21
Paseábamos Barelli y yo por el borde de la muralla de Cefalú. La mañana era clara y el cielo azulísimo se confundía con el mar. Los barquichuelos de los pescadores regresaban arrastrando las redes, después de hacer su faena de madrugada, no muy lejos del puerto, por miedo a la piratería.
—¿Así que hablas griego? —le pregunté.
—¡Claro! Es mi lengua materna.
—Ahora comprendo por qué te han elegido para esta misión —dije—. Yo puedo pasar por turco y tú por griego. No nos resultará difícil camuflarnos en el Levante.
—Así es. Los secretarios de Su Majestad han preparado esto a conciencia. No creas que vamos a la buena de Dios. Lo primero que hemos de hacer es ir a Mesina, donde está el virrey. Él nos indicará la mejor manera de viajar hasta Venecia y nos comunicará la primera parte del plan. Una vez que abandonemos Sicilia, nadie ha de saber quiénes somos en realidad. A partir de ese momento, tú y yo pasaremos por mercaderes en todas partes.
Hablando de estas cosas, ascendimos desde los adarves por una empinada escalera que serpenteaba, peñas arriba, hasta la cima de la inmensa roca que coronaba el pueblo. En lo más alto permanecía en pie una vieja fortaleza asentada sobre las ruinas de una remota ciudad griega.
—Esto es muy bello —comenté—. ¡Qué altura y qué inmensidad de mar!
—Toda Sicilia perteneció a los helenos en el pasado —explicó él—. Aunque, como España, también a los sarracenos durante algún tiempo. Con razón se dice que aquí se unen Oriente y Occidente.
—Es una lástima que todo ese hermoso pasado sea sepultado ahora bajo la pesada losa del imperio de los agarenos.
—En estos tiempos que nos ha tocado vivir, se debate el mundo entre dos fuerzas contrarias cuyo campo de batalla es la anchura de este mare nostrum. Por estas costas anduvieron griegos y romanos primero. En los tiempos apostólicos, los discípulos del Señor, san Pedro y san Pablo. A buen seguro hicieron escala aquí de camino a Roma, donde sufrieron su martirio. Santos, hombres sabios, guerreros, normandos, cruzados… ¡Siempre la cristiandad se jugó aquí su porvenir!
Expresaba estas cosas él con la mirada perdida en la lejanía del horizonte, hacia el Levante. Una claridad deslumbrante lo envolvía todo. El mar estaba en calma y las gaviotas se elevaban en el aire nítido. Al pie de la altísima roca, a una distancia vertiginosa, el pueblo parecía más pequeño y su majestuosa catedral resultaba insignificante a vista de pájaro.
Barelli me habló de su familia. No habían tenido una vida fácil, aun siendo gente rica y principal en Cefalú. Durante generaciones, vivieron sometidos a la mayor incertidumbre, por lo que pudiera arribar desde aquel mar tan dilatado e inquietante, en cuyas lejanas costas hacían la vida las más diversas gentes: griegos de la Morea, turcos, sarracenos, corsarios, piratas… Comprendí que los Barelli pertenecían por entero al Mediterráneo. Habían desenvuelto su existencia con un pie en Levante y otro en Sicilia. Su sangre y herencia estaban mezcladas. Sus rasgos, el color de su piel, sus ropas y ademanes hablaban de ello. Como el padre y el abuelo, el caballero de Malta era arrogante e intrépido, pero de lágrimas fáciles, las cuales le afloraban con sólo contemplar la extensión de aquellas aguas tan azules que constituían su verdadera patria.
Allí la vida ofrecía muy pocas opciones: hacerse a la mar a pescar o echarse a la aventura del corso. Barelli no había tomado ninguno de los dos caminos. Su hidalguía no le permitía ejercer el oficio más común de su pueblo y era ésta una época poco oportuna para los corsarios sicilianos, porque el Mediterráneo estaba saturado de turcos. Ser caballero de una orden militar era el refugio perfecto para alguien tan intrépido.
En la vecina isla tenía la cristiandad su avanzadilla merced a la leal Orden y Caballería de Malta que custodiaban el sur de los dominios católicos. Resistían a los piratas de Berbería y formaban un valioso contingente en las grandes expediciones que hizo el invicto emperador Carlos V a Túnez y Argel. En estos tiempos de tantos peligros, equipaban cada vez más galeras para cazar a los corsarios turcos y custodiar las naves del rey Felipe II. Por eso Solimán quiso apropiarse de la isla y mandó reunir todas las fuerzas de su imperio para sacar a los ahora Caballeros de Malta de su refugio. Mas quiso Dios que no lo consiguiera. Y ahora se servía el Rey Católico de los caballeros hospitalarios para las misiones más arriesgadas y secretas.