36
Una mañana de junio pletórica de luz, me desperté con el único deseo de ir a ver a Levana. Aunque ahora me resulte difícil tener que confesarlo, por entonces me encontraba embrujado por esa indolencia que afecta quienes están enamorados, la cual les lleva a sentir que lo que les sucede es único en el mundo, mientras que todo lo demás pierde su valor.
Al llegar a la casa de Isaac Onkeneira mi embebecimiento alcanzó el colmo cuando ella me abrió la puerta. Estaba sonriente, con enigmática expresión y un brillo especial en la mirada. Me pareció que me aguardaba, aunque no solía acudir yo a esa hora. La abracé.
—Pon tu mano aquí —me dijo como saludo.
—¿Dónde? —pregunté loco de pasión.
—Aquí, en la mezuzá.
—¡Oh, cielos! ¿Dónde tienes eso, querida? Déjame verlo… —le rogué cándido.
—¡No seas tonto! —me gritó librándose de mis brazos que la apretaban—. La mezuzá es algo que todos los judíos tocamos con reverencia al entrar en nuestras casas.
Entonces me mostró un artefacto, como una especie de receptáculo cilíndrico que estaba colocado junto a la jamba de la puerta, en el lado derecho del pórtico.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Dentro de la mezuzá se guarda un pergamino con inscripciones del libro del Deuteronomio copiadas por un escriba.
—¿Y qué dicen esas escrituras?
—Es como la consigna de la fe judía. Lo llamamos el Shemá, y dice así: «Escucha, oh Israel, el Señor nuestro Dios es uno». También se contienen palabras iluminadoras de la promesa de Dios al pueblo Judío.
Me quedé pensativo, contemplándola. Aquellas explicaciones enfriaron un poco mis deseos, a pesar de lo graciosa que estaba ella, con una sencilla túnica holgada, pero adherida a la altura de los pechos; la piel clara, pulcra, el cuello delgado y la melena rubia liberada cayéndole sobre los hombros.
—Veo que te empeñas en hacerme judío —le dije con sorna.
—Quisiera pasarme la vida contigo —suspiró entornando sus ojos soñadores—. ¿Hay algo malo en eso?
—¿Qué dice tu padre de lo nuestro?
—Deberías atender a lo que él mismo quiere hablarte. Ahora está fuera de casa, pero regresará a mediodía. Esperaba él tener una prudente conversación contigo esta tarde. Quiere proponerte algo…
—¿Qué?
—No debo anticipar sus explicaciones. Quédate a almorzar y podrá decírtelo él mismo.
Aguardé poseído por la curiosidad a que regresase el trujamán. Y cuando llegó, nada más verle entrar, le dije con descaro:
—Se te ha olvidado tocar la mezuzá.
Él rió con satisfacción y contestó:
—¿No te ha explicado esta hija mía que hay otra mezuzá en la parte de afuera? Ésta de adentro se toca al salir, pero al entrar suele hacerse con la que está en la jamba que da a la calle. Yo acabo de cumplir con ese piadoso deber.
—Siempre hay algo nuevo que aprender —sentencié.
Levana corrió a buscar la jofaina. Descalzose el padre y dejó que ella vertiese amorosamente agua en sus pies cansados y viejos. Él le dijo:
—No te esmeres demasiado, hija mía, ya sabes que he de bañarme de cuerpo entero esta tarde para el Shavuot.
Noté que ella se ponía algo nerviosa antes de preguntarle:
—¿Qué te han dicho? ¿Podremos ir los demás?
—Iremos todos, como siempre. Aunque La Señora está muy enferma…
—¿Se muere?
—Sólo el Eterno lo sabe…
Levana me miró. Yo no comprendía a qué se referían. Entonces su padre me aconsejó:
—Debes ir a tu casa para tomar un baño y vestirte adecuadamente. Esta tarde iremos al palacio de don José Nasi para celebrar una fiesta. Le he preguntado si tendría a bien que acudieras con nosotros como invitado y no tuvo ningún inconveniente. Es una buena oportunidad para que le conozcas. Estarán únicamente los familiares, los sirvientes y los amigos de mayor confianza. No encontraremos mejor ocasión para que puedas departir con él.
—Gracias, muchas gracias —expresé.
Se me quedó mirando muy fijamente mientras afirmaba con apreciable afecto:
—En esta casa se te quiere, amigo Cheremet. No han pasado dos meses desde que entraste por primera vez por esa puerta y te has ganado nuestro corazón. Sé que tienes curiosidad y tal vez algún interés comercial por conocer a mi amo. Creo que es justo que yo te haga ese favor.
A media tarde estaba yo de vuelta en Ortaköy. Y cuando me encontré a toda la familia ataviada con sus mejores galas, me alegré por haberme acicalado y vestido a la turca de la mejor manera. Levana parecía una princesa, con flores en el tocado y una bonita diadema de perlas. El resto de las mujeres también vestían buenas sedas y lucían alhajas.
—Iremos navegando —apuntó el trujamán—. No está lejos de aquí, pero será mucho más cómodo con este calor.
Subimos a una especie de chalana en el muelle más próximo y fuimos navegando cerca de la orilla del Bósforo, esquivando a otros barcos más grandes. Era una tarde ardiente y el aire estaba saturado de humedad. Empecé a sentirme algo nervioso, agitado por sentir que el momento tan esperado había llegado al fin.
De camino, Onkeneira me explicó:
—Shavuot es la fiesta de las «Semanas», en la que los judíos celebramos las primicias de las cosechas. Es lo que entre cristianos conocéis bajo el nombre de Pentecostés. Nosotros decoramos las casas con flores este día para recordar los vergeles de la tierra de Israel. También se comen tortas de queso y dulces de miel para recordar aquella tierra que mana leche y miel.
El viaje fue muy corto. Si hubiéramos ido caminando, tal ver habríamos llegado casi al mismo tiempo. Pero era costumbre allí embarcarse para acudir a las fiestas y otros acontecimientos que requieren cierto boato.
—He aquí—dijo el trujamán, cuando el barco se detuvo delante de un amplio muelle donde se alineaban preciosas embarcaciones adornadas con guirnaldas y flámulas.
El palacio estaba muy próximo al amarradero, edificado sobre un promontorio en cuyas pendientes crecían abundantes árboles de espesas copas. Visto desde abajo, parecía inaccesible por lo abrupto del terreno, pero no tardamos en dar con un amplio sendero que ascendía serpenteando. A medida que dejábamos atrás la orilla del Bósforo, se iba divisando un panorama cada vez más hermoso: el cielo claro y formidable, las construcciones del puerto insignificantes abajo y los innumerables barcos de todos los tamaños dispersos por la inmensidad de agua plateada que se extendía por todas partes.
Al percatarse de que iba yo admirado, Onkeneira me dijo:
—Podría ser ésta la residencia de un príncipe, ¿no es verdad?
—Cierto —asentí—. Es un lugar muy especial.
—Lo llaman Belvedere, a la usanza italiana, que quiere decir «vista bella». ¡Y qué bien elegido está el nombre! Don José se instaló aquí poco después de llegar a Constantinopla. Como ves, no está lejos de mi propia casa, pues éste es el barrio donde habitan los judíos desde los tiempos de Bizancio. Doña Gracia Mendes escogió tan prodigioso lugar encandilada por la grandiosa visión sobre el Bósforo y la tierra asiática del otro lado, pero también por estar cerca del pueblo mosaico.
Nos detuvimos para recobrar el resuello y vimos que detrás de nosotros venían subiendo otros invitados, bulliciosos, con ropas de fiesta y vistosos gorros de colores.
—No se presentarán solamente hebreos —explicó el trujamán—. En Constantinopla se conoce a don José como «el Gran Judío», y goza de una posición muy importante que es manifiestamente reconocida por todo el mundo, ya sea entre judíos, musulmanes o cristianos. Aquí acuden embajadores y viajeros distinguidos llegados desde todos los reinos para concertar negocios con mi amo. Mi trabajo consiste en hacer de intérprete, pues asiduamente hay visitas de extranjeros que quieren encontrarse con el muteferik, título que en árabe quiere decir «el distinguido».
—¿Cuántas lenguas hablas? —le pregunté.
—Portugués, español, inglés, francés, italiano, turco, árabe, hebreo…
—¡Parece milagroso!
—Pues tú, para ser tan joven —observó él—, tampoco te quedas manco. Te he oído hablar en turco, español, italiano y árabe.
—Los negocios obligan a conocer lenguas, ya sabes.
Levana, que iba todo el tiempo pendiente de nuestra conversación, no perdió la ocasión para intervenir:
—Podrías aprender el hebreo y te alegrarías.
—Todo se andará. Pero también tú podrías aprender el ladino, que es la lengua de tus antepasados…
—¡Sé hablar ladino! ¿Qué te crees? —gruñó.
Entre bromas, risas y algo de sofoco por la cuesta, alcanzamos al fin la entrada del palacio.
Era un edificio soberbio, construido todo con piedras rosadas y decorado con azulejos y adornos de diversos mármoles. Una escalinata, que bien podía pertenecer a un noble caserón italiano, conducía al pórtico principal, a cuyos lados formaban un buen número de aguerridos jenízaros negros, con relucientes armaduras, plumas en los yelmos plateados y vistosas alabardas, custodiando cada palmo de la fachada.
—¡Eh, pon tu mano en la mezuzá! —me ordenó con expresión picara mi amada.
Uno por uno cumplimos con el rito y penetramos en el amplio vestíbulo donde unos músicos nos dieron la bienvenida con una alegre melodía de chirimías y panderos. Por todas partes resplandecían las lámparas que hacían brillar los ornamentos lujosos entre un sinfín de flores de mil colores, como me avisó el trujamán. Estarían allí reunidos más de un centenar de invitados, de todas las edades, mujeres y hombres, que conversaban eufóricamente, a voz en cuello.
Isaac Onkeneira fue avanzando por delante de nuestro grupo, abriéndose paso entre el gentío, mientras saludaba a unos y otros. Yo le seguía de cerca, con sus familiares, admirado al ver los vestidos extravagantes de las damas y los tocados, velos y bonetes que descollaban por doquier. Se veían turcos con sus mejores dolmanes de fiesta, hebreos de mucha solemnidad y caballeros cristianos que bien podrían ser de los más nobles linajes. Era aquélla una rara congregación de personal mezclado.
De repente vi a Cohén Pomar que me saludaba altivo con un leve gesto y reconocí junto a él a los más importantes y ricos mercaderes de Estambul. Empecé a comprender que se hallaba muy próximo el encuentro con el duque de Naxos.
Entonces me señaló el trujamán:
—¡Allí, allí está mi amo! ¡Vamos!
—¿Dónde? ¿Quién es?
—Aquél, el del traje verde oliva.
Me sorprendí, pues había imaginado que don José Nasi sería un hombre de mayor edad. Sin embargo, tendría ahora poco menos de cincuenta años. Alto, de presencia poderosa y aspecto sumamente distinguido, ni sus ropas ni su porte diferirían de los de cualquier caballero cristiano de la más alta nobleza, ya fuera español, flamenco o italiano. Llevaba la barba más bien corta y el cabello ralo en la nuca de morena piel, que destacaba asomando desde el cuello de la camisa, blanco, impoluto, almidonado a la española. El jubón y los calzones, de terciopelo verde con brillo, serían posiblemente lo único que habría desentonado en Castilla, aunque no en Sevilla o Cádiz.
Cuando estuve al fin a poco más de dos pasos de él, mi corazón se agitó. El duque escuchaba con atención lo que uno de sus invitados le decía y de repente alzó la frente. Su mirada se cruzó con la mía.
Pero en ese instante alguien levantó la voz desde alguna parte rogando silencio en turco, italiano y otras lenguas.
—Es el momento de la oración Shavuot —me indicó Isaac Onkeneira.
Una veintena de hebreos tapados por el talit, que es el manto con que se cubren ellos para orar, se adelantaron hasta el final del salón y se pusieron a soplar unos retorcidos cuernos de carnero que emitían un sonido quebrado, como un lamento.
—Eso que tocan es el sbofar —me explicó el trujaman—. Usamos ese cuerno en las fiestas para anunciar la oración.
Los rabinos hicieron sus rezos y lecturas en lengua hebrea mientras todo el mundo permanecía muy atento. Me fijé en el rostro de don José Nasi. Estaba él muy quieto, con la mirada perdida en las alturas y me pareció que le brillaban los ojos.
Concluyó la oración y aparecieron los criados empujando carritos donde trajeron tortas de miel, dulces y toda clase de quesos, requesones y otros productos a base de leche. La gente se aplicó al convite con denuedo.
—¡Vamos, ahora! —apremió Onkeneira llevándome del brazo—. ¡Es el momento!
Me vi delante de la estampa señorial de don José Nasi, que exclamó cariñoso al ver a su trujamán:
—¡Mi querido Isaac!
—¡Feliz Shavuot, mi señor! —respondió él—. He venido con Cheremet Alí, del cual te hablé esta mañana.
Nasi me miró fijamente y esbozó después una mueca extraña. Hice una reverencia comedida y él apenas correspondió con un movimiento casi imperceptible de su cabeza arrogante.
Entonces un criado se aproximó con una bandeja en la que había hojuelas impregnadas en miel. Alargó el duque la mano y nos hizo una deferente seña para que nos sirviéramos.
Cuando nos hubimos llevado el manjar a la boca, el anfitrión ordenó:
—¿Qué pasa, no hay vino? ¡Servid ya el vino!
Pensé que un buen trago aliviaría mi tensión, pues no sabía qué decir ante aquella presencia imponente.
—Señor —insistió el trujamán, posiblemente preocupado por verme tan callado—, es el mercader que…
—Sí, sí, ya sé quién es —contestó Nasi displicente.
Me pareció que el mundo se me abría bajo los pies cuando percibí su sonrisa burlona, fría e implacable.
—Eres español —me espetó secamente en perfecta lengua de Castilla.
—Oh, no, mi señor —se apresuró a objetar el trujamán—; ya te conté que fue cautivo y…
—Lo sé, lo sé, mi querido Isaac —replicó el duque—. No he olvidado nada de lo que me has contado. ¡Bebamos, es Shavuot!
Los criados pusieron copas de plata en nuestras manos y escanciaron el más delicioso vino que jamás he probado.
—¡Excelente! —exclamé, aliviado por tener un motivo para decir algo, y añadí— señor, gracias por haberme invitado.
Sonrió el duque enigmáticamente y contestó:
—Es vino de Chipre. Poseo allí viñedos que producen un mosto extraordinario. Aquí, en Constantinopla, aun reinando el Gran Señor musulmán, se bebe ciertamente el mejor vino del mundo. Ya me encargo yo de ello. Pero también en España hay buen vino.
—Señor, nuestro amigo es turco —terció el trujamán que seguía nervioso y algo desconcertado—, ya te conté que se hizo musulmán.
—¡Es español! —le contradijo altivamente Nasi.
—¿Por qué te empeñas en considerarme eso? —le pregunté con preocupación—. Hace muchos años que estoy circuncidado. Aquí, en los dominios del Gran Señor, concierto mis negocios, pago todos mis tributos y mis documentos me acreditan como siervo del Comendador de los Creyentes.
—¿Negocios? ¿Qué clase de negocios haces tú?
—Compro y vendo tejidos, lanas y sedas…
—No tienes apariencia ni cara de comerciante —repuso secamente—. Nadie que conozca el mundo te tendría por tal, a pesar de esas ropas de turco y de que hablas la lengua de aquí. Tu empaque es el de un hidalgo de España, de pura casta… ¿Te das cuenta de que estamos conversando en español desde que nos hemos encontrado? ¡Llevas España contigo! No hay nada más que ponerte encima la mirada para darse cuenta de ello.
Dicho esto, se dio media vuelta y se fue a cumplir con otros invitados que aguardaban para presentarle sus respetos.
Me temblaban las piernas. A mi lado, Isaac Onkeneira permanecía pensando y sólo balbucía:
—No sé qué… ¿Qué sucede?
—He de marcharme —le dije.
—¡Oh, no, no…! ¿Por qué? —Se agitó él aún más.
—Me ha parecido percibir que no soy bien recibido aquí.
—¡Amigo mío! —exclamó con lágrimas en los ojos—. ¡Cuánto lo siento! Ha sido culpa mía…
Empecé a caminar hacia la salida. El trujamán me sujetaba por la túnica e iba tras mis pasos intentando detenerme. Entonces vi que Levana se aproximaba a nosotros muy sonriente, completamente ajena a lo que sucedía.
—¿Cómo ha ido? —preguntó—. ¿Qué te ha parecido el muteferik?
—Me voy —respondí rozando cariñosamente su mejilla con el dorso de mis dedos.
—¿Nos vamos? —miró ella a su padre turbada—. ¿Qué sucede?
—No hija, ¿por qué hemos de irnos? No ha pasado nada.
Noté que se azoraban. Entonces alguien me puso la mano en el hombro por la espalda. Me volví. El duque estaba ahí, sonriente.
—¿Por qué te marchas de mi casa? —me preguntó—. La fiesta no ha hecho nada más que comenzar. ¿No tenías tanto interés por conocerme?
No supe qué responder.
—Después habrás de cantar algo —añadió él con brillo extraño en su penetrante mirada—. Todo el mundo me dice que cantas como un ángel. ¿Verdad, mi querido trujamán?
—¡Sí, sí, sí, debe cantar! —respondió Onkeneira, loco de contento, al ver que se solucionaba el percance anterior.
—La bella Levana estará encantada de oírte —añadió el duque, dirigiéndose a ella con ternura—. ¿Verdad, mi querida muchacha?
—Señor, hoy es Shavuot —respondió ella con el rostro iluminado—. Debemos estar contentos. Él cantará hoy para nosotros. Pues nos lo prometió.
Yo no sabía qué hacer, ni qué pensar. No era capaz ya de adivinar si Nasi me hablaba con franqueza o con ironía.
—¿No te irás, verdad? —insistió cordialmente—. No he querido ser descortés. No suelo desairar a mis invitados, créeme.
Me quedé pensativo durante un momento. Después contesté:
—Acepté tu primera invitación y me quedaré. No estoy disgustado.
—Bien —contestó él, satisfecho y muy sonriente—. Entonces, admite un consejo: no te preocupes por nada. Hoy es Shavuot. Come y bebe todo lo que te pida ese cuerpo fornido. ¡Yo sé cuánto vino hace el pellejo de un español! Y después nos veremos para charlar con mayor tranquilidad. Ahora me reclaman el resto de mis invitados. Disculpadme, amigos.
Se retiró.
—Es raro todo esto —comenté sin salir de mi pasmo—. No sé si me acoge o me desprecia.
—Él es así—manifestó el trujamán—. Vamos a los jardines y obedezcamos sus consejos.
Bebí mucho de aquel vino delicioso de Chipre esa noche. Mis sentimientos eran confusos. La oscuridad había caído ya sobre el Bósforo y ardían las lámparas que estaban distribuidas por todos los rincones. ¡Qué pasión ponían los demás divirtiéndose!
Se acercaban unos y otros para saludar y traté de hacer ver que me lo pasaba bien. Pero mi cabeza daba vueltas y vueltas. La bebida había agitado mis ansiedades y empezó a embargarme la pena. Las conversaciones no me interesaban. Solamente la bella música de Anatolia que estaba sonando era capaz de elevar mis sentimientos. No podía permanecer con la mente fría y me abandoné a lo que Dios quisiera depararme a partir de una velada tan extraña.
Avanzó la noche y la fiesta fue languideciendo. Muchos ricos invitados llevaban ya los atavíos sin compostura y daban traspiés entre los arriates.
—No aguanto más —dijo Isaac Onkeneira con el rostro transido por el sueño y el agotamiento—. Ha pasado la medianoche y yo soy un viejo. Ya hace mucho que dejé de beber vino y las horas se me hacen eternas en estos trances…
—Lo comprendo —le dije—. Te acompañaremos a casa.
—Nada de eso —replicó—. Iré a despedirme de don José, pero tú debes quedarte hasta que él decida venir a conversar contigo. Te ruego que no le contraríes. Y Levana vendrá conmigo. No me parece bien que se quede aquí sin estar yo presente. Pero el resto de mis hijos permanecerán hasta el final. Lo más oportuno es que tú, querido Cheremet Alí, te hospedes esta noche en nuestra casa. Será tarde y tu barrio está lejos.
—Gracias, amigo.
—¡Sabes cómo te queremos! —exclamó—. Me siento culpable por lo que sucedió hace un rato con mi amo. Una vez más te ruego que no lo tengas en consideración. Él es un hombre muy especial, ya te lo advertí. Pero tiene un gran corazón…
Se marcharon y me quedé con los hermanos de Levana. Ellos no eran demasiado entretenidos. Hablaban de sus cosas y me dediqué a seguir bebiendo. Encima, la bóveda del cielo estaba sembrada de estrellas y los altos muros del palacio parecían gigantes en mitad de la colina.
Pensé que el duque de Naxos ya se habría olvidado completamente de mí, porque le veía desde lejos conversar, reír y divertirse entre sus amigos. Yo le observaba con disimulo para tratar de reconocer qué tipo de hombre era. Seguía causándome sorpresa su porte y el modo en que se desenvolvía. Nada en él se parecía a alguien del Levante. Por el contrario, tanto por su aspecto como por su trato y su conversación, se asemejaba plenamente a un noble caballero cristiano.
Debía de ser tardísimo cuando, como si todo discurriera siguiendo un orden previamente determinado, Nasi se aproximó a donde me hallaba. Enseguida me di cuenta de que había bebido bastante y temí que me tratara peor que por la tarde. Pero parecía mucho más simpático.
—Mi amigo el mercader de tejidos, lanas y sedas—preguntó burlonamente—, ¿cantarás ahora para nosotros?
Mi contestación fue coger el laúd y empezar a hacerlo sonar enseguida. Yo sabía muy bien cómo doblegar un corazón orgulloso empapado en vino. Así que, con la mayor dulzura, canté una vieja canción marinera portuguesa que recordaba desde hacía años y que arrancaba lágrimas a los más rudos hombres.
Perdi a esperança…
El duque la escuchó atentamente al principio y después le vi mover los labios en una especie de tarareo. Conocía la copla y se emocionó, porque seguramente le trajo recuerdos de Portugal.
Cuando concluí se aproximó y me dijo conmovido:
—Me has tocado el alma. ¡Era cierto que cantas como un ángel…! Hoy no puedo dedicarte más tiempo. Pero quiero que vuelvas aquí mañana. Me gustaría platicar contigo.
Era muy tarde cuando regresamos a casa de Isaac Onkeneira. Sus hijos me condujeron a la alcoba de invitados, fresca y confortable. Pero la confusión se había apoderado de mí de tal manera que me impidió conciliar el sueño.
Subí a la terraza y me puse a contemplar la noche. Busqué serenarme en el silencio, intentando descubrir si era temor lo que sentía, o tal vez duda. Y entonces empecé a comprender que una parte de mí pujaba por librarse de las responsabilidades; que me nacía una especie de egoísmo dentro que me impulsaba a disfrutar de todo aquello, sin poner demasiado empeño en el cometido principal que me llevó allí.
Reinaba la oscuridad y las estrellas parecían ser lo único visible. Pero noté la presencia de alguien cerca. Me sobresalté.
—Chis… Soy yo —me susurró una voz próxima y conocida. Era Levana. Percibí su perfume y me sentí enteramente reconfortado.
—¡Querida mía! —suspiré.
—Aguardaba deseando que esta noche subieras a la terraza —confesó.
Me enternecí y me brotaron las lágrimas. La abracé para tener ese cuerpo frágil y a la vez ardiente pegado al mío. Noté que el corazón le palpitaba fuertemente. Ella me amaba de verdad —me daba cuenta de ello—. Y era como un sueño poder aplacar con un poco de felicidad el fuerte rumor de mis desasosegados pensamientos.