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Fuimos hasta Mesina en uno de los barcos de los Barelli, siguiendo la costa. A estribor divisábamos los puertos y los pueblos fortificados; a babor, las islas que llaman Eolias, que surgían repentinas del mar Tirreno, fantasmagóricas, lanzando algunas de ellas blanquecinos humos a los cielos desde sus volcanes.

Alguien me avisó de que se veían delfines, y me maravillé cuando los descubrí surgiendo una y otra vez entre las olas.

Arribamos a nuestro puerto de destino a la caída de la tarde. Los galeones de bandera española se alineaban en los muelles y los esquifes no paraban de ir y venir trayendo y llevando pertrechos. Las atarazanas estaban completamente abarrotadas de gente: marineros, soldados, mercachifles…

Las campanas de todos los templos doblaban lastimeramente y las banderas estaban a media asta.

—Alguien muy importante ha entregado el ánima —comentó el maestre de la nave—. Hay señales de luto por todas partes.

Nada más desembarcar, nos enteramos de que había muerto en España la reina doña Isabel de Valois.

Pensé en que la desdicha parecía ir en pos de Su Majestad para no permitirle reposo ni consuelo. No bien se habían cumplido los duelos por el malogrado príncipe Carlos y volvían a caer los negros paños sobre el reino con la muerte de la esposa de don Felipe.

A pesar de estar atendiendo a las honras fúnebres, el virrey nos recibió nada más saber que solicitábamos audiencia, sin hacernos esperar ni un solo día. Se holgó mucho por nuestra llegada y nos comunicó gentilmente que nos esperaba ansioso, desde que tuvo noticias muy reservadas de la misión que nos habían encomendado los secretarios de Estado.

—Ayer precisamente recibí los dineros que envió el tesorero general, don Melchor de Herrera, por medio del intendente de las galeras de Levante —nos explicó, mientras sacaba de un arcón una talega repleta de monedas—. Son quinientos escudos, doscientos cincuenta para cada uno. Con esto debéis apañaros hasta que en Venecia se disponga otra cosa. ¿Os han dicho lo que debéis hacer allí?

—Sí —respondí—. Nuestro contacto es el secretario de la embajada en la serenísima, García Hernández se llama. Pero no nos especificaron la manera de ponernos en contacto con él. Según nos ordenó el secretario de Su Majestad, vuestra excelencia debería solucionarnos ese menester.

—En efecto —asintió con circunspección—. Es muy importante que no acudáis directamente a la embajada. Nadie deberá veros en compañía de españoles, pase lo que pase. De lo contrario, sospecharán y se echará todo a perder. En cualquier lugar y circunstancia ambos debéis aparecer como mercaderes del Levante.

—Lo sabemos —afirmó Barelli—. Ésa es la clave de esta misión. Pero necesitamos saber quién es nuestro primer contacto en Venecia.

—Todo está previsto —contestó el virrey—. Buscaréis hospedaje al norte de la ciudad, en las vecindades del barrio de los hebreos, conocido como «el gueto». Allí están las atarazanas donde tienen sus almacenes los mercaderes turcos. No os resultará difícil dar con un marchante judío de nombre Simión Mandel, que secretamente trabaja a sueldo de la embajada de España para los negocios de los espías. Podéis confiar en él. Os indicará la manera de poneros en contacto con García Hernández. Pero…, como es de comprender, no debéis revelarle nada acerca del asunto que os lleva allá.

—Descuide vuesa excelencia —le tranquilicé. Eso es cosa muy sabida. En ningún caso podemos desvelar nuestro secreto.

—Bien —dijo él—. Pues no se hable más del asunto. Mañana debéis estar en el puerto a media mañana. Una galeaza griega os recogerá y os llevará veloces a Venecia, sin apenas hacer escalas.

—¿Mañana? —exclamó Barelli.

—¿A qué esperar? —repuso el virrey—. Es octubre; pronto el otoño cambiará los vientos. No podemos arriesgarnos a que pase un solo día más.

Dicho esto, nos entregó el dinero y nos rogó que hiciéramos las partes allí mismo. Así lo hicimos, dividiendo por mitad el montante después de reservar diez escudos para pagar los sueldos de Hipacio, pues no se le había dado un céntimo desde que salió de Guadalupe.

—Me gustaría invitaros a cenar —se excusó el virrey—. Mas no puedo dejarme ver en lugares de regocijo durante el luto. Así que id vosotros a una hostería que está ahí cerca, donde os indicará mi criado. ¡Comed y bebed a mi salud! Decid que vais de mi parte, que ya mandaré yo que se pague lo debido. ¡No escatiméis, muchachos!, que os aguardan seguramente privaciones y peligros.

Salimos de allí la mar de contentos, sintiéndonos hombres ricos por llevar con nosotros tal cantidad de dinero. Le dimos al sastre lo que le correspondía y le dejamos irse a su aire, mientras nosotros íbamos a cumplir con la invitación del virrey a la hostería que nos indicó su criado, que era el mismo lugar donde debíamos alojarnos.

El mesonero nos trató como a príncipes, al saber quién nos enviaba a su negocio. Nos sirvió verduras escabechadas, berenjenas, calabacines, cebollas, pescado en adobo y todo el vino que nos cupo en la tripa. Fue una fiesta después de tantos días de viaje. Tanto me animé que saqué la vihuela y me puse a cantar. Y pronto se reunió en tomo nuestro el personal que había en la hostería; señores de mucha distinción, por ser aquél el sitio de mayor postín de Mesina.

Pero, precisamente por tratarse de un hospedaje de muy buena fama, el dueño cerraba pronto, para que el ruido no molestase a los viajeros que se retiraban a dormir.

Me daba pena acabar tan temprano la fiesta y le propuse a mi compañero de aventuras:

—Anda, Barelli, vamos a beber un poco más por ahí.

Dudó él por un momento y luego dijo:

—Mañana hay que madrugar. Aunque… ¡un día es un día, qué diantre!

Dimos con un tabernucho mugriento que servía un vino fuerte y aromático, de esos que animan a conversar. Resultaba agradable, reconfortante, contarse la vida y compartir la emoción de embarcarse al día siguiente para dar comienzo a nuestra misión.

—¿Tienes miedo? —me preguntó, con los ojos brillantes.

—¿Y tú? —contesté.

—Dilo tú primero, que la pregunta se me ha ocurrido a mí.

—Un poco —dije con cierto pudor.

—¿Un poco o mucho?

—Bueno…, mucho.

—Yo también —confesó, llevándose el vaso a los labios para apurarlo de un trago—. Pero es mi oportunidad y no podía desaprovecharla —añadió—. Esos endiablados turcos han arruinado las vidas de mi gente. Mi tío es el arzobispo de Patrás y constantemente nos escribe para pedir dinero. Los recaudadores del sultán les aprietan para sacarles a los griegos lo que no tienen. Hace poco le dieron una paliza delante de todo el pueblo, para humillarle y atemorizarles más.

—¿Cómo consienten en tener tales amos? —le pregunté—. ¿Por qué no se rebelan? Los españoles nos alzamos en su día contra los moros y los echamos de nuestros reinos…

—No creas que eso es fácil en Grecia. El Gran Turco es muy poderoso. Gobierna su imperio por medio de los jenízaros que son crudelísimos, impíos, sanguinarios, feroces como lobos… Los cristianos llevan ya muchos años sometidos. Las nuevas generaciones no conocen más gobierno que el de los bajás que manda el sultán. Pero… ¿quién sabe? Quizás ha llegado el tiempo de hacer algo…

—¡Hay que ayudarles! —exclamé.

—En eso estamos —dijo, entre dientes, con rabia—. Sí, hay que ayudarles. Quiera Dios que haya llegado el momento…

Salimos de la taberna para ir ya a recogernos en la hostería, pues era muy tarde. Las calles estaban oscuras, sin apenas faroles encendidos. Nos perdimos.

—Es por aquí —decía Barelli.

—No, hombre, no… —negaba yo—; por allí…

Buscábamos una iglesia conocida para dar con la plazuela donde estaba el hospedaje, pero habíamos bebido demasiado y además no se veía casi nada. Nos cruzábamos con sombríos hombres embozados en sus capas que parecían fantasmas.

—Debemos tener cuidado —me susurró Barelli—. Hay muchos ladrones en Mesina.

No bien habíamos doblado un par de esquinas después de que hiciera esta advertencia, cuando sucedió lo que es ley en estos casos. Dicen que los rateros huelen el dinero. Y así debe de ser, porque de repente se nos pusieron delante tres rufianes que nos gritaron, apuntándonos con sus cuchillones:

—¡La bolsa a cambio de la vida!

Quedamos paralizados. La borrachera se me pasó al instante y maldije la hora en que se me ocurrió salir de la hostería para tomar los últimos tragos. Ya lo veía todo perdido: sin el dinero que nos había dado el virrey, no se podría llevar a efecto la misión. Un fracaso y una vergüenza.

Apenas sacudía mi mente, como un relámpago, tan funesto pensamiento, cuando a mi lado Barelli estiraba una pierna rapidísima, fulminante, y sacudía una patada en la entrepierna a uno de los asaltantes, al tiempo que gritaba hecho una fiera:

—¡Os mato yo!

Si no lo hubiera visto y me lo hubieran contado, no lo creería. Sacó la espada con la rapidez de un rayo e hirió al segundo de los ladrones en el pecho. El tercero titubeó un instante y luego salió por pies, perdiéndose en la oscuridad.

Desenvainé mi acero, pero nada quedaba por hacer, pues mi compañero se bastaba solo pateando a los rufianes:

—¡Yo os mato! ¡Hijos de ramera!

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!… —gritaba yo.

Pero no apareció autoridad alguna por aquel solitario lugar. Así que, temiendo que vinieran más forajidos en socorro de los que yacían desangrándose en el suelo, le dije a Barelli:

—Vamos, déjalos ya, que no pueden causarnos mayor mal. No vayan a llegar otros…

Anduvimos de nuevo algo perdidos, pero al fin dimos con el puerto y ya no nos fue difícil encontrar la hostería.

Con tanto sobresalto, ni él ni yo pudimos pegar ojo, tratando de poner en claro las ideas.

—Menos mal —dije—. ¡Qué desastre ha estado a punto de ocurrimos!

—Mejor muertos que pasar la vergüenza de tener que concluir la misión antes de empezarla —repuso él.

—¡Qué rápido eres!

—Me crié teniendo que hacer frente a los amigos de lo ajeno.

Nos sorprendió la madrugada en esta conversación. Hicimos el hato y fuimos en busca de Hipacio.

Asomaba el sol en el horizonte del mar, cuando estábamos los tres en el lugar del muelle que nos indicó el virrey, donde nos aguardaba ya la galeaza que habría de llevarnos hacia Levante.