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A orillas del mar Tirreno, en la costa norte de Sicilia, está la pequeña y dorada ciudad portuaria de Cefalú, enclavada entre las aguas y una imponente roca de paredes escarpadas que le sirve de abrigo y refugio. Este inmenso promontorio, de pura piedra, resulta una visión escalofriante desde el mar. Ya los antiguos griegos se sorprendieron y quisieron ver en él una cabeza gigantesca; la del dios al que llamaban Céfalo, del que toma nombre el lugar.
La ciudad y el puerto se repliegan en la falda del colosal peñasco, en cuya cumbre se alza el viejo castillo donde se encierran las tropas y la población cada vez que aparecen en el horizonte las amenazantes escuadras corsarias del turco.
La ensenada de Cefalú, cerrada al sur por la inexpugnable roca fortificada, tiene dos playas grandes, abiertas, llenas de pedruscos ennegrecidos por las algas, y un puerto natural al pie mismo de las casas. A nuestra arribada, se alineaban en él un centenar o más de veleros, con sus arboladuras desnudas, como un bosque en otoño. Desde allí, crecen las murallas por todas partes, formando un laberinto a trechos, con arcos, escaleras, baluartes y torreones circulares, garitas arpilleradas y puestos de vigía altísimos, construidos con largos troncos ensamblados. Pero todo estaba un tanto ruinoso y en desorden, abarrotado de las reliquias de una permanente lucha violenta y tenaz: casamatas derruidas, cañones desmontados y signos de incendios recientes.
Nada más desembarcar, supimos en el mismo puerto que se había sufrido un feroz ataque de piratas unos días antes. Fuera del recinto de la ciudad se observaban las huellas de la refriega: torrecillas negras a causa del humo, embarcaciones destrozadas o quemadas y muros con grandes boquetes abiertos. El barrio de pescadores, por donde anduvimos con los pies hundidos en la arena limpia, estaba desolado y triste. Los hombres reparaban sus barcazas y las mujeres cosían las redes. Un ruidoso revolotear de gaviotas gritonas rompía la calma y el abatimiento de la mañana soleada.
—¡Qué desastre! —comentó Juan Barelli—. Hora es ya de que esos demonios dejen en paz mi bendita tierra. No hay verano que se libre de los asedios; si no es en junio ha de ser en septiembre…
El caballero de Malta era siciliano, precisamente de Cefalú. Por lo que los secretarios del rey y el gran prior de San Juan resolvieron que ese puerto debía ser nuestra primera escala.
Caminaba él delante, muy decidido, mientras se iba lamentando al ver los destrozos hechos por los piratas:
—¡Malditos! ¡Malditos sarracenos! ¡Demonios ladrones! Fillos de putana!…
Atravesamos una puerta que comunicaba el muelle principal con la ciudad. Dentro había una segunda muralla, más baja que la primera, con más restos de fortificaciones y caserones de piedras doradas por el sol de los siglos, así como antiguos paredones ennegrecidos por el aire del mar.
—Por aquí —indicó Barelli, señalando una amplia calle que ascendía muy derecha.
Llegamos al centro de una plaza donde se erguía una orgullosa catedral antiquísima, en torno a la cual se agrupaban elegantes palacios de amplios ventanales, donde colgaban coloridos tapices que lucían escudos de armas. Como en cualquier otra parte, aquel núcleo en torno al templo principal constituía la parte más noble de la ciudad.
Al contrario que en el puerto, reinaba allí el orden y todo tenía cierto aire de inocencia, de beatitud. Había puestos de apetitosa fruta, verduras y pescado. Paseaban los señores pacíficamente y los militares despreocupados. Algunos clérigos cruzaban en grupo y los niños les seguían bulliciosos. Sobre todo el conjunto, la imponente, altísima y omnipresente roca parecía un paredón construido por gigantes venidos desde otro mundo.
Atravesamos la plaza y nos adentramos por otra calle más ancha y casi desierta. Los escasos transeúntes nos miraban curiosos.
Se detuvo Barelli delante de un hombre de larga barba blanca y le llamó:
—Signore degli Cuarteri.
—¿Eh? —exclamó el hombre, sorprendido—. Oh, Alessandro Barelli! Il piccolo Alessandro!
La poca gente que por allí había, que parecía estar al tanto de lo que pasaba, empezó a aproximarse.
—Il piccolo Sandro! —gritó una mujer—. É vero! Ma…! Guárdate! E Sandro! Sandro Barelli!
Enseguida acudieron más vecinos. Las voces de la mujer y el bullicio alegre que se formó alertaron a los que estaban en las casas. Algunas puertas y ventanas se abrieron.
El caballero de San Juan avanzaba brioso y ufano entre sus paisanos que le aclamaban alegres y que, como se apreciaba, hacía bastante tiempo que no le veían.
—Me fui de aquí con catorce años —me explicó, mientras doblábamos una esquina y ascendíamos por una calleja muy empinada.
—También yo salí muy mozo de casa —dije—; más o menos con esa edad.
Llegamos a una plazuela, frente a un caserón. La efusiva mujer que nos acompañaba, vociferante, aporreó el portón y gritó a voz en cuello:
—Signore Barelli! II vostro filio! Signore, e il piccolo Sandro!
Salió al balcón una doncella, y al cabo estaba toda la familia en la puerta. El padre del freile de Malta era un hombre en extremo vigoroso, que más parecía su hermano. Abrazó a su hijo con lágrimas en los ojos.
—Sandro, Sandro, Sandro…! —gemía, cubriéndolo de besos.
Definitivamente, reparé en que allí nadie le conocía como Juan, por lo que supuse que había adoptado ese nombre al profesar como caballero de la Orden Hospitalaria que se amparaba bajo el patrocinio de San Juan.
Entramos en la casa, un edificio noble, no demasiado grande, pero con mucha servidumbre. Se notaba que los Barelli eran gente principal en Cefalú. Abundaban los buenos tapices y el mobiliario lujoso. De las paredes colgaban cuadros de santos y retratos de orgullosos antepasados que vestían armaduras de parada o suntuosos ropajes con cierto aire oriental, medallones sobre el pecho y brillantes anillos en los dedos.
Pronto se reunió un nutrido grupo de personas en un salón grande: los abuelos, los cuatro hermanos —tres hembras y un varón adolescente—, los sobrinos y parte de la vecindad. Se abrazaban tiernamente. Había lágrimas, vocerío, bromas y risotadas. Era gente impetuosa y alegre. También nos besuqueaban a Hipacio y a mí, como si fuésemos de la casa, a pesar de que nos veían por primera vez en su vida.
El abuelo vestía como la vetusta parentela de los cuadros, tan suntuosamente que parecía estar aguardando al pintor para retratarse, aun siendo media mañana de un día corriente. Autoritariamente, el patriarca de la casa mandó a los criados traer el mejor vino. Se brindó a la manera siciliana y después se comió bien. Conversamos durante todo el día. Tenían una curiosidad insaciable.
Juan les contó que nos había recibido el rey. Se emocionaron y brotaron de nuevo las lágrimas. El más viejo de los Barelli se santiguó y volvió a besar a su nieto. Entonces éste le explicó solemnemente y con mucho detenimiento que Su Majestad le había parecido el más augusto y serenísimo príncipe que pueda contemplarse; de faz bien parecida, nobilísimo porte, apostura, talante enteramente varonil…
—Oh, grazie a Dio! É formidabile! —exclamaba el abuelo.
A última hora de la tarde se cenó copiosamente, se bebió un excelente licor y la servidumbre cerró las puertas de la casa. Fue cediendo la euforia y, más reposadamente, prosiguió la conversación. Entonces pude saber muchas cosas del freile de Malta que antes él no me había contado, a pesar de haber hecho juntos tan largo viaje.
Su madre, que murió en el parto del último de los hijos, era griega de origen, de lo que ellos llamaban La Morea.
—Mi padre la conoció andando en corso por aquellos mares en la galeota de mi abuelo —explicó Barelli, sin ocultar el orgullo de su estirpe—. La familia de mi madre es gente muy principal allá. Un tío mío gobierna la Iglesia de los griegos en la provincia; es el arzobispo de Patrás.
De este modo, me enteré de que los Barelli eran corsarios al servicio del virrey de Sicilia. Se habían pasado la vida navegando por las aguas de Grecia, por Berbería y más lejos, en los mares que hay más allá de la isla de Creta, logrando así su fortuna.
—Pero ahora corren malos tiempos —observó apesadumbrado el abuelo, en perfecto español—. Los turcos y moros andan harto fuertes en naves y dominan el Mediterráneo. ¡Quiera Dios que acabe pronto su señorío! A ver si el rey de España acude presto a ponerles coto de alguna manera. Porque ahora vivimos de las rentas…