33
Cuando Gamali y yo penetramos en el íntimo salón principal de la casa de Isaac Onkeneira se produjo un largo silencio.
—¡He aquí mis nuevos amigos! —nos presentó el venerable trujamán—. Y como podéis ver han traído sus laúdes, tal y como me prometieron.
En la estancia cálida y espaciosa estaban reunidos sus hijos, hijas, yernos, nueras y nietos. Él los fue presentando uno a uno, ufano por ser bendecido por tan numerosa prole.
Y entonces sucedió lo inesperado. ¿Cómo es posible que entre cerca de treinta personas yo sólo la viera a ella? La menor de las hijas de Onkeneira esperaba su turno en un rincón, entre los pliegues de una cortina azul; era muy rubia, esbelta y de aspecto frágil, de piel dorada y grandes ojos color miel.
Se aproximó e hizo la reverencia; vi su nuca, el delicado cuello, la raíz del cabello dorado y la espalda alargada y firme. Cuando alzó la cabeza y sonrió, en mi corazón prendió esa sensación imprecisa al principio, pero después muy reconocible: me enamoré.
—Y ésta es Levana —señaló el sabio hebreo—, la menor de mis hijas, nacida de mi segundo matrimonio con mi esposa Hadice, que es circasiana.
—¿Levana? —Debí de poner cara de idiota.
—Significa «Luna» en lengua hebrea. Es por sus cabellos claros, ¿comprendes? La raza del Circaso es así—explicó el padre.
Ella me miró con ojos gozosos. Me quedé sin aliento. Y supongo que todos nos observaban. Porque Onkeneira rompió el ridículo instante:
—¡Bueno, basta de presentaciones! Ahora comamos y bebamos para conocernos todos mejor.
A partir de ese momento, transcurrió todo con la simplicidad que suele darse en esa clase de reuniones familiares. Las mujeres servían la mesa, mientras los hombres, acomodados en los divanes, dábamos cuentas de las viandas en animada conversación.
Yo procuraba poner la mayor atención a cuanto decía el dueño de la casa, pero no podía evitar que, de vez en cuando, se me escaparan fugaces miradas hacia donde estaban ellas, para ver lo que hacía Levana.
Tenía el trujamán cuatro hijos varones, afables y de buena educación, que no dejaban ni un momento de estar pendientes de cuanto decía su erudito padre.
Recuerdo que en aquella cena se trató de cosas profundas, poco comprensibles para mí. Mi amigo Gamali pronunció los nombres de antiguos poetas y el rostro de Onkeneira se transfiguró. Ambos se turnaban recitando largas odas que hablaban de seres divinos, de ángeles y profetas. A mí todo aquello me resultaba aburridísimo y el alma se me iba a las nubes. Sólo permanecía atento a la belleza de la joven rubia, cuyos delicados movimientos percibía al final del salón.
Hasta que, en medio de la conversación, se pronunció un nombre que me sacó de mi arrobamiento:
—El señor Joseph Nasi…
Me sobresalté. Gamali me envió una mirada cómplice y, desde ese momento, estuve dispuesto a no despistarme más. Pero volvían ellos nuevamente a los devaneos místicos que me sonaban absurdos, lejanísimos. Con lo que empecé a temer que no sacaría nada en claro si no me decidía a intervenir.
Así que, después de pensármelo bien y, con la mayor naturalidad, manifesté:
—Me gustaría conocer personalmente al tal don José Nasi.
Se hizo un gran silencio. Todos me miraban y temí haberme precipitado. Entonces Isaac Onkeneira me preguntó circunspecto:
—¿Por qué razón?
Comprendí que mi situación sería más comprometida en ese momento si respondía de manera inoportuna. Por eso disimulé mi gran interés y sólo dije:
—He oído hablar mucho de él, en Venecia primero y después aquí. Un hombre de tanta fama debe de ser interesante…
—Ciertamente lo es y por eso muchos quisieran gozar de su amistad.
—Es verdad que me placería conocerle en persona —asentí tranquilamente—. Pero resulta que, además, tengo un encargo desde Venecia para él.
El trujamán mudó completamente su expresión y tuve la sensación de que se sentía tan incómodo como si hubiera escuchado proferir una blasfemia. Entonces temí definitivamente haberlo echado todo a perder, cuando inquirió:
—¿Te envía alguien?
—¿Alguien? ¿Qué quieres decir?
—¿Traes algo de parte de algún mercader veneciano? —suavizó la voz—. ¿Quieres concertar algún negocio?
Me sentí aliviado. Contesté:
—Tengo una carta de un antiguo contable de don José Nasi.
—¿De quién?
—No quiso decirme su nombre. Los hebreos lo están pasando mal allá, como bien sabrás.
—Entiendo. Si se trata sólo de eso, puedes entregarme a mí la carta —dijo con tono amable.
—No me parece conveniente —repuse—. Me comprometí a cumplir el encargo en persona. Debes comprenderme.
—Bien. Veré qué se puede hacer —otorgó—. Pero he de decirte que son muchos los que solicitan ayuda a mi amo desde todas partes del mundo. La Inquisición no da respiro a los judíos y don José es para todos como un rayo de esperanza.
Dicho esto, el trujamán se explayó describiendo con pena las dificultades de los hebreos; cómo eran perseguidos en Europa, arrojados de sus casas, confiscadas sus pertenencias y obligados a renegar de su religión. Expresó entonces el deseo más profundo de las comunidades deshechas y errantes que, abrumadas por las vicisitudes de estos tiempos oscuros, empezaban a mirar hacia Jerusalén para retornar a la Tierra Prometida bíblica.
—Es de comprender que —prosiguió—, en medio de tanto dolor y desconcierto, los hebreos empecemos a soñar con nuestra auténtica patria. Es verdad que aquí, en los dominios del sultán turco, hemos encontrado las puertas abiertas y se han radicado en esta tierra muchos refugiados víctimas de las persecuciones de España y Portugal. Pero es de creer que haya también un límite para la paciencia y la generosidad de los turcos. La historia del pueblo judío nos enseña que en ninguna parte podemos estar completamente a salvo. Tal vez sea ése nuestro sino…
—Me entristece mucho eso que dices —manifesté con sinceridad—. Cierto es que no gozáis de una patria propia donde podáis vivir en paz. ¿Y qué puede hacerse?
—Eso mismo quería expresarte, amigo: ¿qué puede hacerse? En realidad ésa es la pregunta que anida desde hace años en el corazón de mis amos los Mendes. Y ya don José quiso hallar la solución a tantas tribulaciones de nuestro pueblo cuando aún vivía en Venecia. Entonces le propuso a la serenísima república un negocio que habría supuesto el final de los sufrimientos de los judíos: que nos entregasen la isla de Chipre como refugio para los perseguidos. A cambio, él estaría dispuesto a pagar un buen precio y a entregar un tributo eterno.
—Es una buena idea —comentó Gamali. ¿Y qué pasó?
—Pues que no aceptaron. No estaba resuelta Venecia a empañar su «cristianísima» fama delante del Papa y del emperador Carlos V prestando socorro a los «pérfidos» judíos. Así que lo consideraron una desfachatez y ahí empezaron los problemas de don José en aquella república. ¡Ellos se lo perdieron! Pues poco después escaparon de allí mis amos trayéndose consigo su cuantiosa fortuna a Estambul.
Aquellas palabras me producían una rara desazón. Por fin empezaba a averiguar cosas importantes de los Mendes, pero las penosas circunstancias que describía Isaac Onkeneira me desconcertaban. Si para nosotros, los cristianos, el Gran Turco era el mismo demonio, comprendí que para ellos lo era el Rey Católico.
El trujamán continuó con su relato, enfervorizadamente:
—Pues, aunque fracasara su intento de instalar a los judíos en Chipre, una vez más pusieron tesón los Mendes en auxiliar a sus hermanos. Ahora fue doña Gracia, La Señora, quien se empeñó en algo todavía más sublime: retornarlos a Israel, la verdadera patria. Ella había deseado terminar sus días en aquella Tierra Santa y convenció al sultán Solimán para que le concediera amplios terrenos en Tiberíades. Donde se halla el añorado Valle de Josafat, enterró a su difunto esposo y pretendió quedarse a vivir allí. Pero aquello es peligroso, alejado e inhóspito, así que decidió regresar. Lo cual no significa que haya olvidado su plan de instalar una comunidad hebrea en la Tierra Santa. Mantiene en Palestina academias donde aprenden los estudiosos rabinos. Puede ser el comienzo de un venturoso futuro…
—Creo que nos estamos poniendo tristes —observó Gamali—. ¿Me permitís que cante algo?
—¡Claro! —exclamó el trujamán—. ¡Basta de penas!
Gamali cogió su laúd y empezó a tararear una canción muy alegre. Las mujeres de la casa y los nietos de Onkeneira se aproximaron enseguida para participar de la fiesta. Se animaron y la danza terminó de disipar la melancolía.
Más tarde salimos todos al jardín. El calor de la jornada había disminuido y las estrellas brillaban en lo alto. A la luz de las lámparas dispersas, los rostros parecían pálidos y felices. Todo el mundo sonreía.
Una de las mujeres, gruesa y estrafalaria, corrió entre risitas a por la bella Levana y la trajo a tirones de la mano. Cuando la tuve a dos palmos enmudecí.
—Anda, dile algo hermoso —me rogó la mujer gruesa con desvergüenza—. ¡Está encandilada contigo!
Nada podía decir yo, abochornado por tal soltura de costumbres. Ella se retiró el velo de la cara con coquetería y contemplé una belleza que me deslumbró del todo.
Menos mal que Gamali me alcanzó el laúd.
—¡Mejor cántale una canción!
Aunque perdida completamente la razón, pude cantar:
Del fango de mis desdichas.
Como una rosa brotó mi amor.
Ella es la más bella flor
Que crece aquí, aquí, aquí…