38
Pasé tres días encerrado en una especie de torreón, en la parte del palacio que daba a la colina. Desde la ventana, cerrada por una sólida reja, únicamente veía las copas de los árboles y un extremo del jardín por donde no pasaba nadie. En todo ese tiempo sólo recibí las visitas de los jenízaros y de un criado que me traía alimentos. Ninguno de ellos me dirigía la palabra, por mucho que yo intentase convencerles de que necesitaba comunicarme con su amo. Comprendí que Nasi pretendía tenerme aislado para causarme aún mayor desconcierto. Las horas se me hacían eternas y casi llegué a desesperarme.
Por fin, una mañana apareció el duque en persona a la misma hora que solían traerme el almuerzo mis guardianes.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —le pregunté nada más verle.
—Si lo supiera…
—No te he hecho nada malo —observé.
—¿Ah, no? Viniste a mi casa solapadamente, ocultándote bajo una identidad falsa, entre mis más fieles y queridos siervos… ¿Eso no es perverso? Has seducido con tus mentiras y aviesas artes a la bella e inocente Levana para poder llegar hasta mi presencia. ¿Y ahora pretendes defender tu honestidad?
—Únicamente te pido que hablemos con tranquilidad —le rogué—. Creo que podemos llegar a entendernos.
—¿Y por qué no acudiste directamente a mí desde el primer día? Si te envía el rey Felipe, como dices, ¿por qué no has comparecido con la verdad por delante?
—Es precisamente lo que quiero explicarte, si me dejas.
—¡Habla! Que para eso estoy aquí. No te he entregado a los jueces del Gran Señor porque quiero saber la verdad de todo esto. Si te pongo en manos de la justicia turca, mañana tu cabeza estará clavada en una pica frente a la puerta de Edirne.
—Nada ganarás con ello —respondí—. Y además nunca conocerás las intenciones de Su Majestad Católica.
—¡Habla de una vez!
—No aquí—objeté—. Siempre pensarás que es la confesión que me arrancaste por tenerme en tu poder.
—¡Resulta que estás en mi poder! No tienes otra salida.
—Una vez más te repito que sólo te revelaré mi cometido en una conversación sosegada. Puedes matarme si quieres, pero no me oirás hablar si no es con tranquilidad. He de manifestar lo que Su Majestad desea en la mayor fidelidad al espíritu de sus reales intenciones.
Me miró indignado y replicó:
—¡Es el colmo! ¿Quiere acaso rectificar tu rey? ¿Se arrepiente de sus antiguos errores?
—Nada te diré si no me sueltas —insistí—. Y ya he dicho bastante…
—¡Ahora mismo te pondré en manos de los jueces! —gritó congestionado de cólera—. ¡Guardias, sacadlo de mi presencia!
—¡No, espera! —supliqué—. Por favor, llama a tu trujamán. Quisiera hablar con él para pedirle disculpas… Seguramente no sabe que estoy aquí.
—No se lo he dicho para no causarle sufrimientos. ¡Parecía tan ilusionado contigo…!
—Estará preocupado. Aunque sé que no me creerás, he de decirte que siempre fui sincero con él y con su hija Levana. Ha sido una casualidad, o el destino, que yo la conociera a ella en estas circunstancias. ¡Y te juro que la amo! Soy un caballero y nunca engañaría en eso a una mujer.
—¿Más mentiras? ¿Cómo viniste a esta casa, sino por medio de ellos? Sedujiste a esa pobre cándida para ganarte a toda su familia y así poder entrar aquí.
—Haz lo que quieras conmigo. Pero antes acoge este ruego: he de verlos.
Se quedó pensativo. Y me pareció descubrir cierta compasión en el fondo de sus fríos ojos. Otorgó al fin:
—Está bien. Hablarás con él.
El duque me permitió encontrarme con Isaac Onkeneira en una sala de palacio. Aunque antes le había advertido de que yo era un espía del Rey Católico.
El anciano trujamán tenía el rostro ensombrecido y la mirada perdida». Con tono infinitamente triste, me dijo:
—Ella se morirá de pena.
Yo quise abrazarle, pero él se apartó. Entonces le manifesté con la mano sobre el corazón:
—Nunca estuve contra el duque, no he pretendido causarle ningún perjuicio, y mucho menos a ti y a tu familia, querido amigo. He aprendido muchas cosas entre vosotros. Y ahora, te lo ruego, debes escucharme con atención. Hablaré desde el fondo de mi alma. Estoy en un gran peligro, me doy cuenta de ello y, como todo hombre que teme por su vida, me encuentro embargado por una gran ansiedad. Eres muy sabio y ahora sólo puedo confiar en tu buen juicio. ¿Vas a escucharme?
Me pareció que estaba tranquilo, pero no me miraba a los ojos. Taciturno, respondió:
—Y pensar que albergué incluso la esperanza de que te hicieras judío… ¡Qué ilusos hemos sido! Nos pareció que no eras sino un pobre muchacho que tuvo que sufrir desdichas sin cuento, cautiverios y todo tipo de humillaciones. En nuestras conversaciones familiares hablábamos de ti con ternura. Creíamos que te afligían las dudas…, que en el fondo no eras cristiano, ni musulmán, ni nada…, que eras un alma en búsqueda… Queríamos darte una fe y una casa. ¿Comprendes? ¡Qué gran ironía! Y resulta que…
—Isaac —le pedí con ansiedad—, debes creerme, te lo ruego. Durante estos meses hemos tenido suficiente tiempo para hablar sobre muchas cosas. En tu casa he aprendido que los judíos sois gente de bien, pacíficos súbditos que no pretendéis hacer mal a nadie, sino cumplir con vuestras obligaciones y dedicaros a vuestros propios menesteres. Como cualquiera que teme a Dios. Es difícil que tú y yo nos entendamos en todo, en eso te comprendo y puedes tener por seguro que me entristece mucho; pero yo no soy el mismo hombre que vino a espiar en primavera. He comprendido que no hay doblez en vosotros. Y no debes verla en mí. Únicamente he pretendido salvaguardar mi vida.
—Ésas son palabras hermosas —dijo sin dejar de parecer muy afligido—. Pero me temo que sean sólo eso; palabras. Tu rey te ha enviado aquí porque sabe que eres inteligente y seductor; alguien capaz de embaucar a quienes él considera sus adversarios, para sacarles información. No eres más que un espía, Cheremet Alí; o como te llames, pues estoy cierto de que tienes otro nombre y que ése con que te has presentado entre nosotros es falso, como todo en ti.
—¡No digas eso!
—Es la verdad.
—Es parte de la verdad —repliqué—. He venido a traer un mensaje, no a llevarme información. Sólo os ruego que me prestéis atención.
—¿Qué puede querer ese rey cristiano de nosotros, los judíos? ¿Nos arrojaron fuera de su reino y ahora se acuerda de nosotros?
—Posiblemente quiera enmendar alguna cosa…
—Tiempo tuvo su padre el Emperador para hacerlo. Ahora es tarde. Ya nos hemos hecho aquí otra vida. Ninguno de nosotros desea regresar a España. Tememos a la Inquisición y a la intransigencia de las gentes cristianas fanáticas.
—Siempre hay tiempo para recobrar la cordura. Es verdad que anda todo endemoniado, pero se puede intentar…
—¡Qué locura es ésta! —exclamó de repente—. ¿Cómo se te ocurre plantearme algo así? ¿Estás tratando de hacerme creer que has venido a proponerle a mi amo el duque que regrese a España? ¡Eso es imposible!
—Estoy tratando de hacerte comprender que debo explicarle algo a don José con sumo detenimiento. He traído unos obsequios de parte de Su Majestad y las mejores intenciones para entrar en conversaciones con tus amos. Quizá se les puedan abrir las puertas para que regresen a sus antiguos dominios, subsanados todos los errores cometidos. Es el mejor camino para solucionar muchos problemas.
—Pero… ¡Somos judíos! La reina Isabel la Católica nos expulsó y la Inquisición no nos da respiro… ¿Nos respetarían si conservamos nuestro credo?
—Eso que me preguntas excede de mi cometido. A mí me envían para iniciar las conversaciones con los Mendes.
Observó él con circunspección:
—Creo que empiezo a comprender algo. El rey te envía para que le digas a don José que estaría dispuesto a recibirles de nuevo entre sus súbditos… Pero… ¿Por qué no me lo dijiste abiertamente desde el principio?
—No podía. Hay muchas barreras que atravesar. ¿No lo entiendes? Tenía que buscar la ocasión oportuna. Si no, me habrían descubierto enseguida y ahora estaría muerto. He sido sumamente cauteloso y, a pesar de ello, ya estás viendo en qué situación me encuentro.
—Lo comprendo. Si el Gran Señor llegase a enterarse de que el Rey Católico planea llevarse de nuevo a los Mendes…
—No lo consentiría. No hay relaciones entre el Gran Turco y mi rey. ¡Son los mayores enemigos! Todo lo que se habla entre Constantinopla y España es bajo el mayor sigilo.
—En eso tienes razón —dijo más animoso—. Y quiero llegar a creerte del todo. A fin de cuentas, me reconforta saber que sólo cumples órdenes. Pero, dime, ¿entonces eres cristiano?
—Plenamente convencido. Aunque no por ello tengo nada contra vosotros los judíos. Ya te he dicho que he comprendido muchas cosas. ¿Me crees?
—Te creo. Y ahora he de saber tu nombre.
—Luis María Monroy me llamo en cristiano.
De nuevo se entristeció. Meditabundo, murmuró:
—¡Cómo lo siento por Levana!
—La amo —manifesté limpiamente—. Reconozco que os he mentido. Mi misión me lo exigía. Pero no hay nada falso en mi amor. Ella ocupa todo mi corazón…
—¡Qué complicada es la vida! —sentenció—. ¡Cuándo cesará de una vez toda esta confusión, oh, Elokim, el Señor!