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Al día siguiente a mi llegada a Guadalupe, cuando se contaban veintiún días del mes de enero, era domingo y llovía. El cielo de plomo se aclaraba a veces y entonces el sol brillaba haciendo resplandecer los montes de las Villuercas con la primera luz de la mañana. Pero enseguida se ocultaba de nuevo y el agua, con persistencia, se derramaba sobre los tejados, ora con finas gotas, ora con un crepitar intenso.
Apesadumbrado porque nadie me indicaba el momento en que debía encontrarme con Su Majestad, encaminé mis pasos hacia el monasterio, cruzando la plaza de la villa, y me dirigí, sin previo aviso, hacía las dependencias donde se hospedaba el real séquito.
En el claustro reinaba un aire de pesadez y tristeza. Las fuentes cantaban suavemente acompañadas por el chorrear de los canalones. La fría humedad lo impregnaba todo y un ambiente turbio me envolvió mientras se adueñaba de mí el desánimo.
—¡Eh, señor caballero! —me llamó alguien a las espaldas con voz comedida.
Me volví y vi venir hacia mí a un monje pequeño de afilado rostro.
—Espero órdenes de don Francisco de Eraso —le dije.
—Ah, comprendo. Espere vuestra caridad, que iré a ver… ¿A quién debo anunciar?
—Luis María Monroy, de la Orden de Alcántara.
—Ah, es vuestra merced el señor hermano de fray Lorenzo Monroy.
—El mismo.
Inclinose el monje con respeto y desapareció por una de las puertas.
Al cabo se presentó el prior con mi hermano Lorenzo. El cual me preguntó con cara de disgusto:
—¿Es verdad, hermano, que has traído contigo a una hebrea turca?
Desconcertado, contesté:
—¿Quién demonios te ha ido con ese cuento? —Pero reparé enseguida en la respuesta y añadí—: ¡Ese condenado Hipado!
—Quien lo haya dicho es lo de menos —replicó mi hermano—. Su Majestad está aquí y no sería conveniente un escándalo ahora que debes solicitar tu profesión como caballero de Alcántara una vez concluida la misión.
—¡Anda, hermano —protesté furioso—, ahora me vas a venir con ésas, con lo que llevo a cuestas! Déjame ahora en paz y ya te explicaré con mayor sosiego cuando consiga hablar con Su Majestad. Hay cosas mucho más importantes de momento que lo que ese chismoso de Hipacio te haya podido contar.
—¿Todavía andamos así? —dijo entonces el prior, sorprendido—. ¿Aún está vuestra caridad sin verse con el Rey nuestro señor?
—Ya ve, padre…
—Ande, véngase conmigo, hermano —me pidió—, que no hallará mejor ocasión.
Me condujo el prior hasta un gabinete que daba a los huertos.
—Aguarde aquí, que ya iré yo a enterarme de lo que ha de hacerse.
Era una estancia descuidada, desde cuya ventana se veían los árboles movidos por la fuerza del viento y un castaño enorme, desnudo, con el tronco retorcido, aterido, brotando de un lecho de hojas muertas y almagradas. Hacía más frío allí dentro que en el claustro.
Cuando pareció que se habían olvidado de mí, se presentó un caballero alto y delgado que me pidió sin formalidad alguna:
—Sígueme.
Obedecí y fui en pos suyo por un laberinto de corredores oscuros hasta una pequeñísima sala, donde me indicó que debía esperar de nuevo.
Me senté en una de las dos únicas sillas que había y, con el corazón agitado, repasé en mi mente todo lo que debía contarle a Su Majestad, para tratar de establecer un orden en la información y que no se me olvidara nada importante.
Luego tuve tiempo sobrado de contemplar el único cuadro que colgaba de la pared: una escena de la Anunciación de Nuestra Señora; ella muy quieta, humilde, doblando la rodilla con dulzura a los pies de un arcángel san Gabriel vigoroso y de rostro indulgente que sostenía un ramo de azucenas.
El caballero regresó y me indicó que debía pasar a un salón contiguo por una puerta que abrió delante de mí. Entré y me topé de frente con la visión de Su Majestad, que estaba sentado en un sillón al lado de una chimenea.
Doblé la rodilla ante él. El secretario Eraso, que estaba junto a un escritorio, anunció:
—Majestad, el caballero de Alcántara frey don Luis María Monroy que regresa de su misión en Constantinopla.