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¿Entonces —me preguntó García Hernández—, debo entender por lo que me cuentas que no puedes fiarte del caballero Juan Barelli?

—No, no se trata exactamente de eso —respondí—. Barelli me parece un hombre íntegro, resuelto incluso a dar la vida si fuera preciso por la causa. Mi preocupación por él es de otra índole. No me gusta juzgar a nadie y menos a un compañero, pero…

—Habla, habla sin miedo. Ya sabes que soy el responsable último de todo lo que suceda en esta misión, ya sea malo o bueno. A mí debes tenerme al tanto de tus inquietudes.

—Es demasiado impetuoso. Eso es. El de Malta me agobia. Me perturba constantemente con su impaciencia y no gozo de la calma precisa para obrar en este asunto tan delicado.

—Comprendo —asintió circunspecto—. Ciertamente, ése es el problema de Juan Barelli. Para la parte que compete a su misión se buscó un hombre intrépido, decidido, que a la vez reuniera una serie de condiciones. Él es de madre griega y eso le convierte en alguien muy valioso para las intenciones de Su Majestad. Por la familia de la cual procede conoce muy bien el mundo del Levante. Sus abuelos sicilianos fueron corsarios y su padre es uno de los hombres de mayor confianza del virrey. Su honorabilidad y lealtad están fuera de toda sospecha pues.

—¿Y por qué no se le ha dicho aún en qué consiste su misión? En cierto modo, es de comprender que se halle desconcertado e impaciente.

El secretario permaneció en silencio, pensativo, durante un momento. Su rostro denotaba cierta preocupación. Estábamos sentados a la mesa en el mismo sitio donde la otra vez me reuní con él y, posiblemente porque no habíamos avisado al tabernero con tiempo, la estancia estaba aún fría y húmeda, a pesar de que nos pusieron a un lado un gran brasero repleto de ardientes ascuas.

—Te diré una cosa —contestó al fin el secretario—. Sé que en ti se puede confiar plenamente, caballero Monroy, y por ello no voy a ocultarte nada de lo que concierne a esta misión. Ya sabes tu cometido: has de acercarte a esos marranos, los Mendes, y ver la manera de hacerles llegar, con sumo cuidado y sutileza, la llamada que les hace Su Majestad para que retornen a los dominios del Rey Católico. Pero no sólo eso es lo que ha de hacerse por ahora en Levante. Si se consiguiera, ¡plegué a Dios!, sería un logro importante, pero insignificante al lado de lo que verdaderamente interesa a la causa cristiana, cual es ganarle al Gran Turco cuantas batallas se pueda, hasta alcanzar una victoria definitiva que le detenga de sus ambiciones.

—Eso lo presupongo —afirmé—. Y sé perfectamente que, si quiere Dios que logre cumplir mi cometido, la lucha después será mucho más feroz, aunque posiblemente más ventajosa, si esos judíos deciden regresar a Lisboa y poner toda su fortuna al servicio de Su Majestad.

—En efecto, pero ahora déjame que termine de explicarte lo que hay que hacer a partir de este momento —me rogó—. Tú, caballero Monroy, no vas a Constantinopla sólo para ganarte a los Mendes. Además de ello, deberás indagar en otros muchos menesteres. Es muy necesario que se sepa en España cuáles son las intenciones concretas e inmediatas del Gran Turco; las tropas con las que cuenta, su flota, armas, astilleros… Y lo más importante en este momento concreto es saber con precisión si tiene resuelto ir en socorro de los moriscos de Andalucía, con el propósito de restablecer el antiguo dominio de los agarenos en el corazón mismo de la cristiandad.

—¡Vive Dios! —exclamé—. ¿Es posible tal cosa?

—Todo es posible y nada debe descartarse —respondió con una rotundidad inquietante—. Por eso es tan necesario espiar al Gran Turco. Y ésa, caballero de Alcántara, es tu misión.

—¿Y Juan Barelli? Permitidme que insista…

—A eso voy. Tu compañero, igual que tú, no tendrá encomendada una única misión; sino que este viaje será aprovechado al máximo tanto por el uno como por el otro. Tú espiarás allá en Constantinopla, tal y como te acabo de explicar. Él, en cambio, es un hombre de acción, más irreflexivo, más impulsivo e inmoderado. Si lo tuyo consiste en estar atento y esperar la ocasión oportuna; lo suyo es más propio de su temperamento.

—¿Y qué ha de hacer? ¿Puede saberse ya?

—No todo lo que él debe hacer puedes saberlo tú. Como tampoco él debe conocer tu encomienda en su totalidad.

—¿Por qué? Si resulta que, como vuestra merced acaba de revelarme, se nos considera a ambos hombres de plena confianza, leales y de honra probada…

—Porque nunca se puede estar completamente seguro —dijo, poniéndome la mano en el antebrazo—. No quiero sembrar la inquietud en tu alma, querido caballero Luis Monroy, pero a estas alturas ya debes de estar enterado de que tanto Juan Barelli como tú podéis ser descubiertos, apresados y sometidos a los más terribles y dolorosos tormentos. Ante esto, es de temer que la fortaleza flaquee y la debilidad del uno puede llegar a delatar al otro dejando sin efecto la totalidad de la misión. ¿Comprendes?

—Comprendo, ha hablado vuestra merced con mucha claridad.

—Bien, pues ahora te diré en qué consiste la primera parte de la misión de Barelli, puesto que eso sí puedes saberlo, mientras que no se te dirá lo que después él ha de hacer, lo cual es más importante y arriesgado.

—Diga vuecencia el secreto y confíe en mí.

—Estamos a las puertas de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. Dentro de tres meses se dará por concluido el invierno, como es ley de la natura en estas latitudes mediterráneas, con lo que empezarán nuevamente los barcos a moverse y los puertos recobrarán su trajín de personas y mercancías. Entonces Barelli y tú partiréis en una gran galeaza griega que hará escala en Corfú, en la región conocida como La Morea, de la que era natural la madre del de Malta. Tu compañero desembarcará allí, mientras que tú proseguirás el viaje hasta Constantinopla para cumplir con tu cometido.

—¿Nos separaremos entonces él y yo? —quise saber.

—Sí. Aunque será sólo temporalmente, puesto que el caballero Juan Barelli, realizada su primera encomienda, deberá viajar también a la ciudad del Gran Turco, donde se unirá a ti de nuevo y esperará el momento oportuno para cumplir con su segunda misión.

—Comprendo —dije—. Su segundo cometido depende de mi primera misión. ¿No es así?

—En efecto —asintió, delatando en su sonrisa que le alegraba mi agilidad de entendimiento—. Pues bien, la primera misión de Barelli, que es la que puedes conocer, consiste en recorrer todos los pueblos de La Morea y visitar a cuantos parientes y conocidos tenga allí para despertar en ellos el ánimo de alzarse contra el dominio tirano del turco. Ya sabes que los griegos, cristianos desde los tiempos apostólicos, sufren esclavitud y todo tipo de humillaciones bajo el imperio diabólico del Gran Turco, que extendió su señorío hasta el mar Adriático. Si tu compañero, griego como ellos, logra convencerles de que el Rey Católico está resuelto a ayudarles con armas, barcos y hombres para que recobren su ansiada libertad, se encenderá en ellos la llama de la rebeldía y el deseo de volver a ser un reino cristiano independiente.

—¡Magnífico! —exclamé—. Ese plan genial no es sino contestar al Gran Turco con una acción semejante a la suya: él intenta sublevar a los moriscos para perjudicar al Rey Católico, y Su Majestad, con sabiduría y prudencia, replica sublevándole a los griegos en sus dominios. Es hacer la guerra al enemigo con sus mismas armas. ¡Quiera Dios que llegue a buen término tan ingeniosa estrategia!

—Es muy viable el plan, aunque pueda parecer aventurado. Los griegos están hartos de la tiranía turca y sueñan con la libertad. Barelli es sobrino nada menos que del arzobispo de Patrás y la Iglesia griega tiene mucho predicamento entre el pueblo. El caballero de Malta es apuesto, vehemente y seductor. Confiemos en que pueda ganarse el corazón de sus paisanos.

—Pero… ¿Cómo es que no conoce él todavía su misión?

—Sólo a medias la conoce. Sabe que ha de ir a La Morea, aunque su mayor empeño es ir a Constantinopla, al corazón mismo del imperio del Gran Turco, para realizar allí una acción más directa. Pero ésa es la segunda misión, la cual, como te he dicho, no puedo revelártela.

—¿Y él, cuándo lo sabrá?

—Enseguida. El hecho de que hayas venido a comunicar cuan impaciente y nervioso está me da la señal para que lo convoque y le comunique su cometido.

—¡Cuánto me alegro! —exclamé con sinceridad.

—Pues ve y tráemelo aquí mañana a esta hora. Y no te preocupes más, mi querido caballero de Alcántara. Barelli no volverá a causarte problemas.

Al día siguiente, obedeciendo a las disposiciones del secretario de la embajada, mi compañero y yo estábamos a primera hora de la mañana aguardando ante la puerta de la taberna. García Hernández llegó con puntualidad. Entró sin saludar y, detrás de él, Barelli. Yo esperé en la calle y no me hice presente para no entorpecer la conversación de ambos.

En torno a mediodía, salió el de Malta como transfigurado, con la mirada perdida y una extraña sonrisa.

—¿Qué tal ha ido? —le pregunté.

—Vamos a orar a esa iglesia —contestó, señalando un templo cercano—. Necesitaré fuerzas de lo alto para cumplir mi encomienda.