Capítulo 24

JAKE corrió tras ella por el pasillo, escaleras abajo. «¡Alex, Alex!», gritó. Pudo agarrarla del brazo, pero ella se zafó. Entonces le dio un empujón, fuerte, y siguió corriendo. Jake perdió el equilibrio y aterrizó, aturdido, en los escalones de madera gastada.

Alex había desaparecido. Jake miró por el hueco de la escalera, se puso de pie y bajó corriendo hasta la planta baja. Cuando llegó a la calle, buscó en ambas direcciones. Alex no estaba. Corrió una manzana; se detuvo jadeando. Una pareja que iba por la calle se lo quedó mirando, se dijeron algo en voz baja. El hombre puso una cara rara y la mujer se rio. Jake comprobó entonces que iba descalzo, con sólo el pantalón y un corazón rojo pintado en el pecho. Dio media vuelta, regresó al hotel y subió a su habitación.

Julianna estaba sentada en la cama. Jake se sentó a su lado y se cubrió la cara con las manos.

—¿Alex? ¿Alexandra Pellier, la del museo?

Jake asintió con la cabeza. Estaba sudando. Se notó las palmas de las manos húmedas. El ventilador seguía zumbando.

—Es Alex, ¿verdad? —preguntó ella.

Él la miró, perplejo.

—Es Alex —repitió ella una vez más—. No era esa novia que tienes en Montana.

Jake no respondió. Guardaron silencio un rato.

Julianna se puso de pie y Jake la miró.

—¿Hablaste con alguien? —interrogó—. ¿Le dijiste a alguien lo de los dibujos?

—¿A alguien del estudio?

—No, no.

Tal vez era mejor dejarlo. Pero Jake necesitaba saberlo. Quería dejarle las cosas claras a Alex, pero primero tenía que descartar si por culpa suya el arzobispo se había enterado de lo del tapiz.

—Oh —soltó Julianna—, ¿te refieres a los dibujos del unicornio? ¿Alex quiere saber qué sé yo de ellos?

—¿Se lo dijiste a alguien?

—¿Qué podría haber dicho? Cuando los vi aquí, me fijé enseguida en que uno de ellos tenía cierta relación con los tapices de La dama del unicornio. El otro, el del caballero y la mujer desnuda, me pareció un poco misterioso, pero ya vi que tú no querías decirme nada. Pero me parece que no, no creo habérselo mencionado a nadie.

—¿Estás segura?

—Pues... —dudó—. Quizá le comenté algo a Matthew.

—¿Quizá?

—No lo recuerdo bien. —Parecía irritarla un poco que la estuviera interrogando—. Siempre hablamos. Puede que le dijera algo.

—¿Lees el periódico?

—No, no suelo. ¿Debería leerlo?

Jake pensó que decía la verdad, no parecía estar al corriente de las noticias aparecidas en el periódico sobre el tapiz.

Julianna examinó el cuadro más reciente de Jake, el primero de la serie roja, que estaba apoyado en la pared.

—Es increíblemente bonito, Jake. —Le miró con una sonrisa y luego fue hacia la puerta—. Te dejo que trabajes.

Alex no pudo dormir, aunque se había metido en la cama al regresar del hotel. Se sentía traicionada por Jake, y sabía que eso tenía poco que ver con el tapiz. La sensación fue intensificándose mientras yacía en vela, y a cada momento le venía a la mente la imagen de la hermosa chica asiática; y la de Jake, con un corazón rojo dibujado en su pecho descubierto, el mismo rojo que brillaba en el dedo de la chica cuando le había hecho aquel gesto para que entrara en la habitación. De pronto se incorporó en la cama. ¿Por qué se sentía así? Si Jake había «traicionado» a alguien, si a alguien había sido infiel, era a Rebecca.

Fue a preparar café y se quedó allí sentada, en la cocina, tomando varias tazas. Al cuerno con Jake. Ahora, lo que le preocupaba era reparar el daño hecho, el lío del tapiz. Le quedaban cuatro días. Cuatro días para que enviaran el catálogo a la imprenta. Cuatro días para confirmar a Elizabeth Dorling que el tapiz podía ser subastado en agosto.

Esperaría hasta las seis y se pondría en camino. El periódico solía llegar sobre esa hora, o un poco más tarde, y quería verlo antes de partir hacia Lyón. Lástima que no hubiera podido hablar con la hermana Etienne antes de hacerlo con el periodista. Pero el tiempo volaba, y Alex estaba convencida de que si el artículo salía como ella esperaba, serviría de gran ayuda. Claro que, ¿le habría escuchado bien el periodista? ¿Usaría la información como ella pretendía que lo hiciese? ¿O no había hecho más que empeorar las cosas?

El periódico llegó poco después de dar las seis. Alex se detuvo con la mano en el aire antes de pasar página. Venía en la portada. Hizo una rápida lectura. Sonrió, rio en voz alta. Menos mal, ni ella misma lo habría escrito mejor.

El artículo explicaba que el convento había pasado a manos de la archidiócesis hacía algunos años, pero conservando la propiedad de cuantas cosas contenía el edificio. Las Hermanas de Sainte Blandine tenían intención de vender el tapiz a fin de poder permanecer en el convento, que las alojaba desde hacía más de setenta y cinco años.

Alex había exagerado un poquito con las cifras, pero ¿no le dijo la hermana Anne que hacía más de sesenta y siete años que estaba allí? Y ella no era la más vieja de todas.

El artículo mencionaba que la edad de las monjas iba de los sesenta y nueve a los noventa y dos, aunque Alex sabía perfectamente que la de noventa y dos era la ya fallecida madre superiora. Ignoraba qué edad podía tener la monja más anciana de todas.

Los ingresos por la venta del tapiz se utilizarían para sufragar el coste de las reformas necesarias para acomodar a las monjas de más edad, así como para contratar asistencia personal. La archidiócesis cobraría su alquiler. El artículo sugería que el tapiz en cuestión era el más valioso del gótico tardío que se hubiera descubierto nunca, su estado era casi perfecto, cosa nunca vista en una obra tan antigua. Hacía cosa de un año, un tapiz alegórico similar, probablemente del mismo periodo, había sido vendido en Sotheby's por 128.000 libras esterlinas. Dicho tapiz estaba en bastante mal estado y había sido retocado en múltiples ocasiones. El de Sainte Blandine, con toda probabilidad, alcanzaría entre dos y cuatro veces esa cantidad, y con los beneficios obtenidos se crearía un fondo fiduciario cuyos intereses, bien administrados, permitirían a las monjas pagar asistencia continuada permanente. A la muerte de la última monja, la propiedad del fondo fiduciario pasaría a manos de la archidiócesis.

Alex no había hablado de esto con las hermanas, pero le parecía factible. Además, había exagerado el valor del tapiz y se daba cuenta de que eso dificultaba su adquisición por parte del Cluny si alguien se lo llegaba a creer y estaba dispuesto a pagar tanto. Le sorprendió que el periodista, que se llamaba Georges Gaudens, hubiera aceptado cuanto ella le decía. Tal vez había verificado su alusión a ese tapiz vendido en Sotheby's hacía poco más de un año.

Gaudens había accedido a mantener su fuente en el anonimato. El nombre de Alex no aparecía en el artículo. Y, tal como ella esperaba, una vez leído, el arzobispo quedaba como un tipo sin corazón. ¿Cómo no se apiadaba de aquellas monjitas?

Alex dobló el periódico y lo dejó al lado de su cartera. Mientras apuraba el café, sonó el teléfono.

¿El arzobispo? ¿Jake? ¿Alguien que había leído la información y comprendido que era Alex quien tenía el tapiz?

Levantó el auricular.

—Tengo malas noticias —anunció Simone Pellier con voz entrecortada—. Pierre nos ha dejado hace unas horas.

Alex despertó a su madre y le contó lo de su suegro. Simone le había pedido que fuera sola a Lyón para ayudarla con las diligencias. Para el funeral, Sarah podía traer a Soleil. Alex llamó a casa de madame Demy mientras se debatía entre despertar o no a Soleil. ¿Lo entendería la niña? Soleil no guardaba ningún recuerdo de la muerte de su padre.

Entró en el cuarto de la niña y se acercó a la cama. Soleil dormía con la preciosa muñeca de Jake al lado. Abrió los ojos y preguntó:

—¿Qué pasa?

Alex se sentó en la cama.

—Me marcho a Lyón.

—Ya me lo dijiste ayer.

Soleil se incorporó.

—Acabo de hablar con la abuela Simone. Me ha dado una mala noticia.

—¿El abuelo se ha ido al cielo?

—Sí.

Alex notó que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras rodeaba a su hija con los brazos. Sin embargo, las lágrimas estaban allí pero no caían.

Soleil le dio unas palmaditas como si quisiera consolarla.

—Grandmère dice que ahora grandpère será feliz. Ya no tendrá dolores, pobre grandpère. Vivirá feliz con Dios, en el cielo.

Qué buena y qué sabia había sido Simone, pensó Alex. Había preparado a Soleil para esa inevitable pérdida.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó la niña, mirando a su madre.

—Grandmère necesita que vaya enseguida. Me marcho ahora para ayudarla con...

—¿Con el funeral?

Alex asintió con la cabeza.

—Dentro de un par de días iréis tú y la abuela Sarah. ¿Te parece bien?

—Sí —contestó Soleil—. Muy bien.

Alex partió para Lyón. Qué extraño, pensó de camino, que la pérdida de Pierre hubiera llegado justo ahora. ¿Perdería también el tapiz? La idea le dio miedo; no la idea de perder el tapiz sino la de equiparar la pérdida de una vida humana y querida a la de un tapiz antiguo tejido con hilos de lana. El llanto, por fin, se desbordó, y Alex no paró de llorar casi hasta Lyón.