19
Apenas había amanecido cuando una alegre campana repicaba en una de las torres de la catedral de Segovia convocando a los canónigos al rezo de laudes. El comendador frey Francisco de Toledo, el sastre Hipacio y yo íbamos camino del alcázar, acudiendo puntualmente a la cita con el secretario don Antonio Pérez, como se nos ordenó el día anterior.
—Entremos primeramente a orar en la catedral —propuso el comendador—. Tenemos tiempo.
Estuvimos arrodillados los tres delante del altar mayor mientras los clérigos entonaban la salmodia.
—Pidamos a Dios que nos dé fuerzas en lo que nos pone por delante —murmuró frey Francisco.
En ese momento me embargó una sensación rara. No sabría decir si era temor o una viva emoción por lo que el destino pudiera depararme. Noté como el corazón se me agitaba dentro del pecho y empezaba a latir con fuerza. Después pareció faltarme el aire y se me escapó un suspiro.
El comendador se volvió hacia mí y, mirándome con unos penetrantes ojos cargados de comprensión, dijo:
—No te preocupes. Todo saldrá bien.
Nos santiguamos y salimos los tres de la catedral. Un vientecillo frío anunciaba el otoño. Y el cielo, recién amanecido, estaba cubierto de nubes.
Cuando llegamos a la puerta principal del alcázar, ya estaba el secretario de Estado esperándonos, dentro de su carroza, que custodiaban cuatro alabarderos. Entonces sucedió algo desagradable. Don Antonio Pérez asomó la cabeza apartando la cortinilla de la ventana y, al vernos ir hacia él, se agitó nerviosamente. Descendió del carruaje y gritó enfurecido:
—¡Pero qué es esto! ¡Quién diablos es ese hombre!
Se refería a Hipacio. Al parecer no había tenido conocimiento de que el sastre vendría conmigo.
El comendador dio las explicaciones oportunas:
—Me pareció oportuno que frey Monroy fuera acompañado por alguien que supiera de telas. Este hombre es un experimentado sastre del monasterio de Guadalupe.
—¡Oh, no, no…! ¿Qué burla es ésta? —replicó fuera de sí el secretario.
—Déjeme vuestra señoría que se lo explique —le rogó frey Francisco, asiéndole por el antebrazo.
Lo llevó consigo aparté y se les vio discutir durante un buen rato. Al cabo, el secretario se calmó algo, pero seguía visiblemente contrariado. Subió a su carroza y cerró la portezuela con violencia.
—¡Vamos! —le gritó al cochero.
Los caballos emprendieron el trote tirando del vehículo. El comendador, Hipacio y yo nos pusimos tras él dispuestos a seguirle sobre nuestras cabalgaduras.
—Ayer se me olvidó decirle lo del sastre —me confió frey Francisco—. Hube de tratar acerca de tan variados asuntos con los secretarios que se me olvidó… Ha sido un error. Pero no te apures, hay en estos reinos quien manda más que ese Antonio Pérez…
—¿Adónde vamos, excelencia? —le pregunté.
—A lo que llaman «el Bosque de Segovia». Alguien nos espera allí —respondió misteriosamente. Noté que no quería darme más detalles.
Cabalgamos hacia el sur a buen paso durante un par de horas, sin más descanso que una breve parada junto a una fuente. El camino discurría por bellos pinares y a veces se adentraba por la espesura de un apretado bosque de rebollos y encinas, donde crecían entrelazadas las retamas y las zarzas. Por encima de las copas de los árboles, asomaban las cimas ásperas y pedregosas.
Al llegar a un promontorio, divisamos desde la altura un valle donde amarilleaban los pastizales en los claros. También se veían algunos edificios, que sobresalían entre nutridas arboledas. A lo lejos, las montañas altísimas arañaban los cielos.
—Hemos llegado: ¡he ahí Valsaín! —señaló el comendador.
Delante de nosotros, la carroza del secretario emprendió una cuesta suave levantando polvo tras de sí, velozmente. Los jinetes picamos las espuelas de nuestros caballos. Al acercarnos, pudimos contemplar un bonito palacio circundado por una sólida muralla con aspilleras y garitas de centinelas, cuyos torreones se elevaban por encima de unos magníficos tejados de negra pizarra.
Maravillado al ver tan soberbia residencia, pregunté:
—¿Es el palacio del secretario de Su Majestad?
—¡Qué más quisiera él! —contestó con ironía frey Francisco.
Llegamos a una plazoleta. Se detuvo el carruaje e hicimos lo propio los que íbamos a caballo. Descabalgamos frente a un arco de la muralla, entre dos columnas, donde varios guardias de librea nos dieron el alto. El secretario dijo algo a un oficial y se abrió enseguida la gran puerta claveteada que daba paso a los primeros patios. Apareció ante nosotros una gran fachada con galerías, columnatas y ventanales.
—Aguarden aquí vuestras mercedes —nos rogó don Antonio Pérez.
En los jardines, los arrayanes, lozanos y bien cortados, trazaban perfectos rectángulos, en medio de los cuales se levantaba una gran taza de mármol embellecida y animada por el vivo chorro de un surtidor de agua clara.
—Yo entraré con vuestra señoría —le dijo el comendador al secretario, con voz cargada de autoridad.
—Haga vuestra excelencia como desee —otorgó él—. Pero el sastre habrá de irse inmediatamente. ¡Ese hombre no entrará aquí! —añadió despectivamente.
Hizo una señal el comendador a Hipacio y éste obedeció sin rechistar. Un guardia le acompañó hasta la salida.
Me quedé solo en aquel inmenso patio, viendo a frey Francisco y al secretario ascender por las sobrias escalinatas hacia la puerta principal del palacio, por donde se perdieron.
Reinaba una quietud enorme. El rumor de la fuente aquietaba mi espíritu, intranquilo por la inminencia de la misión y por el misterio que rodeaba aquella visita. Me entretuve siguiendo con la mirada un oscuro mirlo que volaba de ciprés en ciprés, emitiendo su agudo trino que resonaba en las galerías.
Pasó un buen rato y nadie apareció por allí, excepto uno de los alabarderos que me saludó desde lejos con un taconazo, mientras cruzaba el patio de parte a parte.
De repente, sentí pasos a mis espaldas y me volví. Un caballero de aspecto distinguido se aproximaba.
—Veo que es vuesa merced caballero de Alcántara —me dijo.
—Novicio —repuse.
—Bien, venga conmigo vuestra caridad.
La autoridad y la presencia de aquel hombre me hicieron obedecerle sin rechistar. Anduvimos por el centro de los jardines y bordeamos la fuente. Después de pasar por debajo de un arco de piedra labrada, dejamos atrás el patio y las galerías para ir a encontrarnos con un bosquecillo umbrío que estaba al otro lado del palacio. Entonces, al reparar en que me alejaba del lugar donde me habían ordenado esperar, dije:
—He de estar atento a mi superior, frey Francisco de Toledo.
—No ha de preocuparse por eso vuestra caridad —observó él—. Fíese de mí y venga conmigo.
En esto, vi venir hacia nosotros un par de enormes mastines de pelo claro, que ladraban y rugían amenazantes.
—No hacen nada—indicó el caballero—. Son canes nobles. No tema vuestra merced.
Pero los perrazos se me echaban casi encima, así que desnudé la espada.
—¡No, no! ¡Envaine vuaced ese acero! —me gritó el caballero—. Que ya digo que no hay cuidado.
En efecto, los mastines se pusieron a mi lado, me olisquearon y se fueron por donde habían venido. Les seguí con la mirada y descubrí a unos veinte pasos de donde me hallaba la noble presencia de un hombre completamente enlutado, de mediana estatura, bien parecido y rubicundo, que me observaba estando muy quieto, de pie, bajo un pino. Tenía en la mano un largo bastón en el cual se apoyaba elegantemente.
A mis espaldas, el caballero que me guiaba, me indicó:
—Es Su Majestad, nuestro señor el Rey.
Me dio un vuelco el corazón. De momento, paralizado, no supe qué hacer. Después me arrojé al suelo de hinojos. No me atrevía a levantar la cabeza, mientras sentía cómo aquellos augustos pies venían hacia mí.
—Álzate, muchacho —me dijo una voz cálida—. No te arrodilles sino ante el Dios Altísimo.
Me puse en pie, pero seguía inclinado, puestos los ojos en sus calzas y sus zapatos negros.
—Vamos, basta de reverencia —ordenó Su Majestad—. Hablemos como ha de hacerse entre cristianos. No temas mirarme a la cara, muchacho, hombre soy como tú. Dios está en los Cielos y en todas partes; mas nos, reyes o súbditos, somos polvo de la tierra.
Alcé hacia él la mirada, con reverente temor. Sólo durante un momento me atreví a fijarme en su rostro. La tez era clara, los ojos grises y la frente ancha, algo del rubio cabello asomaba desde un bonete negro. Únicamente el cuello en gola de encaje, almidonado, y los puños eran inmaculadamente blancos en su ropa tan negra.
—¿Cuál es tu nombre, muchacho? —me preguntó sin alzar demasiado la voz—. Nos lo han dicho, mas no lo recordamos.
—Luis María Monroy de Villalobos, para servir a Dios y… y a Vuestra Majestad…, señor.
—Caballero de Alcántara —observó—, como tantos fieles servidores de la causa cristiana y de nuestros reinos. ¡Dios te bendiga por llevar ese santo hábito! Y ahora, dinos: ¿has comprendido bien lo que has de hacer en Levante?
—Creo que sí, señor.
—Bien, paseemos pues por el jardín juntos y te explicaremos lo que queremos que hagas. No nos quedaremos tranquilos hasta que todo esté bien atado. Este negocio nos interesa mucho.
Iba yo muy nervioso caminando a su lado. Él, tan derecho en su augusto porte, se detenía de vez en cuando y me daba explicaciones con mucho detenimiento, con habla sosegada y susurrante:
—Esos hebreos, los Mendes, sirvieron a nuestro augustísimo padre el Emperador, haciéndole préstamos que fueron muy bien devueltos con sus intereses por las imperiales arcas. Después temieron a la Inquisición, porque no eran cristianos verdaderos. El demonio se les metió en el cuerpo y ahora sirven a nuestro mayor enemigo, que es el Gran Turco…
Me dijo Su Majestad que el clan de los Mendes era gobernado por José Nasi, el cual se había convertido en uno de los magnates más poderosos de Constantinopla, merced a su inmensa fortuna. Pero que, en el fondo, era una mujer, su tía doña Gracia Nasi, la que influía en él.
—Según nuestras informaciones más fiables —me confió el rey—, esa judía añora su tierra de origen, Portugal, y no le importaría regresar trayéndose consigo a todos sus parientes y lo que pudiese acarrear de sus cuantiosos bienes. Si fuera así, nosotros estaríamos encantados. Pues su cuantiosa fortuna nos resultaría muy provechosa en estos tiempos difíciles. Pero ese regreso de los Nasi a Portugal, si pudiera llevarse a efecto, requeriría una operación muy difícil; un plan perfectamente concebido para que el Gran Turco no se enterase y lo entorpeciese. Por eso, lo más importante de tu misión será averiguar si ellos albergan estas intenciones en verdad. Es decir, si estarían dispuestos a volver con toda su fortuna a nuestros reinos.
Se detuvo y perdió la mirada en el vacío, pensativo. Había algo melancólico en él. Daba la sensación de que todo esto le causaba tristeza. Sentí que debía confortarle en lo que estaba en mi mano y le dije:
—Confiad en mí, majestad. Haré todo lo que pueda para averiguar lo que se me pide.
Se volvió hacia mí y sonrió levísimamente.
—Será lo que Dios quiera —sentenció—. No dudo en que harás como dices, mi intrépido caballero de Alcántara. Pero será lo que Dios quiera…
—Amén —asentí.
—Mira, muchacho —añadió—, en este momento lo que más nos importa es que ese José Nasi y su tía doña Gracia lleguen a comprender que nos estaríamos resueltos a facilitarles las cosas en su vuelta. ¡Ay, si quisieran ser cristianos, cuánto nos podrían ayudar!
—He comprendido, señor.
Clavó en mí sus pupilas grises y me puso la mano en el hombro. Sentí esa presión y me estremecí.
—Sé que podrás hacerlo, muchacho —me dijo paternalmente—. Será lo que Dios quiera… El peligro que corre la causa cristiana es muy grave. Momento es de hacer uso de todas las armas a nuestro alcance. ¿Comprendes eso?
—Sí, señor. Vuestra majestad tendrá la información que precisa.
—Dios te bendiga, muchacho —rezó—. Sea Él servido de guardar tu vida de todo peligro.
Dicho esto, hizo una señal al caballero que aguardaba algo alejado, acariciando a los mastines.
—Doctor Velasco —le ordenó—, ve a llamar al gran prior.
Mientras iba el servidor a cumplir el mandato, el rey me explicó:
—Ya sabes que irá contigo un caballero de San Juan de Jerusalén. Confío en que habrá perfecta avenencia entre vosotros, como auténticos hermanos. Nos somos el maestre mayor de todas las órdenes y caballerías. Para nos, todas ellas son una sola y única, sin diferencia ni distinción, pues una sola es la causa a la que sirven. Ese freile de San Juan lleva una misión tan importante como la tuya. El uno al otro podéis confiaros vuestros secretos siempre que lo consideréis conveniente. No pongáis en peligro vuestras vidas sin motivo justo. Ayudaos y sosteneos mutuamente. ¿Comprendido?
—Comprendido, señor.
En esto, llegaron dos freiles del hábito de San Juan. Uno de ellos era el caballero que aguardó junto a mí en el recibidor del alcázar el día anterior. El otro era el gran prior de la Orden de Malta, don Antonio de Toledo, pariente del comendador frey Francisco, que venía también tras ellos, junto al secretario don Antonio Pérez.
—Todo está ya hablado —dijo el rey—. La misión comienza en este momento. Proveedles de los dineros que necesitan y organizadles el viaje hasta Valencia, donde las instrucciones precisas ya habrán llegado con el fin de que se provea la embarcación que ha de llevarles al Levante. Que un capellán les confiese para que partan en gracia de Dios.
Nos inclinamos reverentemente.
—¡Santa María os valga! —exclamó, alzando la mano con gran majestad.
Dicho esto, nos dio la espalda y se perdió por el bosque, acompañado por los mastines.