23

Navegamos a sotavento, suavemente, en la luz incierta del amanecer, cuando un marinero anunció desde proa:

—¡Venecia!

La visión parecía surgir de la bruma, como una suerte de fantasía. Las torres, cúpulas y casas brotaban de las mismas aguas, como si flotaran en la superficie, a modo de una inmensa balsa sobre la cual se sustentara la ciudad. No creo que haya lugar más extraño en el mundo.

Llegados frente al puerto, había tantas naves allí alineadas que no se pudo hacer el atraque. Mandó aviso el maestre a las autoridades y no tardaron éstas en reclamar la tasa y los permisos oportunos. A mediodía saltábamos a tierra Barelli, Hipacio y yo, después de ser transportados por uno de los barquichuelos que se ofrecían para cubrir la media milla que nos separaba de los muelles.

—No ha de olvidarse desde este momento que ya no somos españoles —les recordé—, sino mercaderes de Levante, de los muchos que merodean en este célebre emporio donde se halla gente de todo género.

—No se hable pues a partir de ahora en cristiano entre nosotros —añadió Barelli—. Finjamos conocer la lengua española para los tratos. Pero, en lo demás, hagamos uso del turco y del griego.

—Señores —repuso azorado Hipacio—, yo no sé esas lenguas. Sólo conozco el cristiano y algo de los latines por los menesteres de la santa madre Iglesia.

—Pues te callas y en paz —le dije—. Tú no tienes por qué fingir ser turco ni griego. En el Levante hay muchos cristianos que van a hacer sus negocios y nadie les pide explicaciones. En lo que nos trae acá, tú sólo has de preocuparte por asesorarme en los géneros textiles. Para lo demás, obra con prudencia y baste con que piensen que eres un hombre reservado y de pocas palabras.

—Sea como manda vuestra merced —otorgó—. Y plegué a Dios que ello me libre de complicaciones, porque estoy cagadito de miedo.

—No hay por qué temer —le dijo Barelli—. Tú a lo tuyo y nosotros a los nuestro. Se te paga por aconsejar en lo de las telas; así que, en lo demás, chitón.

Con estas determinaciones y, como pedía el oficio, ataviados a guisa de gente de Levante, nos encaminamos por delante de los almacenes del puerto para buscar una renombrada fonda donde solían acomodarse los más importantes mercaderes de Oriente que venían a hacer tratos a Venecia.

—¿La casa de Ai Morí? —le preguntó Barelli a un alguacil, pues así se llamaba el sitio.

Salió de su garita el guardia y nos dio las explicaciones oportunas, sin llevar cuentas con nada más. Lo cual me tranquilizó mucho, porque andaba yo temeroso de que nuestras indumentarias fueran excesivamente llamativas. Pero estaba a ojos vista que nadie repararía en las ropas allí, ya fueran cristianas, griegas o turcas, pues se veía gente con las más extrañas apariencias por todas partes.

—Aquí pasaremos desapercibidos; el personal es variopinto —comenté, mientras íbamos en la dirección que nos indicó el alguacil.

—Sí—asintió Barelli—. Pero no dejemos de poner cuidado.

No bien habíamos recorrido cincuenta pasos, cuando nos vimos sorprendidos por la estrambótica disposición de la que, como digo, debe de ser la ciudad más rara del mundo. Apenas se encuentran calles, travesías o correderas. Hay plazas delante de las iglesias, pero se llega a ellas por una suerte de canales, a cuyas orillas dan los umbrales de las puertas de los palacios y casas. De manera que por las vías principales de Venecia no discurren caminantes, bestias ni carruajes, sino chalanas, bateles y gabarras.

—¡Si no lo veo no lo creo! —exclamó Hipacio, tan asombrado como estábamos los tres—. ¡Parece obra del demonio!

—O de los mismísimos ángeles —repuse—. Pues ya es mérito edificar todo esto sobre el agua. Cuando se sabe que sólo el Señor Jesucristo pudo caminar sobre ellas.

—¿Cómo se las apañarán para echar los cimientos? —se preguntaba el sastre—. ¿Por dónde llevarán a pacer los ganados?

—No hay ganados —explicó Barelli—. Esta gente no vive de otra cosa que del comercio. ¿Pues no veis el lujo de sus casas? Todo el mundo es rico aquí.

—¡Vive Dios! —gritó Hipacio—. ¡Mirad dónde transportan el vino!

Una barca se había detenido cerca de nosotros y despachaba delante de un gran caserón. El barquero mantenía el equilibrio perfectamente mientras descargaba pellejos de vino. Atónitos contemplábamos la escena: el que debía de ser el dueño de la casa sacó una jarra, la llenó, cató la mercancía e hizo un gesto aprobatorio; después pagó y el repartidor siguió su camino, canturreando feliz mientras remaba.

Un poco más adelante vimos escenas parecidas con fruteros, pescaderos, carniceros y demás mercachifles.

—Resulta curioso —observé—, mas no ha de ser cómoda aquí la vida.

—Eso lo iremos comprobando con el tiempo —dijo Barelli—. Hemos de pasarnos en Venecia todo el otoño y el invierno.

—¿Y tenemos dineros para tantos meses? —preguntó Hipacio, que no estaba al tanto de los menesteres principales de la misión, pues le informábamos de muy poco.

—Dios proveerá —contesté.

—Pues, ea, que provea —asintió encantado el sastre—. Que no hay nada más placentero que conocer mundo.

—No hemos venido a holgar —replicó el de Malta—, sino a servir a Su Majestad.

Después de dar vueltas y revueltas por un laberinto en el que una y otra vez nos topábamos con los canales que no podíamos atravesar, resolvimos embarcarnos en una chalana para ir más derechos al destino, siguiendo el consejo de un veneciano que se percató de nuestro despiste. El batelero, gobernando su pequeña embarcación con mucha destreza, nos llevó por un ancho río que surca Venecia por mitad a la manera de una rúa mayor muy transitada por barquichuelas de todos los tamaños que transportaban personas y mercancías.

De esta forma, navegando, fuimos a parar al embarcadero que está junto al puente que dicen «de los Judíos», por estar cerca el barrio de los hebreos. Echamos de nuevo allí pie a tierra y al fin pudimos ir caminando hasta las atarazanas donde tienen sus hospedajes y almacenes los mercaderes de Levante.

La fonda de Ai Mori resultó ser un caserón enorme en cuyos bajos podían guardarse embarcaciones y mercancías mientras el piso alto servía de refectorio y alojamiento. Regentaba el negocio un turco alto, fuerte, de sonora voz y amigable trato, que nos recibió encantado.

—Aquí no ha de faltaros de nada, amigos —nos dijo—. Si necesitáis algo, no tenéis más que pedirlo. Puedo proporcionaros, además de las alcobas, almacenes y transportes. Y También criados para que os sirvan. Hace más de veinte años que tengo esta casa abierta para atender a los que vienen a la serenísima a hacer sus negocios. Podéis pagarme en ducados venecianos, en aspros turcos o en moneda española. Y también puedo ofreceros cambio con muy poco recargo.

Ya podía ser solícito el tal Mori, pues cobraba bien caros sus servicios. Fijamos el precio y tuvimos que pagar por adelantado un mes antes de aposentarnos.

Como necesitábamos estar a solas Barelli y yo para tratar de las cosas secretas de la misión, dejamos a Hipacio aplicándose a un buen plato de lentejas y nos fuimos a comer nosotros a una de las muchas tabernas que había cerca.

Todo Venecia es un ir y venir de gentes que van de los puertos a los mercados y de éstos a aquéllos. También se ve personal desocupado, holgazaneando o dispuesto a ofrecerse para cualquier menester.

—¿Y ahora qué hemos de hacer? —me preguntó el de Malta, cuando estuvimos acomodados frente a una mesa donde nos sirvieron buen vino y un guiso a base de pescado.

—¿No te explicaron lo que nos tocaba hacer aquí? —le contesté.

—No. Eso había de correr por cuenta tuya, según me dijeron.

—Pues poco puedo yo hacer para sacarte de dudas —observé—. Salvo hacerte partícipe de lo único que sé, cual es que debemos esperar a que venga alguien a ponerse en contacto con nosotros.

—¿Alguien? ¿Quién?

—Alguien de parte de la embajada de España en esta república. ¿No recuerdas lo que nos dijo el virrey de Sicilia? El secretario es un tal García Hernández. Pero no debemos en modo alguno ir a presentarnos a él, sino aguardar a que mande recado, para no despertar sospecha.

—¡Qué incertidumbre! —suspiró.