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Para dar pronto cumplimiento al mandato de Su Majestad, el prior de Alcántara despachó correos a todas las encomiendas y a los visitadores que se hallaban recorriendo los diversos territorios de la Orden. Se mandaba que cuantos comendadores, priores, capellanes, freiles, clérigos y caballeros tuvieren salud suficiente para viajar y no se lo impidiesen otras obligaciones de mayor grado se pusiesen enseguida en camino hacia el convento principal con el fin de participar en las ceremonias que se preparaban para rogar por el alma del malogrado príncipe y honrar su augusta memoria con las demostraciones de lutos y duelos que convenían en tal caso.

No tardaron en acudir al convento muchos miembros principales de la Orden con sus séquitos: el comendador mayor, el rector del Colegio de Salamanca, los priores de Magacela, Zalamea, Santibáñez y Rollan, y todos los comendadores menores, arciprestes y caballeros desde sus encomiendas.

Por no haber espacio suficiente en las dependencias conventuales, se levantaron tiendas de campaña en los aledaños y el freile hospedero tuvo que emplearse a conciencia durante aquellos días proveyendo los abastos necesarios, agua, alimentos y leña, no sólo para los ilustres visitantes, sino también para sus acólitos, ayudantes y servidumbres.

Con todo, a pesar de haber tanto gentío congregado, reinaba un silencio grave en Alcántara, en obediencia al triste doblar de la campana que cada día recordaba durante tres largas horas el motivo principal de la reunión. Los caballeros se saludaban con afecto y solemnidad, pero conversaban a media voz, evitando los alardes de entusiasmo, las sonrisas y cualquier espontánea manifestación de regocijo que pudiera brotarles del alma por el reencuentro con sus viejos camaradas.

El luto decretado interrumpió cualquier trabajo que no fuera estrictamente necesario para el buen funcionamiento de la vida del convento. De manera que se ordenó al arquitecto Pedro de Ibarra, que dirigía las obras en la iglesia principal y en el claustro, que mandara detener los oficios de los maestros canteros, alarifes y artesanos. Tampoco fueron los ganados a pastar a los campos durante tres días y tuvieron que conformarse sólo con el agua de los abrevaderos. Aunque se permitió a los pastores que ordeñaran a las hembras, no fueran a reventarles las ubres, y porque se necesitaba leche fresca para el desayuno de tantos comensales.

Mas no por quedar paradas las obligaciones ordinarias se suspendió la disciplina en la casa; por el contrario, se estableció un riguroso horario que imponía la sucesión de rezos, velas de armas y estandartes, ceremonias de duelo y demostraciones de quebranto, por el respeto y acatamiento debido a nuestro rey, señor y Gran Maestre, y para unirnos a su dolor por la pérdida del serenísimo hijo.

Celebrose finalmente solemnísimo funeral en la iglesia Mayor, con profusión de cirios, sahumerios y cantos de misereres. También se hicieron alardes militares y estuvieron tronando los cañones un buen rato, lanzando salvas a los cielos.

Pero, concluidas las honras fúnebres, no autorizó el prior que partieran enseguida los huéspedes de regreso a las encomiendas y menesteres propios de sus cargos, sino que quiso sacar provecho de la estancia en el convento de lo más granado de la Orden y acordó que se hiciera solemne investidura de caballeros, lo cual, siguiéndose el natural curso del año conventual, correspondía hacerse para el mes de septiembre. Aunque se contaban quince días de agosto, no le pareció ser excesivo el adelantamiento de la fecha.

Cuando el prior me llamó a su despacho para anunciarme que me sería impuesto el hábito el domingo siguiente, me quedé tan sorprendido que fui incapaz de responder. Y al verme él permanecer en silencio durante un largo rato, preguntó algo desconcertado:

—¿No te alegras, Monroy?

—Bien sabe Dios que sí —respondí—. Lo que ocurre es que no me lo esperaba tan pronto. Vuestra paternidad me dijo que mandaban las leyes que el novicio permaneciera en el convento durante al menos un año, antes de ser hecho caballero.

—No, no he dicho que vayas a ser investido caballero, pues eso supondría ir en contra de la Regla de la Orden. Pero las definiciones que se aprobaron el pasado año del Señor de 1567 permiten que se dé el hábito de Alcántara al novicio siempre que se cumplan una serie de condiciones; cuales son: que sea persona honesta y de buena fama, que sepa leer bien, cantar canto llano, ser competente en gramática y de dieciocho años cumplidos. A más de esto, debe apreciarse en el aspirante virtud y buenas costumbres y ha de ser limpio de linaje; es decir, hijodalgo de padres, a modo y fuero de España, y naturalmente, descendiente de cristianos viejos, sin que se hallase que tiene mezcla de conversos, judíos, moros o herejes, ni tampoco de penitenciados por el Santo Oficio por cosa de fe.

Escuchar esta última explicación me sobresaltó. Y debió de acudirme el rubor a las mejillas, pues sentía en ellas un calor grande; así como un sudor frío me recorrió la espalda.

Pues, como conté en su momento, nunca olvidaba que hube de comparecer ante la Santa Inquisición en Sicilia acusado de renegado y apóstata.

Adivinando tal vez mi pasmo, el prior me dijo:

—¡Eh, no te apures, hombre de Dios! Con creces cumples todos esos requisitos. El maestro de novicios y yo, en lo que nos compete, estamos de acuerdo en que eres honesto, y apreciamos en tu persona virtud y buenas costumbres. ¿Qué te preocupa?

Permanecí durante un momento en silencio dominado por mis temores. Bien sabía que ahora pedirían informes al Registro de Relajados, Reconciliados y Penitenciados de la Inquisición, donde figuraba mi nombre y circunstancia.

—¿Nada dices? ¿Qué te sucede? —inquirió el prior al estar yo mudo y desconcertado—. Vamos, habla sin miedo.

Al fin, resuelto a enfrentarme a lo que Dios tuviese dispuesto, respondí con un hilo de voz:

—Padre prior, he de decir algo…

—Di lo que sea menester.

—Ha de saber vuestra paternidad —expliqué completamente azorado— que yo fui cautivo de turcos.

—Eso es público —asintió él—. Mas Dios se sirvió de esa circunstancia desgraciada para hacer grandes beneficios a la causa cristiana a través tuya. No ha de servirte para vanagloria, Monroy, pero eres tenido por héroe. Escapaste del cautiverio y trajiste un aviso muy útil, gracias al cual pudo aprestarse Malta a su defensa y se libró de caer en manos del Gran Turco. Tal hazaña te honra y te ha proporcionado la invitación de importantes caballeros para ingresar en esta orden.

—Sí, padre —repuse—. Pero hay cosas de mi persona que no puedo ocultar en esta circunstancia y que he de confesar ahora a vuestra paternidad. En esa azarosa vida mía… —Me costaba tratar acerca de ese asunto.

—Y bien, di pues, nada has de temer —me apremió él.

—Cuando fui cautivo del turco padecí toda clase de humillaciones y adversidades. No es fácil esa situación, créame vuestra reverencia. Los infieles tratan a los cristianos cautivos como personas que no tienen derecho a vivir. Por eso, una y otra vez te urgen para que renuncies a tu fe verdadera y te adhieras a la de ellos. No es que yo me hiciera turco, ¡eso nunca!, pues siempre en mi interior fui fiel a mi origen y creencias; pero externamente fingí serlo, me dejé circuncidar y participé en sus ritos como uno más. Por esta razón, cuando al fin me vi libre del cautiverio, vine a caer de nuevo en sujeción, mas esta vez en manos de cristianos, que me tuvieron por renegado y me entregaron al Santo Oficio, el cual me juzgó en Sicilia. Los inquisidores me absolvieron, cuando hube abjurado de la circuncisión y solicitado la reconciliación con la Iglesia. Pero esta absolución fue bajo la fórmula ad cautelam, es decir, quedando pendiente de mi ulterior modo de vida. Y en eso me hallo. Debía confesarlo, pues no sería honrado callarlo en esta circunstancia.

Supuse que el prior se escandalizaría por mi relato. Pero, en vez de ello, sonrió ampliamente, como si estuviera sumamente satisfecho.

—No esperaba menos de ti —dijo, yéndose hacia el escritorio. Abrió uno de los cajones y extrajo un documento—. Esto es una carta del inquisidor general. En ella nos da cumplida cuenta de que ha sido solventado cualquier inconveniente que pudiera afectarte en lo que al Consejo de la Suprema y General Inquisición compete, así como que se ha librado orden a los Libros de Genealogías y registros de Relajados, de Reconciliados y de Penitenciarios para que se salve lo que pudiera comprometer a tu honra. Eres hombre limpio de polvo y paja. Nada has de temer.

Suspiré aliviado y, con emoción, pregunté:

—¿A quién he de agradecer el buen oficio de lograrme esa merced tan grande que jamás podré pagar?

—Nada menos que a Su Majestad el Rey en persona.

—¡Vive Dios!

—Sí, Monroy. Fue nuestro señor el Rey quién medió para que no sufrieras perjuicio alguno por el Santo Oficio. Él tuvo a bien dar las órdenes oportunas y que se lograra el testimonio de personas muy influyentes en tu favor. Don Álvaro de Sande intervino y asimismo tu señor tío el conde de Oropesa. Nada se halló que pudiera comprometerte y aquello no es óbice para que hoy tomes el hábito de Alcántara.