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Merced al prodigioso sello de Simgam, pude agenciarme todos los beneficios correspondientes a un súbdito contribuyente del sultán, los cuales extendí a toda mi servidumbre. El viejo se encargó de dar validez a los documentos que acreditaban mis pagos directos al tesoro del difunto Solimán y los salvoconductos necesarios para presentarme como comerciante según lo dispuesto en las leyes del imperio. Con tan valioso legado en mi poder, ya no me resultó nada difícil presentarme en cualquier parte como turco de ley sin despertar la menor sospecha. Por suerte para mí, haber servido en la casa del antiguo nisanji, ya muerto, me proporcionaba una situación de hombre libre y musulmán que nadie podía poner en duda.
Con esta condición y la fortuna que traía conmigo, pude alquilarme una buena casa en la plazuela próxima a Aya Sofía, en el barrio más distinguido y no lejos del Hipódromo. Era un edificio todo de madera, construido hacia lo alto, con tres pisos y demasiada angostura en las estancias, pero podía ver desde mi balcón las cúpulas y las chimeneas de los baños de Roxelana y una amplia explanada donde cada día se instalaba un colorido mercado donde se vendían carnes, pescados, frutas, verduras y flores.
Cerca de mi casa estaba el Gran Bazar y, caminando en dirección al Cuerno de Oro se llegaba enseguida a la imponente mezquita de Solimán, junto a la cual se alzaban los mausoleos del difunto sultán y de su esposa. En los aledaños se encuentra el mayor caravasar de Estambul; una de esas edificaciones de proporciones gigantescas que sirven en Oriente para albergar a los múltiples comerciantes que vienen a hacer sus negocios a la ciudad. Es un conjunto de posadas, habitaciones, cuadras para los caballos y dromedarios y enormes almacenes para los pertrechos. También hay refectorios para los viajeros, hornos, lagar… y todo lo necesario para que hallen acomodo centenares de personas con los animales que traigan consigo.
En este concurrido lugar, encontré el cobertizo que necesitaba para guardar mis mercancías bien custodiadas. Lo cual me servía para ir por allí todos los días e iniciar mis indagaciones. Asimismo, acudía con frecuencia al bazar de las especias y me embarcaba en el muelle de Eminönü en un caique para ir a visitar a Melquíades de Pantoja al puerto de los Venecianos, en la ribera de Gálata.
Así transcurrió más de un mes, sin que hubiera en mi vida mayor novedad que la de hacerme a la vida de aquella vieja Constantinopla donde se da cita la mayor diversidad del género humano: turcomanos de Anatolia, beduinos de Siria, Egipto y la península Arábiga, cristianos griegos, judíos procedentes de todo el orbe y miríadas de europeos. En tal maremagno, nadie lleva cuentas en los mercados de la religión que profesen los mercaderes, importando únicamente que estén al corriente en el pago de los tributos y tengan dineros y mercaderías suficientes para ser dignos de trato.
Dispuesto a que mi nombre fuera conocido en aquella sociedad regida solamente por los intereses, comparecía yo frecuentemente en las reuniones de comerciantes, asesorado por Melquíades de Pantoja. Daba salida a las telas que adquirí en Venecia y compraba a mi vez especias, drogas y perfumes. Siempre aguardando a que fuera el momento oportuno para aproximarme a los subalternos de don José Nasi y buscando la manera propicia de tener trato con los hebreos de Estambul.
Uno de aquellos días de mayo, en que el calor del mediodía levantaba en los jardines una atmósfera perfumada y vaporosa, vino al fin la ocasión tan esperada. Un criado me anunció:
—El señor Pantoja está en la puerta acompañado por unos señores.
Me asomé al balcón. Melquíades y tres visitantes más permanecían montados en sus caballos delante de mi casa.
—¡Eh, qué te trae por aquí! —grité desde arriba.
—¡Vamos, vístete enseguida como Dios manda y ven con nosotros a comer pescado! —contestó Pantoja.
Me fijé en sus acompañantes: los tres eran sin duda importantes hombres; sus ricos atavíos, los jaeces de los caballos y los palafreneros de librea me decían que iban de fiesta. Comprendí que mi amigo había cerrado con ellos algún trato y consideró oportuno que yo me uniera a la celebración. Si no fuera así, no habría acudido tan repentinamente, a una hora tan delicada.
Mandé al criado que les hiciera pasar y que les sirviera en el recibidor agua fresca y alguna golosina, mientras corría yo a ponerme mis mejores galas.
Cuando me hube vestido, se hicieron las presentaciones. Pantoja me ensalzó a mí, en primer lugar, delante de ellos.
—Aquí tenéis, amigos, al hombre del que tanto os he hablado; el gran Cheremet Alí. Como veis, su apostura dice mucho de él, pero aún más os alegraréis cuando sea el momento de hacer negocios. Acaba de llegar de Venecia y viene resuelto a probar suerte de nuevo en Estambul, de donde se ausentó hace cinco años.
Sonreí manifestando la mayor satisfacción y me incliné con cortesía.
—Señores, mi casa es vuestra.
Entonces Pantoja presentó a los tres visitantes. El primero de ellos se llamaba Cohén Pomar. Al escuchar ese nombre me sobresalté. Sabía muy bien quién era, pues llevaba semanas esperando con impaciencia que llegara el momento de conocerlo, por ser nada menos que el amanuense principal de José Nasi. Se trataba de un inteligente hebreo, muy avezado en los negocios, de quien todo el mundo hablaba, porque recorría los mercados para hacer transacciones en nombre de los Mendes. Según el propio Pantoja me había dicho semanas antes, ése debía ser mi mejor contacto para llegar al meollo de mi misión.
El tal Cohén era joven y altivo, erguido como un gallo. Vestía a la turca; dolmán brillante de color naranja y alto gorro de seda nacarada con reflejos violáceos.
El segundo de los hombres era sin embargo viejo y de aspecto más humilde. Todo en él era judío: sus ojos, la nariz afilada, la ropa de color castaño y el negro casquete que le cubría la coronilla.
—Es el señor Isaac Onkeneira —explicó Melquíades de Pantoja—. También él sirve al honorable señor don José Nasi, como trujamán. Y puedo decirte que es el hombre más erudito de Estambul.
—No exageremos, no exageremos —protestó él con modestia.
El tercero de los visitantes nada tenía que ver con los Mendes y no era judío como los otros dos. Éste se llamaba Tursun al-Din y era un mercader persa que se dedicaba únicamente a las alfombras. Tan joven y elegante como el primero, moreno, de pelo rizado, vestía calzones de lino y una especie de camisón inmaculadamente blanco. No tardé en darme cuenta de que se había agregado al grupo por pura casualidad. Porque, desde luego, no me cabía la menor duda de que Pantoja venía preparando este encuentro a conciencia, aunque pudiese parecer que era una reunión desenfadada para ir a comer pescado después de hacer negocios.
—¿Y dónde será la fiesta? —preguntó el persa, entornando unos negrísimos ojos ávidos de diversión—. ¿Adónde nos llevas, Pantoja?
—Iremos a ver si hay suerte y podemos degustar unos peces de tierra —contestó el mercader.
—¡Oh, peces de tierra, qué buena idea! —exclamó Cohén, alzando su orgullosa testuz.
—¿Peces de tierra? —pregunté—. ¿Qué demonios es eso? Nunca antes lo he oído.
—¿Cómo? —observó el anciano Isaac Onkeneira—. ¿Y tú has vivido en Estambul?
En ese momento me di cuenta de que había metido la pata. Pero, gracias a Dios, Pantoja hizo uso ágilmente de su astucia de espía y se apresuró a contestar por mí:
—Amigos, Cheremet pasó su mocedad en casa del nisanji Mehmet Bajá, el hombre más austero de la Corte del gran Solimán. ¿Imagináis peces de tierra en su mesa?
—¡Oh, claro que no! ¡Ja, ja, ja…! —rieron con ganas todos la ocurrencia.
—Amigos, en la casa del nisanji sólo comí verduras y arroz cocido —añadí, fingiendo la mayor naturalidad, a pesar de haberme azorado a causa de mi desliz.
—Bien, vayamos ya —dijo Pantoja—, que los peces de tierra requieren su tiempo.
El lugar donde debíamos comer tan célebre y extraño manjar era una posada que estaba muy próxima a mi casa, en la misma manzana, en un callejón cerrado y umbrío que daba a la plazuela como único acceso.
Nada más entrar en el mesón, nos llegó un delicioso aroma de pescado frito.
—¡Señores, bienvenidos! —salió a recibirnos un alegre joven.
—Sólo nos quedaremos si tienes peces de tierra —le advirtió Pantoja.
—Señores, acompañadme al patio —dijo el muchacho, esbozando una alegre sonrisa—. Veamos qué se puede hacer.
El mesón era un lugar extraño, pero a la vez agradable; todo de madera: las paredes, los techos y el entarimado del suelo crujía a cada paso. El interior parecía un laberinto confuso en el que las estancias se superponían en diferentes niveles, de manera que no había corredores. No se veían espacios vacíos, pues se aprovechaba hasta el último rincón. Por todas partes se extendían tapices, cojines mugrientos y mesas bajas de las que usan los turcos para comer o sentarse junto a ellas para tomar té y conversar. Pero no había ni un solo cliente.
Siguiendo al joven mesonero, llegamos a un pequeño patio cuyos muros estaban completamente cubiertos de madreselvas.
—Tomad asiento, señores —dijo el muchacho.
Nos sentamos en unos taburetes y apareció enseguida un chiquillo que nos sirvió vino a los cinco. Permanecíamos en silencio, observándolo todo, como quien asiste a un ritual.
—Vamos allá —dijo el muchacho.
—A ver si hay suerte —añadió Pantoja.
El joven mesonero cogió una caña de pescar que estaba apoyada en la pared y la preparó con su correspondiente sedal atado al anzuelo.
—Ahora verás —me dijo Pantoja—. ¿Crees que se pueden pescar peces en el patio de esta casa?
—¡Qué cosas dices! —exclamé—. ¿Me tomas el pelo?
Entonces fui testigo de un prodigio que parecía cosa de encantamiento: el muchacho retiró un pedrusco del suelo del patio y, por el hueco que quedó abierto, introdujo el hilo con el cebo enganchado al anzuelo. Creí que se burlaban de mí. Pero al cabo de un rato el joven tiró de la caña y sacó un pez de un par de cuartas de tamaño.
—¡Hoy pican, señores! —exclamó—. ¡Estamos de suerte!
No salía de mi asombro. Después de aquel pez, fue sacando uno detrás de otro, hasta reunir media docena o más. Cuando creyó que eran suficientes, los saló y los fue friendo enharinados en un perol que tenía preparado sobre la lumbre otro muchacho allí al lado.
Yo no daba crédito a mis ojos. Me aproximé al orificio por el que se había hecho la pesca y sólo pude ver la negrura del fondo. En efecto, aquellos peces parecían ser de tierra, pues allí no se veía agua alguna.
—¿Cómo puede ser esto? —pregunté—. ¿Qué suerte de brujería es esta pesca?
Entonces Pantoja me explicó que en aquella parte de la ciudad se producía ese prodigio desde siempre. Bastaba hacer un agujero en el suelo e introducir un anzuelo con cebo para conseguir pescar peces. Era aquélla una de las muchas rarezas propias de Estambul.