24

Pasamos una primera semana distraídos visitando la ciudad y sus mercados. El clima de Venecia no es demasiado saludable a causa de la humedad y el maloliente vaho que emiten los canales, pero termina uno acostumbrándose. Y resulta entretenido deambular por las calles prestando atención a la especiería y la variedad y riqueza de los objetos de todo género que se exhiben en cualquier parte. Aunque no cultivan la tierra ni tienen ganados, los venecianos son muy buenos fabricantes de tapices, los más hermosos del mundo, así como de soberbias telas de seda carmesí, terciopelo y tejidos de lana de diversos colores, con frecuencia bordados con oro salpicado de perlas y pedrería. También son inmejorables artífices del vidrio, la platería y el azabache.

Admirado por tan abundante y preciada mercancía, Hipado preguntaba:

—¿Cuándo vamos a comprar? Hay todo género de telas aquí, sedas, damascos, terciopelos… ¡Mirad qué maravilla!

—A su tiempo se harán los negocios —contestaba yo—. Ahora contentémonos contemplando todo esto.

Pero la saturación de cosas bellas, tesoros y colores termina por cansar la vista. Sin nada mejor allí que hacer, finalmente estábamos aburridos por no tener más oficio que ver y holgar. El tiempo pasaba y nadie venía en nuestra busca.

—¿Y si fuéramos nosotros a dar aviso de que ya estamos aquí? —insistía una y otra vez Barelli—. Puede ser que no estén enterados de nuestra llegada.

—No, no, no —negaba yo—. No nos precipitemos. Los secretarios de Su Majestad pusieron empeño en advertirnos de que no debíamos impacientarnos en ningún caso. Un paso mal dado puede dar al traste con todo el plan.

—Pero… El tiempo pasa y…

—Paciencia, Barelli. Dejemos que todo transcurra según lo dispuesto. Aguardemos a que vengan a darnos razón.

Transcurrió una semana más, en la que ya nos parecía que lo teníamos todo más que visto, y el único que se ponía en contacto con nosotros era el dueño de la fonda, que, extrañado, no tuvo reparo alguno al decirnos:

—Señores, veo que no os decidís aún y, a pesar de que lleváis aquí quince días, no compráis nada. ¿Buscáis algo en concreto? ¿Puedo asesoraros? Mirad que en Venecia hay de todo…

—Esperamos todavía mejores precios —observé, para salir del paso.

—Ah, claro, señores. Vosotros sois los únicos dueños de vuestro dinero. Pero, ya sabéis, si en algo puedo ayudaros, no dudéis en reclamar el socorro de mi gran experiencia. ¡Veinte años llevo entre mercaderes! De aquí nadie se va descontento.

Cuando estuvimos a solas Barelli y yo, él me dijo:

—¿No empezará a sospechar el Ai Morí éste?

—No tiene por qué. Si nos pregunta es llevado por su curiosidad de negociante. Nada tenemos que temer.

Pasados otros cinco días, y cuando se ya contaban veinte desde nuestra llegada, se presentó en la fonda alguien preguntando por Cheremet Alí, que era el nombre de turco con el que me identifiqué.

—Señor —me avisó uno de los sirvientes de Ai Morí—, aquí hay un hebreo que te busca.

—¿Un hebreo? —dijo Barelli—. ¡Por fin! Debe de ser el marchante que esperábamos. Vamos allá.

—No —repuse—. Mejor iré yo solo. Ese hombre pregunta por mí.

—¡Iremos los dos! —replicó él con ímpetu—. Esto afecta a ambos. Hipacio se quedará aquí.

—Bien, no vamos a discutir ahora precisamente —otorgué.

Cuando bajamos al recibidor nos encontramos con un hebreo de muy buen aspecto, de unos treinta años, ojos oscurísimos y pelo negro, fuerte y rizado. Sonriente, se presentó:

—Soy Simión Mandel. ¿Quién de vuestras mercedes es el señor Cheremet Alí?

—Servidor —dije—. Le esperábamos impaciente.

—He tenido dificultades —contestó, sin dejar de sonreír.

En esto, irrumpió impetuosamente el dueño de la fonda y exclamó:

—¡Oh, señor Mandel, cuánto honor! ¿Qué le trae por esta humilde casa? Hace tiempo que no teníamos la dicha de ver a vuestra merced.

—He estado viajando —respondió el hebreo—. Pero hoy tengo un importante asunto que tratar con el señor Cheremet Alí, tu huésped.

—¡Maravilloso! —dijo Ai Mori, henchido de satisfacción—. Me alegro muchísimo de que estos honorables señores, a quienes sirvo desde hace tres semanas, hayan dado al fin con lo que buscaban. Pero ¡Alá sea bendito!, nada más lejos de mi intención que interrumpiros. Quedad solos y haced con tranquilidad buenos tratos, que ya me encargaré yo de que os sirvan un refresco a base de agua fresca almizclada y endulzada con miel de azahar.

—Muchas gracias por esa atención, hospedero —repuso Mandel—, pero no tenemos tiempo. Nos aguarda una ardua jornada de negocios y hemos de irnos inmediatamente al establecimiento de los hermanos Di Benevento. Nos esperan impacientes.

—¡Oh, claro! —exclamó el hospedero—, los Di Benevento… ¡Qué magníficos terciopelos! Id, id con Alá y que todo salga según vuestros deseos, señores.

Nos disponíamos a salir de la fonda cuando, antes de llegar a la puerta principal, el tratante hebreo se detuvo e indicó con delicadeza:

—No quisiera ser descortés… ¡Cielos, no se ofendan conmigo! Pero no es necesario que vayamos todos a los almacenes de los hermanos Di Benevento. Bastará con que el señor Cheremet Alí me acompañe.

—¿En? —protestó airado Barelli—. ¡Nada de eso! En este negocio estamos él y yo de la misma manera. No me quedaré aquí.

—Yo también iré —dijo Hipacio—. He de ver esos terciopelos.

—¡Tú te callas! —le grité al sastre.

—¡Es mi trabajo! —replicó él—. ¿A qué he venido yo a Venecia sino?

Comprendí que podían complicarse las cosas si nos poníamos a discutir. Así que le dije a Mandel:

—Si no te importa demasiado, mis compañeros vendrán también.

—Sea —otorgó él, algo azorado—. Pero partamos ya, que se hace tarde.

Cuando salimos, nos encontramos amarrada frente a la puerta una de esas barcas alargadas que usan los venecianos para ir de una parte a otra de la ciudad navegando por los canales.

—Vamos, subid —nos dijo el hebreo.

Una vez embarcados todos, Barelli le preguntó impaciente:

—¿Quién te envía?

—Nada puedo decir —contestó Mandel entre dientes.

Me di cuenta de que mi compañero estaba demasiado nervioso y comencé a inquietarme. El barquero soltó la amarra y dos remeros hicieron que la embarcación se deslizase con ligereza. Noté por un levísimo gesto de Mandel que no debíamos hablar delante de ellos.

—Tranquilicémonos —propuse para desviar la conversación—. Disfrutemos del paseo. Mirad qué bellos puentes y edificios.

—¡Maravilloso! —suspiró Hipacio, entrecruzando sus dedos gordezuelos sobre la barriga abultada—. Pero ya ardo en deseos por ver esas telas.

—Qué telas ni que… —balbució Barelli, rabioso—. Esto no me gusta nada… ¿Adónde demonios nos lleva el judío este?

—¡Barelli, por Dios! —le traspasé con la mirada.

—¡Mierda! —rugió.

Mendel forzó la sonrisa cuanto pudo, enseñando todos sus blancos dientes, y dijo displicente:

—Señores, no os preocupéis. Confiad en mí —hizo un guiño y un disimulado gesto, para hacernos comprender que el barquero y los remeros no debían ser testigos de la discusión—. Todos los negocios que haremos esta mañana serán satisfactorios. No hay motivo para inquietarse.

Fuimos ya en silencio hasta detenernos frente a un bello edificio en cuya fachada lucían tapices, flámulas y gallardetes de todos los colores.

—Hemos llegado, señores —anunció el hebreo—. He aquí el establecimiento de los Di Benevento.

Nada más entrar en el almacén, quedamos deslumbrados por la belleza y el colorido de cuanto allí había: esculturas de bronce, muebles, cortinajes, alfombras, cuadros, telas de los más diversos géneros, almohadones, vidrios, vajillas…

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos, caros señores! —se apresuraron a recibirnos media docena de sirvientes, solícitos, elegantes, ataviados cual si fueran príncipes.

Al momento acudieron también los dueños del negocio, los Di Benevento, que eran cuatro hermanos de muy buena presencia, distinguidos y de movimientos delicados.

Simión Mendel nos presentó a ellos y luego indicó:

—Tenemos toda la jornada para hacer negocios con tranquilidad. Hoy el establecimiento, por gentileza de los Di Benevento, permanecerá cerrado para la calle y abierto únicamente para nosotros. Así que podéis tomaros tiempo para admirar el género.

—¡Oh, qué gentileza! —gritó Hipacio, que estaba como fuera de sí entre tanto lujo.

El que parecía ser el mayor de los hermanos, llamado Aldo Di Benevento, nos dijo en perfecto español:

—Ahora se os servirá comida y un buen vino, amigos. No tenemos prisa. Id mirando por donde queráis, estáis en vuestra casa, y si veis algo que os interesa no tenéis más que decirlo.

—¡Maravilloso! —exclamó el sastre—. Empezamos por esos famosos terciopelos.

—Hay tiempo para todo —dijo amablemente Aldo—. Ahora tomemos unos tragos.

Uno de los criados repartió copas y escanció un delicioso vino, que era de un color rojo, muy brillante, aromático y algo dulce.

—¡Excelente! —afirmé, tras degustarlo.

—Es del Véneto, della Valpolicella —explicó, Benomi, otro de los hermanos.

—¡Riquísimo! —exclamó Hipacio, después de apurar la copa entera.

—¿Un poco más? —le ofreció Aldo.

—¡Naturalmente! —asintió el sastre con la avidez dibujada en el menudo rostro de brillantes ojillos.

En esto se aproximó un criado y le dijo algo al oído al mayor de los Di Benevento.

—Señores —indicó el mercader—, la persona que aguardábamos ya ha llegado por el canal que da a la parte trasera de la casa y está en la trastienda.

—¿Aguardábamos a alguien? —preguntó Barelli.

—Sí, claro —contestó Mandel—. Los tratos que nos traen aquí precisan la intervención de alguien que debía reunirse con el señor Cheremet Alí en privado.

—¿Eh? —replicó el de Malta—. ¿Con el señor Cheremet Alí solamente? ¿Y yo? ¿Es que yo no pinto nada aquí?

—Comprendan, señores, que tengo órdenes —repuso tímidamente el hebreo, sin abandonar su habitual sonrisa, pero visiblemente nervioso.

—¿Órdenes? —contestó airado Barelli—. ¡Estoy viendo que aquí no pinto nada!

Me inquieté una vez más a causa de la intemperancia de mi compañero. Y con suavidad, para no enfadarle más, le propuse:

—Hermano Barelli, vayamos tú y yo un momento a un lugar reservado y pongámonos de acuerdo, con el permiso de estos señores.

Salimos de la casa mi compañero y yo y fuimos a la estrecha calle que discurría paralela al canal, la cual estaba muy concurrida, abarrotada de mercancías y gente que vendía de todo. En medio de aquel bullicio, le dije:

—¿Qué te pasa, hermano? Te veo soliviantado y molesto…

—¡Cómo no había de estarlo! —respondió—. No se cuenta conmigo. Ni se me nombra siquiera.

—Esperemos a ver qué pasa —dije, para tranquilizarle—. Dejemos que todo discurra por su orden, compañero. En esto estamos ambos de igual manera, cierto es, pero no sabemos aún qué hemos de hacer. No seamos impacientes y confiemos en el plan previsto. No te ofendas, hermano. Si ahora quieren tratar conmigo debe de ser por alguna razón importante. Quizá mañana te reclamen a ti.

—Está bien… —cedió al fin—. Pero aquí hay cosas que no me gustan nada…

—Regresemos al negocio. Entraré yo para tener conversaciones con esa misteriosa persona y tú aguarda disimulando, como si te interesaras por los terciopelos. No olvides que en todo momento debemos aparentar que somos comerciantes.

—Vamos allá. Pero no consentiré que se me relegue como a un inútil. ¡Ten eso en cuenta!

—No te alteres, por favor.

Entramos de nuevo. Entonces vi a Hipacio que, sin soltar la copa, estaba entusiasmado entre los tejidos que le mostraban los Di Benevento.

—¡Miren vuesas mercedes, señores! —exclamaba el sastre—. ¡Qué veludillos de seda y oro! ¡Oh, Santa María de Guadalupe, si el maestro Tinsauzelle viera todo esto! ¡Ah, mirad! —señaló corriendo hacia un gran rollo de tela—. ¡Baldoque negro! ¡Genuino baldoque negro como la noche! ¡Qué preciosidad! ¿Cuánto cuesta esta maravilla, señores di vendetodo?

—Benevento —le corrigió Mandel—, Di Benevento.

Encantados al ver su entusiasmo, los comerciantes se pusieron a negociar con Hipacio, mientras yo aprovechaba para ir con el hebreo a la trastienda.

—Por aquí, rápido —me decía él.

Atravesamos un par de corredores y descendimos por una vieja escalera de madera hasta una especie de húmedo sótano donde, curiosamente, penetraba el agua del canal bajo un arco, formado por una especie de embarcadero donde se hallaba varada una de esas chalanas tan alargadas y elegantes que ellos llaman «góndolas», en las que navegan los nobles y principales venecianos.

—Vamos, señor, embarque vuestra merced —me dijo el hebreo—. Yo le aguardaré junto a sus compañeros.

Tenía la góndola en su centro una especie de baldaquín todo cerrado con doseles. El barquero me tendió la mano, me ayudó a subir y retiró los telones. Dentro encontré a un caballero sentado, el cual me indicó con un gesto el lugar donde debía acomodarme. Cerró las cortinas y gritó:

Andiamo!

La góndola se puso en movimiento y, por las rendijas, vi que salíamos al canal. Pronto navegábamos pasando por delante de los bellísimos palacios, hasta llegar a un cauce mis ancho y transitado.

—Nos alejamos —le dije al misterioso caballero, que permanecía silencioso—. ¿Adónde vamos?

—No hay cuidado —respondió con pulcro acento castellano—. Simión Mendel se ocupará de todo. No se preocupe por los compañeros. Es sólo con vuestra merced con quien debo tratar.

—¿Puedo saber con quién hablo, caballero? —le pregunté.

—Soy el secretario de la embajada de Su Majestad el rey de las Españas en la república serenísima de Venecia. Me llamo García Hernández, para servir a Dios, al rey y a vuestra merced.

—¡Oh, por fin! —exclamé aliviado—. Ya empezaba a preocuparme tanto misterio.

—En estos menesteres toda precaución es poca —dijo con circunspección.

Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra que reinaba dentro del baldaquín, pude ver mejor al secretario. Era un hombre muy delgado, de cara melancólica, nariz prominente y frente despejada. Tenía cierto aire indiferente, apagado y frío, a pesar de la gran importancia del negocio que íbamos a tratar.

En cierto momento, descorrió la cortina que estaba a su lado derecho y señaló:

—Contemple vuaced qué hermosura.

—¡Vive Cristo! —exclamé al ver el exterior.

Habíamos llegado frente a unos edificios majestuosos que resplandecían a la luz del sol, después de aparecer repentinos en la desembocadura del canal por el que navegamos.

—Es el palacio ducal —explicó García Hernández, volviendo a correr la cortina.

La góndola pasó por delante de un amplio embarcadero, y a través de la rendija atisbé unas lujosas galeotas varadas.

—Ya podéis volver a mirar —dijo el secretario a la vez que retiraba nuevamente el dosel—. Aquello es la catedral de San Marcos. Ese templo es desde antiguo el orgullo de los venecianos.

Contemplé admirado las cinco cúpulas rematadas por brillantes cruces doradas. Como todo en Venecia, la visión resultaba extraña y sorprendente.

—Aquí nos detenemos —dijo el secretario—. Almorzaremos juntos en un lugar de confianza y podremos conversar tranquilos.

Echamos pie a tierra en un barrio muy refinado, por donde se podía caminar por calles estrechas, pasando delante de historiadas puertas y ventanas cuyos dinteles eran de pulcro mármol labrado. Después de adentrarnos por un complicado laberinto en el que, yendo solo, a buen seguro me habría perdido, entramos en una casa angosta desde cuyo zaguán ascendimos a un segundo piso. Nadie nos recibió. Pero García Hernández se movía con la seguridad de quien se encuentra en un lugar familiar.

—Tomemos asiento —propuso.

En la estancia había cuatro mesas, una de las cuales estaba preparada con mantel, platos, cubertería y vasos. Nos sentamos el uno frente al otro.

Signare Giuliano! —gritó con sonora voz el secretario.

Enseguida acudió un hombre de mediana edad que llevaba puesto un largo delantal.

—El señor Julián es español —explicó García—. Pero lleva aquí más de cuarenta años. ¿Verdad, Giuliano?

—Desde que tenía quince —respondió el tabernero.

—Todos los negocios importantes de la embajada se cierran aquí. ¿Qué tenemos para comer hoy, Giuliano? —le preguntó.

—Sopa de tuétanos primero y sarde in saor para después, señores.

—¡Umm…, me encanta! —suspiró el secretario—, sírvenos enseguida.

Tomamos la sopa en silencio. Estaba yo tan impaciente que no hice uso de la cuchara, sino que la bebí directamente del tazón.

—Se quemará vuaced —me advirtió el secretario, que parecía no tener prisa y se entretenía añadiendo pedazos de pan al caldo.

El siguiente plato estaba compuesto por una especie de escabeche a base de sardinas con mucha cebolla, piñones y unas pasas. Era delicioso. Gomo el vino, semejante al que nos sirvieron en casa de los Di Benevento.

—Y ahora, vayamos al grano —dijo por fin García Hernández, cuando hubo terminado con la última sardina y la última miga de pan, dejando limpio el plato.

—Para estar tan delgado, tiene vuestra merced gran apetito —le dije, buscando acortar distancias.

—Sufro dolores de huesos y resfríos frecuentes, a causa de este maldito clima húmedo, pero, gracias a Dios, la comida y la bebida me sientan muy bien.

—Me presentaré —dije—. Mi nombre verdadero es Luis María Monroy de Villalobos y…

—Ahorrémonos todo eso —me interrumpió. Se hurgó en las faltriqueras y sacó un fajo de papeles—. Aquí tengo cartas de los secretarios de Su Majestad en las que se me explica todo lo que necesito saber sobre vuestra merced.

—¿Entonces? —pregunté algo desconcertado—. ¿Qué he de decir?

—Nada. Pues yo soy el que debe hablar. Preste vuestra merced atención, pues he de explicarle con detenimiento en qué consiste la misión secreta que comienza aquí, en Venecia.

—Hable vuecencia lo que sea menester.

—Bien. Si hace unos meses la causa de Su Majestad tenía mucha necesidad del negocio que debe vuestra merced hacer en Constantinopla, ahora la cosa es mucho más apremiante —explicó con gravedad—. Amenaza a los reinos de España un peligro grandísimo que exige hacer uso de todas las armas. Pero ha de comenzarse por la más necesaria que nos ha dado Dios: la inteligencia.

—¿Qué ha sucedido en España? ¿Qué peligro es ése?

—Sabemos a ciencia cierta que el Gran Turco planea sublevar a los moriscos de Andalucía, para abrirse la puerta por la que poder entrar más fácilmente en tierra cristiana.

—¡Eso es terrible! —exclamé—. ¡Cómo puede ser tal cosa! ¡Imposible!

—No, lo que digo no es una temeridad fruto de suposiciones infundadas. Tenemos espías en Constantinopla que mandan avisos muy creíbles al respecto. Muerto el terrible Solimán, el nuevo sultán llamado Selim II manifiesta, según dicen, escaso interés por las cosas militares y por el gobierno de sus dominios. Las malas lenguas cuentan de él que es dado a la bebida, por lo que le apodan ya «el beodo». Pero cuenta con un gran visir inteligente y ambicioso, Mehmed Sokollu, que hace y deshace a su antojo dentro de la Sublime Puerta. Pues bien, este poderoso ministro tiene resuelto apoderarse de cuantos territorios pueda, con una codicia insaciable. Este año logró amedrentar al emperador Maximiliano II y le arrancó los territorios de Moldavia y Valaquia, además de un humillante impuesto anual de treinta mil ducados. Como ve vuesa caridad, la osadía no es menuda. Hay un riesgo inminente.

—¿Y la cristiandad consiente eso? ¡El emperador Maximiliano es primo hermano de nuestro rey!

—¡He ahí el pesar de Su Majestad! —suspiró con un tono triste—. Y no sólo nuestro rey está preocupado. La inquietud alcanza ya al propio Papa de Roma y muchos reyes cristianos empiezan a darse cuenta de la gran amenaza que es el Gran Turco.

—¿Y Venecia? ¿No se hace consciente la serenísima de ello?

—Esta república mira más al dinero que a otra cosa —respondió desdeñoso—. A Venecia le ciega el resplandor del oro. El comercio con el Oriente a través de Constantinopla aporta cuantiosos beneficios a los venecianos y de ninguna manera quieren oír hablar de guerra. Aunque últimamente empiezan a recelar de las intenciones turcas, cuando han llegado algunas noticias que avisan de que el gran visir se ha fijado también en Creta y Chipre. Esas islas son la avanzadilla de Venecia en el Levante. Si un día las perdieran se desharía su imperio comercial.

—¡Esos turcos quieren ser los amos del mundo! —dije con rabia.

—Sí, y hay que impedir a toda costa que logren tal propósito. Por eso hablamos hoy aquí vuestra merced y yo.

—¿Qué he de hacer en concreto? Estoy deseoso de cumplir lo que se me ordene.

—Lo que se pide a vuesa caridad no es ni más ni menos que lo que le mandó Su Majestad en España: ir a Constantinopla, conseguir conocer a la familia de los Mendes, intentar intimar con ellos y, si lo lograra, hacerles ver con suma cautela que el Rey Católico estaría dispuesto a devolverles el lugar que les corresponde, en Portugal, donde tienen sus orígenes e hicieron su fortuna.

—¿Tan importantes son esos judíos en todo esto?

—¡Harto! —contestó con absoluto convencimiento, abriendo mucho los ojos—. Mucho más de lo que se pueda imaginar.

Luego, con todo detalle, me explicó el porqué de esa importancia. Empezó contándome la historia de la familia Mendes:

—Eran muy ricos y oriundos de Portugal, donde aparentemente vivieron como cristianos devotos en Lisboa, pero guardando en secreto las prácticas de los hebreos, como tantos otros marranos. Destacábase de entre ellos doña Gracia de Luna y sus hermanos, doña Raina y don Samuel Nasi, que era médico muy célebre en la Corte. La primera contrajo matrimonio con el próspero prestamista Francisco Mendes, marrano como ellos, que murió joven. Por entonces la Inquisición les vigilaba ya, pues sospechaba que no eran verdaderos conversos a Jesucristo. A sabiendas de ello, doña Gracia escapó llevándose a su única hija a Amberes, donde su difunto esposo tenía los más florecientes negocios, tratando con oro y piedras preciosas, administrados ahora por su hermano Diogo Mendes. También viajó con ellos Raina, la cual pronto casó con éste y tuvieron una niña.

»Pocos años después murió Diogo, con lo cual toda la fortuna pasó a la única heredera, doña Gracia. Quedaron pues viudas las dos hermanas y decidieron vivir juntas con sus respectivas hijas, para ayudarse mutuamente. Había muerto asimismo en Lisboa el tercer hermano, Samuel Nasi, dejando dos huérfanos, Agontinho y José. Este último fue a reunirse con sus tías y primas y, por ser mayor de edad y muy avispado, se puso al frente de los negocios de la familia.

»Pasó el tiempo y crecieron las niñas. Cuando la hermosa hija de Gracia, que se llamaba Raina como su tía, cumplió catorce años, pidió su mano el noble Don Francisco de Aragón, que ya peinaba canas. Pero su madre no quería casarla sino con judío. Esto se supo en todo Amberes y los Mendes empezaron a tener problemas. Entonces resolvieron reunir su cuantiosa fortuna con disimulo y se vinieron aquí, a Venecia, trayéndose la mayor parte de la hacienda. Pero su estancia en esta ciudad fue sólo provisional. No tardaron en recoger de nuevo todo y se marcharon a Constantinopla, donde hoy son los más ricos e influyentes súbditos del Gran Turco. Viven como príncipes en un lujoso palacio, administran una flota de barcos, con la que comercian en todo el Mediterráneo a base de alhajas, especias, tejidos ricos, grano, vino… Tienen ejército propio, esclavos que se cuentan por millares, almacenes, embarcaderos, tierras, pueblos… Hoy incluso gobiernan la isla de Naxos, de la cual el sultán les nombró duques en pago a sus cuantiosos préstamos y favores.

—¡Increíble! —exclamé—. Ciertamente, son muy poderosos.

—Pues ya ve vuestra caridad si es harto importante ganárselos para la causa de nuestro rey. Hoy tenemos indicios de que, siendo ya ancianas doña Gracia y doña Raina, el sobrino José Nasi pudiera estar resuelto a volverse a la cristiandad.

—¿Y qué motivos pueden tener para ello? Allí son ricos e influyentes, según me cuenta vuaced, mientras que aquí los judíos son mal vistos en estos tiempos. Yo he vivido en Constantinopla y sé bien que no hay en aquella ciudad Inquisición ni nada que se le parezca y que pudiera perseguir y perjudicar a los hebreos.

—Cierto es eso que dices. Pero no puede compararse la vida que se hace allá con ésta de nuestra Europa. Aquí los cristianos gozan de más libertades y derechos. Si cumplen las leyes, nada han de temer, pues ni el mismo rey puede meterse con ellos. En cambio, en el reino del Gran Turco todos son esclavos.

—Es verdad —asentí—. Quien allí ahora está en lo más alto mañana puede caer al abismo. Ninguna cabeza está segura en aquel orden bárbaro y cruel. Eso lo he comprobado yo mismo. Aunque he de decir que, como en todas partes, hay también mucha gente buena que no desea hacer mal a nadie.

—Gomo en todas partes —repitió—. Mas hemos de luchar nosotros por mantener la cultura y el orden de la cristiandad; los medios más perfectos que hay en el mundo para extender el bien. Lo cual supone que hemos de evitar con todas nuestras fuerzas que triunfe en el orbe la ley del Gran Turco.

—Por supuesto —asentí lleno de convencimiento—. Dígame pues vuestra merced qué es lo que debo hacer a partir de mañana.

—De momento, conocer vuesa caridad cuantos más detalles pueda acerca de los Mendes: sus gustos, costumbres, aficiones… Para así conseguir más fácilmente acercarse a ellos en Constantinopla.

—¿Y dónde he de aprender esas cosas?

—Aquí, en Venecia, donde ellos vivieron un tiempo. Hay aquí muchos judíos que los conocen bien y que estarán dispuestos a vender las informaciones que precisamos. Mañana recogerá a vuestra caridad nuevamente Simión Mandel y le llevará a un lugar del gueto donde podrá conversar largamente con un hebreo que está dispuesto a prestar ese servicio a cambio de dinero.

—Perfecto. Estaré muy atento.

—Pues no se hable más del asunto —dijo poniéndose en pie—. Regresemos a casa de los hermanos Di Benevento.

Igual que a la ida, hicimos el viaje de retorno en silencio. En mi mente daban vueltas muchas dudas que quería consultar con el secretario, pero decidí guardármelas por prudencia.

Anochecía y los canales se tornaban oscuros, inquietantes. Una espesa bruma iba surgiendo a ras del agua y se desplazaba adueñándose de todo. Me sacudió un escalofrío.

La góndola se deslizó bajo el arco y se adentró en el pequeño embarcadero que había en el almacén de los Di Benevento.

—Yo me despido aquí —me dijo García Hernández—. No subiré al establecimiento.

—Gracias por todo —respondí—. Si necesito a vuecencia, ¿cómo podré comunicarme?

—Simión Mendel corre con eso. Él se lo explicará a vuaced. Pero… No acudáis a mi persona si no es por algún asunto grave. No es conveniente que nos veamos demasiado.

—Comprendo.

—¡Ah, se me olvidaba! —dijo, sujetándome por el brazo, cuando ya me disponía a desembarcar—. He dispuesto que os entreguen unos fardos que contienen telas ricas de varios géneros. Es para que disimuléis en la fonda de Ai Morí, haciendo ver que habéis hecho compras. No tenéis que pagar nada; ya me encargo yo de eso. Recoged la mercancía y regresad al hospedaje. Mandel se pondrá en contacto cuando sea preciso.

—Gracias una vez más.

—Es mi obligación.

Descendí de la góndola y ésta se deslizó rápidamente hacia el canal. Afuera casi era de noche.

Cuando subí, me encontré con un espectáculo grotesco en el bazar del piso superior: un criado tocaba el pandero y todo el mundo palmeaba y cantaba, mientras Hipacio, visiblemente ebrio, danzaba dando ridículos saltitos. En un rincón, Barelli observaba la escena con cara de pocos amigos.

—¡Oh, al fin ha llegado el señor Monroy! —exclamó el sastre al verme—. ¡Mire vuaced lo bien que lo estamos pasando! Esta gente es maravillosa y el vino… ¡Qué vino! ¡Bebamos otro trago!

Indignado al escucharle pronunciar imprudentemente mi nombre cristiano, me fui hacia él y le zarandeé:

—¡Vámonos ya! —dije—. ¡Es hora de retornar a la fonda!

—¡Eh! Pero si no ha visto aún vuestra merced los terciopelos… —protestó—. ¡Muchachos, otra copita!

—¡He dicho que se acabó! —rugí—. ¡Nada de copitas! Ya he comprado yo los terciopelos, ¿verdad, señor Mandel?

—Sí —asintió el tratante hebreo—. He ordenado que los carguen en la barca. Podéis partir cuando lo deseéis.

Mientras caminábamos hacia el embarcadero, Barelli no decía nada; sólo me traspasaba con la mirada. Me preocupé al verle tan indignado.

—Calma, hermano, calma… —le pedí.

—Estoy harto de este juego —rugió.

Detrás de nosotros caminaba torpemente Hipacio, canturreando y soltando inconveniencias a voz en cuello:

—¡Ay, qué bien lo hemos pasado! ¡Cuando lo cuente allí se morirán de envidia! ¡Señor Monroy…!

—¡Calla de una vez, estúpido, no me llames más así! —le espeté.

—Ah, claro, se me olvidaba que aquí es vuaced Chere… ¿Cómo se dice? Cheremet Alí… ¡Eso es!

—¡Voy a matarle! —gritó Barelli.

Subimos el de Malta y yo a la embarcación. El sastre se tambaleó en el borde del muelle y cayó al agua.

—¡Ay, que me ahogo! ¡Que no sé nadar!

—¡Que se ahogue! —decía Barelli—. ¡Que se ahogue y quedaremos en paz!

Entre el barquero y yo le sacamos del canal. Parecía que la borrachera se le había pasado de repente. Sólo decía:

—Habrase visto; tener ríos en vez de calles. ¡Esta gente está loca de atar!

Cuando llegamos a la fonda, los criados de Ai Mori se ocuparon de él. Todavía durante un rato le estuvimos oyendo vocear en medio de su delirio.

—¡No dice nada más que sandeces! —protestaba Barelli—. ¡A quién se le ocurre cargar con este imbécil!

El de Malta y yo compartíamos la misma alcoba. Como él seguía tan enfadado, le dije:

—Mañana te contaré, hermano. Descansemos, que ha sido un día largo.

Él apagó la llama de la lamparilla con un soplido furibundo y se metió en la cama.

—No te enfades, hombre —le rogué—. Son cosas que pasan…

—Estamos en esto los dos —replicó—. Y tú te has ido por tu cuenta, dejándome allí solo con ese sastre borracho y bujarrón. ¡Eso no se hace! ¿Dónde queda la lealtad? ¿No somos acaso camaradas?

—Anda, duerme, que mañana te explicaré.