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Amanecía débilmente cuando alcancé a ver las torres y campanarios de mi amada ciudad. Había yo caminado durante toda la noche para evitar el calor, por senderos que desdibujaban las sombras, y me pareció que nacía el sol en el horizonte para alumbrar la hermosura de Jerez de los Caballeros, regalándome con la sublime visión de las murallas doradas y los rojos tejados, en medio de los campos montuosos. Una gran quietud lo dominaba todo.
Crucé la puerta que dicen de Burgos y ascendí lentamente por las calles en cuesta. Los perros ladraban al ruido de mis pasos. Cantaban los gallos. Los campesinos salían a sus labores y las campanas llamaban a misa de alba. Los quehaceres cotidianos, ruido de esquilas, martilleo en los talleres, pregoneros y escobones rasgando las piedras de los portales rompían el silencio.
Más de diez años habían transcurrido desde mi partida. Era yo tierno mozo entonces, cuando salí de mi casa, y ahora retornaba hecho un hombre; crecidas las barbas sin arreglo, sucios cuerpo y rostro por el polvo de los caminos y ajadas las ropas tras tan largo viaje. Nadie me reconoció, aunque algunos se me quedaban mirando.
Al atravesar los familiares lugares donde pasé la infancia, brotaban en mi alma los recuerdos. Sentí un amago de congoja, por el tiempo dejado atrás y que ya no retornaría. Pero, llegado a la puerta de mi casa, me sacudió un súbito gozo, como si me brotara dentro una fuente que me animaba. Y se me hizo presente la memoria del penoso cautiverio como algo consumado, muy lejano, como si hubiera sido padecido por otra persona, no por mí.
La entrañable visión del lugar donde me crié permanecía inalterada, asombrosamente idéntica al día que me marché. Me fijaba en la pared soleada, en los rojos ladrillos de los quicios de las ventanas, en las negras rejas de forja, en los nobles escudos donde lucían, bien cinceladas en granito, las armas de la familia.
Golpeé la madera del recio portalón con la aldaba y la llamada resonó en el interior del zaguán, retornando a mí como un sonido profundamente reconocido. Al cabo se oyeron pasos adentro. Una viva emoción cargada de impaciencia me dominaba.
Abrió un muchacho de familiar aspecto. Me miró, y con habla prudente preguntó:
—¿Qué desea vuestra merced a hora tan temprana? No se hace caridad en esta casa hasta pasado el mediodía.
—No pido caridad —respondí sonriente—. Vengo a lo que es mío…
Me observó circunspecto el zagal y, arrogante, añadió:
—Si sois peregrino o soldado de paso, habré de ir a preguntar a mi señor padre. Aguardad aquí.
—Ambas cosas soy —asentí—, peregrino y soldado. Aunque no ando de paso, sino que vuelvo a mi casa.
—¿Eh? —musitó sobresaltado él.
—Soy don Luis María Monroy de Villalobos —añadí—. En esta casa nací hace veintiocho años.
Al muchacho se le iluminó el rostro. Quedó atónito, mudo, y se apartó para franquearme el paso.
Avanzaba yo por el zaguán en penumbra, cuando le volvió la voz y me dijo con mucho respeto:
—Pase, pase vuestra merced, que le esperan, señor tío. —Y empezó a anunciar a gritos, mientras correteaba—: ¡Es don Luis María! ¡Es el cautivo!…
Vislumbré al fondo la luz del patio y avancé con pasos vacilantes, arrobado, buscando la puerta que daba a las estancias donde mi familia solía hacer la vida. En el austero comedor, unas velas encendidas iluminaban el cuadro de la Virgen de las Mercedes, auxilio de cautivos, que mandó colgar allí mi abuela.
Al pie de la bendita imagen, arrodillada, una dama oraba. Mi presencia y los gritos del muchacho la sobresaltaron.
—¡Es el cautivo! ¡Es el cautivo!…
Ella me miró de arriba abajo, con gesto de perplejidad. Mis ojos se cruzaron con los suyos. Era tal y como la recordaba, a pesar de que su rostro se había tornado más sereno con los años y el cabello ya no era castaño, sino gris.
—¡Señora madre! —exclamé llevado por natural impulso.
—¡Hijo de mi alma! —respondió ella, extendiendo los brazos hacia mí.
Nada hay como retornar al regazo de una madre después de haber sufrido harto. ¿Tal vez alcanzar el cielo…?
—¡Hermano! ¡Hermano mío! —exclamó alguien a mis espaldas, sacándome del arrobamiento.
Me volví. Era mi hermano Maximino, al cual reconocí enseguida, aunque había engordado bastante desde la última vez que le vi. Ya no era aquel muchacho de cabellos oscuros y rizados, más bien menudo, pero robusto y ágil. Ahora tenía la barriga abultada, canas en las sienes, la barba en punta, como la de nuestro abuelo, la expresión exaltada y aquella cojera tan particular, adelantando la pierna de madera con donaire, tratando de disimular el defecto, pero sin poder controlar el golpeteo seco del miembro inerte en las losas del suelo.
—¡Maximino! —grité yendo a su encuentro—. ¡Hermano!
Nos abrazamos. Estaba muy emocionado y parecía no querer que le vieran las lágrimas, pues se pasaba los dedos por los ojos a cada momento.
—¡Vive Cristo! ¡Qué alegría! —exclamaba—. ¡Te creíamos muerto! Tu madre ha sufrido mucho… ¡Todos hemos sufrido, diantre! ¡Vives, hermano mío! ¡Qué alegría!
—¡Gracias a Dios, aquí estoy! —decía yo, en el colmo de la felicidad, al verme regalado con sus muestras de cariño—. Dios os pague tantas atenciones. Gracias por haber rezado tanto por mí. La Virgen María no me dejó de su mano…
—Mira, hermano —dijo él, echándome el brazo por los hombros y conduciéndome cariñosamente hacia unos niños que no nos quitaban los ojos de encima, entre los cuales estaba el que me abrió la puerta—. Éstos son mis hijos; dos varones y tres hembras, cinco en total: Alvarito, que es el mayor, el que te ha recibido, que va a cumplir once años por Navidad; el segundo, Luis, como nuestro señor padre, como tú, nueve años tiene; y las hembras, Encarnación, Isabel de María y Casilda, de seis, cinco y tres años la más pequeña. ¡Y viene el sexto de camino! —Me señaló a una mujer junto a los niños—. Es doña Esperanza de Paredes, mi señora esposa.
—¡Oh, Maximino, qué bendición! —exclamé mientras me iba a besar la mano de mi cuñada y a abrazar a mis sobrinos.
—No puedo quejarme —dijo él—. Y hoy nos ha hecho Dios a los de esta casa la mayor de las mercedes; trayéndote aquí, sano y salvo, convertido en un héroe, capitán de los tercios de Su Majestad. ¡Bendito sea Dios!
Mi señora madre se adelantó entonces y propuso:
—Recemos para dar gracias.
Todos nos arrodillamos delante del gran cuadro de la Virgen de las Mercedes que presidía el salón y se rezó la salve devotamente.
Después del «amén», Maximino dijo:
—Y ahora, vamos a celebrarlo. ¡Bebamos vino y holguemos! Que no es día hoy de trabajar en esta casa.
Dicho esto, se fue hacia la servidumbre y les mandó que mataran y pelaran unos gallos del corral, que abriesen la tinaja del mejor vino y que fueran a comprar unos quesos, panes tiernos, dulces y demás cosas necesarias para dar un banquete.
Más tarde, cuando se hubo dispersado ya la muchedumbre curiosa de los vecinos y la casa se quedó al fin en calma, fuimos los familiares a recogernos en la parte más íntima y confortable, frente a la chimenea. Allí hubo de nuevo abrazos y volvieron las emociones y las lágrimas, pero también hubo bromas y risotadas. Después se comió bien y se brindó con buen vino. La conversación se extendió durante todo el día. Estaba yo ebrio de felicidad.
Conté lo que me pareció oportuno de mi peripecia mientras ellos me escuchaban sin pestañear, especialmente los niños. Preferí no relatar las penas y aderezar mi historia con cierta fantasía, para dulcificarla.
Mi madre me explicó luego cómo fueron los últimos días de la vida de mi señora abuela, que había muerto recientemente, con mucha serenidad, rodeada de sus nietos y biznietos, y atendida por los sacerdotes.
Conversamos durante todo el día. A última hora de la tarde llegaron algunos parientes y se unieron a la fiesta. Se cenó abundantemente. Especialmente yo, que traía hambre atrasada. Las aves en escabeche y las chacinas en aceite me devolvieron los sabores de la infancia. Mi hermano abrió una botella de licor excelente y encendió la chimenea, pues a pesar de ser otoño temprano había refrescado. Trajeron los criados los sillones más cómodos a la pequeña sala interior y nos sentamos todos al amor de la lumbre.
Un delicioso sopor me embargaba y deseaba permanecer muy quieto, en silencio, gozando del reencuentro con mi hogar. Pero unos y otros me asaltaban constantemente con preguntas. Tenían mucha curiosidad acerca de mis aventuras y querían que les contase todo esa misma noche.