18
En el alcázar de Segovia despachó con los secretarios reales primeramente el comendador, sobre sus propios asuntos, como era de comprender. Estuvo toda la mañana en las dependencias del palacio, mientras yo esperaba mi turno en un recibidor austero, donde un enorme reloj señalaba las horas, eternas, con un monótono y metálico tictac.
Por fin apareció un escribiente con papel y cálamo y me hizo muchas preguntas. Anotó cuidadosamente mi nombre, apellidos, lugar de nacimiento, orígenes, linaje, estudios, habilidades y aficiones. Una y otra vez me hacía repetir las mismas cosas, hasta que estaba completamente seguro de la contestación para escribirla pacientemente.
—¿Trae vuestra merced carta de presentación?
—Vengo con su excelencia el comendador frey Francisco de Toledo —respondí.
—Eso ya se sabe —dijo fríamente—. Me refiero a si trae vuestra merced algún documento de los superiores de Alcántara.
—He aquí el suplicatorio hecho por el reverendo padre prior del convento de San Benito, en el cual solicita de Su Majestad que me sea concedida la licencia para salir de dicho convento.
—¿A ver?
Le extendí el documento y él lo leyó con sumo detenimiento.
—Bien —dijo—. ¿Algo más?
—No, señor —contesté—. Sólo se me ha comunicado que debía comparecer antes los secretarios reales.
—¿Se pide de vuestra merced algún servicio en concreto? —insistió.
—Es cosa reservada, según se me ha dicho.
—Bien. En ese caso, aguarde vuaced a que se le llame.
Y dicho esto, desapareció por donde había venido.
Pasó el mediodía y me atenazaba el hambre, pues no había probado alimento desde la tarde anterior, dadas las prisas del comendador. El reloj persistía en su aburrido ritmo y yo no tenía mayor entretenimiento que dar vueltas en la cabeza a mis pensamientos cargados de incertidumbre.
En esto, se abrió la puerta y entró un mayordomo que venía a acomodar en el recibidor a alguien que, como yo, debía aguardar su turno para los despachos. Era éste un joven caballero que vestía el hábito de San Juan. Me puse en pie. Ambos nos saludamos como corresponde.
—Frey Luis María Monroy de Villalobos —me presenté—. Novicio de Alcántara.
Él sonrió y me miró fijamente. Era alto, de amplios hombros, fornido, de buena presencia y cierto porte arrogante; el pelo rizado muy negro, igual que los ojos, penetrantes y vivos.
—Soy frey Juan Barelli —dijo con marcado acento italiano—, del convento de San Juan de Jerusalem, de la ínsula del Malta; tuitio fidei et obsequium pauperum.
Había dispuestas varias sillas en aquel recibidor. Nos sentamos casi al mismo tiempo, el uno al lado del otro. Ninguno dijo nada más. Él se entretenía observando un cuadro viejo y oscuro en el que estaba pintado un santo. Y yo perdía la mirada en el único ventanuco que se abría a los patios.
Supongo que ambos estábamos igualmente algo desconcertados.
De soslayo, volví a fijarme en él. Debía de tener mi misma edad o quizás era algo más joven que yo. Su piel curtida delataba una recia vida al aire libre, o tal vez muchos días a bordo de un barco. Pero también pensé que el broncíneo aspecto podía deberse a las largas horas de guardia en las almenas de aquella lejana isla fortificada.
Las últimas palabras dichas por el caballero que ahora permanecía silencioso y meditabundo, situado a mi contado, resonaban en mi mente: «Tuitio fidei et obsequium pauperum; todo por la fe y la atención a los pobres». Era el lema de la vieja, legendaria, Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, cuyo hábito él vestía.
Me sabía yo al dedillo la magnífica historia de esa orden de caballeros. Fue fundada por el bienaventurado Gerardo allá por el siglo onceno en Palestina, tierra de nuestro Señor Jesucristo, para proteger a los cristianos de Oriente. Después, cuando cayó Tierra Santa en manos de los infieles mahometanos, pasó a instalarse en la isla de Chipre y más tarde a la de Rodas. Tras un asedio terrible del turco Solimán II, el gran maestre Felipe de Villiers abandonó las fortalezas con honores de guerra. Fue el invicto emperador Carlos quien dio luego a los valientes caballeros uña nueva isla, la de Malta, en el año del Señor de 1530. Nunca abandonó la Orden de San Juan su vocación hospitalaria y combatiente. Su flota de galeras no era grande, pero resultaba eficacísima y era la más disciplinada de la cristiandad; daba custodia a los mercaderes que navegaban a Siria o Palestina y protegía muchas plazas importantes de las costas frente a la piratería, el corso y el constante asedio del turco. Era, pues, para nuestros reinos esa isla de Malta un enclave estratégico de primera magnitud, por recalar siempre allí las escuadras que iban a dar guerra al turco y por ser la punta de lanza de las campañas contra Túnez y Argel.
Por eso, cuando se tuvo noticia en diciembre de 1564 de que la flota del Gran Turco se preparaba para atacar Malta, el rey Felipe II corrió en socorro de los caballeros hospitalarios. El propio papa Pío IV llamó a toda la cristiandad para que se uniera en aquella hora difícil y acudiera a defender la bienaventurada isla.
Me honraba haber sido elegido por la fortuna para saber en Constantinopla, cuando fui cautivo, el guardadísimo secreto del día y la hora en que la flota turca tenía previsto arribar a la costa maltesa y dar comienzo a su asedio. Quiso Dios que pudiera yo escapar llevando a la cristiandad el preciado tesoro de tan inestimable noticia. Gracias al aviso que di al virrey de Sicilia, pudo aprestarse el gran maestre, Juan de La Valette, y mandar hacer los aparatos de guerra necesarios para la defensa.
EL 29 de junio desembarcaron en Malta los primeros seiscientos hombres que venían a dar auxilio, al mando de donjuán de Cardona, y consiguieron peligrosamente llegar al burgo, pues ya desde el 18 de mayo la escuadra turca había alcanzado la costa y comenzaba el ataque.
Los sitiados se defendían con denuedo. El 7 de septiembre desembarcó al fin la flota cristiana que enviaba el Rey Católico. Iba yo en una de las naves y participé en aquella hora gloriosa bajo el mando de mi general don Álvaro de Sande, hombre ya de avanzada edad, de más de setenta y cinco años, pero más valiente y arrojado que el más mozo de los soldados. Siete días duró el fiero combate, y el 14 de septiembre la flota turca se retiró con numerosísimas bajas, entre las cuales se contaba la del corsario Dragut.
La victoria llenó de alegría a toda la cristiandad. Hasta el mismísimo Papa nos recibió en sus palacios de Roma y nos bendijo.
El caballero que estaba a mi lado, aunque ignoto para mí, debía de conocer muy bien toda esa historia. Era muy posible que, por su edad y por estar ya autorizado para vestir el hábito de San Juan, hubiera estado presente en aquella jornada de tan feliz memoria.
Me asaltó el deseo de preguntárselo. No por presumir de que había sido yo quien llevó el aviso, sino por compartir el recuerdo de unos pasados y célebres hechos que a buen seguro habíamos vivido en posiciones cercanas.
Pero, justo en el momento que me decidí a hablarle, se abrió la puerta e irrumpió el mayordomo para avisar:
—Frey Luis María Monroy de Villalobos, tenga la bondad de acompañarme vuestra caridad, es llegado su turno.
Después de un largo corredor, atravesamos un amplio salón decorado con lujo. El mayordomo golpeó con los nudillos una puerta y pidió permiso para entrar. El escribiente que me interrogó un rato antes me recibió en un despacho pequeño. Sólo me dijo:
—Su excelencia el secretario de Estado don Antonio Pérez tiene la gentileza de recibiros.
Descorrió una cortina y me indicó con un gesto de su mano que pasara a una estancia contigua. Era un despacho mucho más grande, donde se hallaba sentado, tras una enorme mesa abarrotada de papeles, un caballero esbelto, de nariz fuerte, barba y bigote cortos, castaños, y una mirada un tanto lánguida.
Se puso en pie y se aproximó a mí diciendo con estudiada cortesía:
—He aquí al caballero de Alcántara. ¡Bienvenido!
Contesté con una cumplida reverencia.
El escribiente se marchó sin volver a correr la cortina. Pero cerró la puerta del primer despacho tras de sí. El secretario y yo nos quedamos solos, el uno frente al otro.
Se acercó él a mí un poco más y, enarcando una ceja con aire interesante, me dijo:
—Y ahora que nadie nos oye, ¿será vuestra merced capaz de mostrar tanta sinceridad como si se hallara ante un confesor?
Debió de notar que me inquietaba una pregunta así, hecha por alguien a quien acababa de conocer, porque se apresuró a explicar, con una sonrisita que manifestaba suficiencia:
—Mi leal caballero de Alcántara, está aquí vuestra merced para recibir secretísimas informaciones que atañen a los más graves asuntos de Estado. Como se ha de comprender, no se elige a cualquiera para tal menester. Su Majestad ha depositado en mi persona toda su confianza para los negocios en Italia y Oriente. De manera que en este momento es como si vuestra merced estuviera ante el mismísimo rey de las Españas, salvando el respeto que merece su augustísima persona a quien Dios guarde.
—Comprendo, excelencia —respondí—. Estoy a la total disposición de Su Majestad y, por lo tanto, a la de vuestra señoría. No he venido a otra cosa sino a cumplir con lo que se me mande.
—Bien, bien… —asintió—. Pues vayamos a ello, que la cosa apremia. Ni que decir tiene que todo lo que aquí se ha de hablar es cosa muy reservada al servicio más inmediato de Su Majestad. Por ello, entienda vuestra merced que está bajo juramento desde este preciso instante. Dios habrá de demandárselo si falta en esto.
—Puede el Rey nuestro señor confiar plenamente en mí y vuestra señoría. Dése por hecho el juramento desde ahora —afirmé, mirando hacia el crucifijo que estaba sobre la mesa.
Conforme el secretario, inició un exhaustivo interrogatorio, semejante al que me hizo anteriormente el escribiente. Volvió a preguntarme sobre mis orígenes, familia, educación, aficiones… Insistía una y otra vez en las cuestiones relativas al servicio de las armas y le interesaba mucho saber quiénes habían sido mis superiores en esto. Luego dio paso a cosas más íntimas: si era yo aficionado al vino, al juego, a las mujeres galantes o públicas, si tenía amantes, queridas, enamoradas o si frecuentaba casas de lenocinio, tercerías o alcahueterías. Quiso saber también si era dado a las pendencias, si tenía enemigos, deudores o adeudados; si estaba obligado por promesas, si tenía bienes dados en prenda; cuál era mi fortuna, mis derechos y prebendas; los favores que había recibido de vivos y muertos…
Mientras yo hablaba, él tomaba notas y se quedaba pensativo, mirándome muy fijamente, como si quisiera leer mis pensamientos. Con frecuencia, me hacía volver a repetir algo que ya le había contado antes. Pero, como viera que no me contradecía en la segunda versión, musitaba satisfecho:
—Bien, bien…
Más exasperante aún resultó el cuestionario que me hizo sobre los años de cautiverio. Quería saber con todo detalle lo que había hecho yo en ese tiempo, mes a mes. Y anotó los nombres de todas las personas que traté en Constantinopla, mis amigos, o simples conocidos; aunque, más que nada, se interesó por mis posibles enemigos. Y parecía muy contento de oír que casi nadie allí podía mirarme mal. De nuevo repetía:
—Bien, bien…
Con mucha paciencia, se aplicó finalmente a lo que a mi falsa conversión a la secta mahomética se refería. Me preguntó por los ritos y costumbres de los turcos y por sus creencias e instrucciones religiosas. Hube de recitarle el credo de Mahoma que recordaba a la perfección:
—La illaha illa allah Muhamed Resoul Allah…
Y los rezos más frecuentes:
—Bismillah al-Rahman al-Rahim…
—¡Oh, maravilloso! —exclamó—. ¿Puedes hablar su lengua?
—La entiendo, la pronuncio y la escribo. Sé de memoria poemas, canciones, proverbios y dichos. Excelencia, ya os he dicho que viví allá más de un lustro. Cuando aprieta la necesidad, se aguza el ingenio.
—Bien, bien…
Repasó las notas que había tomado. Precisó algunos detalles, hizo un par de preguntas más y después se quedó sumido en sus cavilaciones.
Por mi parte, esperaba ansioso a que concluyera la audiencia, pues me moría de hambre. Así que me sentí muy aliviado cuando dijo:
—Mi caballero de Alcántara, sólo me queda averiguar de vuestra persona un pequeño detalle…, pero de suma importancia.
—Vuestra señoría dirá de qué se trata.
—Bien… es delicado…
—Pregunte vuestra señoría lo que desee saber.
—No es cosa de preguntar, sino de ver —dijo con su media sonrisa tan inquietante dibujada en la cara llena de suspicacia.
—¿De ver?
—Sí, de ver. Necesito que me mostréis vuestro miembro viril.
Me quedé extrañado al principio. Pero pronto comprendí el porqué de su curiosidad.
—Mi circuncisión es perfecta —dije—. Ningún musulmán dudaría de ella.
—Caballero —insistió—. He de comprobarlo…
No sin pudor, accedí a lo que me pedía.
—Bien, bien… —dijo, muy conforme, mientras observaba mis partes pudendas. Y con aire compadecido, añadió—: Debe de ser duro tener que portar esa marca de por vida…
—Señoría —observé—, ¡Dios salve mi alma…! Nunca tuve intención de guardar la secta de Mahoma. Si me dejé hacer esto fue para poder tener acceso a los secretos de los turcos haciéndome pasar por uno de ellos sin despertar sospechas. Dios quiso que aquel sacrificio mío me valiera después la honra de prestar tan grande servicio a la causa cristiana.
—¡Oh, claro, claro…! Mi querido caballero de Alcántara, no se hable más de este asunto. Nada queda ya por saber de vuestra persona para el menester que ha de serle encomendado.
—Ardo en deseos de saber en qué consiste.
—Y ha llegado el momento de revelároslo —dijo circunspecto—. Pero, antes, vuestra merced y yo hemos de tomar algún alimento, pues ha mucho tiempo ya que pasó la hora del almuerzo sin que hayamos cumplido con esa vital necesidad. Y bueno es decir aquello de que «si es menester trabajar, antes se ha de yantar». ¿No os parece?
—Sea, señor. No os ocultaré que tengo apetito.
El secretario hizo sonar una campanilla que tenía sobre la mesa y acudió enseguida el subalterno, a quien dio la orden de que se nos sirviera el almuerzo.
No tardó en venir un criado empuñando un curioso carrito donde estaban dispuestas en sus platos y fuentes diversas viandas: huevos fritos, jamón, chuletillas de cordero, almendras tostadas y pan tierno. También venía una jarra grande y dos copas.
—Es vino de Cigales —explicó el secretario—:, no hay otro mejor en Castilla. Lo traen cada año para Su Majestad, y él, que sabe que me place tanto, me reserva algunos cántaros. Pruébelo vuestra merced y verá —me ofreció.
—Delicioso —dije, en honor a la verdad, después de catarlo.
—Dejadnos solos —ordenó él a la servidumbre.
Recuerdo que comí con avidez, delante de su atenta mirada. Sin embargo, el secretario apenas mojó un pedazo de pan en la yema del huevo y se llevó a la boca una lasca de jamón.
Bebía, eso sí, abundantemente, con pequeños y delicados sorbos, y llenaba una y otra vez las copas.
—Ahora debe vuestra merced poner toda su atención —me mandó—. Ha llegado el momento en el que se ha de desvelar el secreto.
—Soy todo oídos —dije, soltando sobre el plato el hueso de la última chuleta.
—Bebamos un trago más de este vino —propuso—. A ambos nos ayudará, pues el asunto es serio.
Bebimos y permanecí muy aplicado a la escucha.
Me explicó que debía hacer un largo viaje. Embarcaría primeramente en Valencia lo antes posible con destino a Sicilia. Debía entrevistarme allí con el virrey para recibir instrucciones y después una galeaza me recogería para cruzar el estrecho de Messina y navegar a lo largo del Adriático hasta Venecia. Era en esta ciudad donde daba comienzo la misión. La cual consistía en hacerme pasar por mercader turco y conseguir información sobre una importante familia de judíos del gueto. Dichos hebreos eran conocidos como los Nasi, pero en realidad se apellidaban Mendes, y procedían de Portugal, donde ejercieron el comercio enriqueciéndose enormemente. Abandonaron Lisboa para escapar de la Santa Inquisición, pues fueron considerados marranos, es decir, judíos en apariencia conversos que seguían practicando su religión en secreto.
—¿Qué he de averiguar acerca de esos hebreos? —le pregunté.
—En principio todo lo que le sea posible a vuestra merced. El conocimiento de las aficiones, intereses e intenciones de los Mendes es de suma importancia para los negocios de Su Majestad. Esa familia vive hoy en Constantinopla y es muy poderosa e influyente en la corte del Gran Turco. Pero no os resultará fácil entrar en contacto con ellos sin la información que habréis de recabar en Venecia.
—Comprendo… Entonces se trata de acercarme a ellos de la manera que sea. Lo cual, si he entendido bien lo último que se me pide, supone que habré de ir a Constantinopla después de Venecia.
—Sólo si vuestra merced está seguro de que podrá acceder a ellos.
—¿Y cómo lo sabré?
—Las circunstancias hablarán por sí solas. De eso se trata precisamente. Desde aquí, es muy difícil saber cuál es la actitud de los Mendes al día de hoy. Pero sus permanentes contactos comerciales con Venecia son el mejor cauce de información acerca de ellos. Vuestra merced, haciéndose pasar por mercader, podrá averiguar muchas cosas en los puertos y lonjas.
—¿Me espera alguien allí, en Venecia? —quise saber.
—Naturalmente. Siempre ha contado Su Majestad con buenos enlaces en la Serenísima República. Actualmente no hay embajador español allá, pues el nuevo está recién nombrado y se halla todavía en España. Pero el secretario de la embajada, de nombre García Hernández, es un caballero que merece toda la confianza. A él le debemos las informaciones más útiles sobre el Levante. Deberá vuestra merced ponerse en contacto con él con el mayor sigilo, para que le diga puntualmente lo que ha de hacer y le entregue la cifra.
—¿La cifra? —pregunté—. ¿Qué es eso?
—¡Oh, claro, cómo habría de saberlo vuestra merced! —exclamó, con una enigmática sonrisa—. Se trata de un código secreto que se utiliza para enviar los mensajes sin que nadie pueda leer su contenido; una clave para enviar los avisos con seguridad.
—Entiendo.
—Bien —añadió—. Sólo me resta pues decir que vuestra merced tendrá compañía en la misión. Su Majestad, como Gran Maestre de todas las órdenes militares y caballerías, no permite que ningún caballero miembro de la Orden salga solo a empresa alguna. Así que he resuelto que vuestra merced vaya con otro compañero. Se trata de un freile de la Orden Hospitalaria de San Juan. Podéis confiar plenamente en él, pues es hombre de muy probada virtud. Vuestras caridades harán el viaje juntos y podrán auxiliarse en cualquier peligro.
Enseguida comprendí que se refería al caballero de San Juan que acababa de conocer y que aguardaba su turno en el recibidor. Pregunté:
—¿Cuándo habré de unirme a él?
—Mañana mismo. Pues todavía queda a ambos por hacer algo importantísimo, sin lo cual no se podrá dar ni un solo paso.
—¿De qué se trata?
—Mañana lo sabrá vuestra merced. Es cosa muy reservada y, como digo, de suma trascendencia —manifestó, con gran solemnidad—. A primera hora de la mañana deberá vuestra merced estar aquí de nuevo. Yo mismo le acompañaré a un lugar donde se cumplimentará ese primordial requisito. Después partirá inmediatamente con destino a Valencia para embarcarse.