sí —contestó Alex, seria.
—Lo están en los tapices, que fueron su creación.
—Sí, pero quizá también en un sentido más profundo... un sentido espiritual. ¿Tú no crees que dos personas que se aman estarán juntas siempre? El amor verdadero trasciende sin duda este... mundo temporal.
—¿Este jardín de placeres terrenos? —Jake le acarició el cuello con los dedos.
—Sí. —Alex se entregó al roce de su mano—. Este jardín de placeres terrenos.
Cerró los ojos y se sintió imbuida de una maravillosa calma, de una presencia de algo o alguien superior a aquel momento concreto. Y luego... simplemente la abundancia y la sensación de plenitud de ese momento.