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Doña Gracia Mendes, a quien todos se referían como La Señora, vivía en un palacio muy próximo al de su sobrino José Nasi. Era un edificio de menor tamaño, antiguo y descuidado, pero dotado de mayor encanto; quizá por las maderas que recubrían las paredes, añejas, teñidas en tono grana, por lo que el lugar era conocido como la Casa Roja.

Acudí allí a la hora que me indicaron los Nasi, los cuales me esperaron al pie de la colina, acompañados por un suntuoso séquito y envueltos en el gran boato que consideraron oportuno para contentar a su anciana tía.

—No se te olvide que, en todo momento, ella debe pensar que vienes como embajador del rey de las Españas —me recordaron nada más producirse el encuentro.

—Haré todo como tenéis previsto —afirmé.

Ya el día antes habían puesto ellos sus condiciones: mi comparecencia ante La Señora debía desenvolverse siguiendo el rito de las antiguas recepciones de la más alta nobleza cortesana. Ella habría de sentirse honrada y halagada por la presencia en su casa de un enviado de Su Majestad Católica. Me pareció que no haría mal a nadie participando en esa representación, y los Nasi estaban encantados con llevarla a efecto. Aunque todos debíamos ser cautelosos para que los sicarios del Gran Turco no llegaran a tener la menor noticia de que un mensajero de su mayor adversario iba a alcanzar su destino en el corazón mismo de sus vastos dominios.

Sólo un escogido grupo de siervos de los Mendes estuvo presente en la sala de recepciones de la Casa Roja. Los que se quedaron fuera jamás sabrían qué misteriosa ceremonia iba a celebrarse adentro.

Atravesamos un largo corredor cubierto por tapices que nos condujo a una inmensa estancia profusamente decorada a la manera occidental: cuadros con retratos de nobles caballeros y damas en las paredes, lámparas de cristal, jarrones de porcelana portuguesa y mobiliario a base de ricas maderas talladas. Al fondo, sobre una tarima, doña Gracia permanecía sentada en un ostentoso sillón a modo de trono, rodeada por sus damas de compañía y por un enjambre de pajes engalanados con vistosas libreas. Una larga alfombra de color purpúreo se extendía desde la entrada hasta los pies de La Señora, los cuales descansaban sobre un escabel dorado.

Me detuve a distancia y el duque me indicó:

—Avanza hacia ella. Es corta de vista, pero conserva un fino oído.

Samuel Nasi se adelantó por el lateral y anunció con solemnidad:

—Señora, es el enviado de Su Majestad Católica el rey de las Españas.

Cuando estuve a cinco pasos de ella, me di cuenta de que, a pesar de su edad, era doña Gracia una dama de presencia muy primorosa. Se erguía en su asiento, con la cabeza alzada con dignidad y las manos entrelazadas. Debió de haber sido muy hermosa en su juventud, pues conservaba unos rasgos armoniosos y una figura esbelta y galana. Vestía saya de escote cuadrado, a la flamenca, con cuello de lechuguilla, y se tapaba con mantillo y velo de encaje que le cubría la frente, las orejas y el cuello. Entre las mujeres que le rodeaban, distinguí a las que debían de ser sus hijas y nietas, por sus alhajas y atavíos de mayor valía que los del resto.

Me incliné con mucha reverencia y observé sus calzas y chapines, muy ricos, de sedas y pedrería.

—Álcese vuestra merced y tome asiento —me pidió la anciana con voz quebrada y fatigosa, pero con cortesía.

Un chambelán me puso un sitial y me acomodé frente a ella.

—Su Majestad Católica os envía sus mejores deseos —le dije—. En los reinos de España no se han olvidado los servicios que vuestra honorable familia prestó a nuestro señor el Emperador.

Asintió ella con un digno movimiento de cabeza y después buscó con la mirada a su parentela. Todos sonrieron manifestando su complacencia.

—Tampoco yo me he olvidado nunca de mi tierra —reveló La Señora con temblor en los labios—. A Su Majestad deben haberle contado que no abandoné la cristiandad por mi voluntad, sino porque los inquisidores empezaban a perseguirnos como sabuesos a sus presas. Nunca hicimos nada malo… ¿Por qué nos impidieron vivir en paz, obligándonos a exiliarnos?

—Su Majestad no tuvo parte en eso —repuse—. Y ahora estaría resuelto a disponer lo necesario para reponer vuestra honra.

Se me quedó mirando con aire triste y se lamentó:

—La vida ha pasado para mí. ¿De qué me sirve ya eso?

—¿No quisierais volver a la cristiandad?

—¡Qué hermosa es Lisboa! —suspiró—. ¿El rey de Portugal estaría dispuesto a devolverme mi casa? ¡Ay, de quién serán ahora aquellas propiedades! O tal vez ni siquiera estén en pie…

Gimió durante un rato, conmoviendo a los presentes. Una de las damas se acercó para darle un pañuelo y, cuando se hubo aproximado a ella, La Señora aprovechó para decirle algo al oído. La mujer fue entonces hacia una alacena que estaba en el extremo del salón y retornó con un cofre.

—Aquí tengo las llaves de mis casas —explicó doña Gracia mostrándome un puñado de ellas que sacó del cofre—. Ésta es la del palacio de mis antepasados, en Lisboa; ésta la de nuestra casa de Olivenza… ¡Ah, aquella Olivenza con sus encinas y sus azules cielos!… Y éstas son las llaves del palacio de Amberes, las del caserón de Venecia y de los almacenes… Toda la vida me la he pasado de un lado a otro, cerrando puertas detrás de mí… ¡Qué pena, oh, Elokim, mi Señor! ¿Hay derecho a eso?

—Por supuesto que no, señora —le contesté—. El demonio no os ha dado tregua ni a ti ni a los tuyos. Su Majestad sabe eso…

—¿El demonio? —replicó ella frunciendo el ceño, alterada—. ¿Y quién es allí el demonio?

Todas las miradas se clavaban en mí, como esperando una respuesta convincente. Así que contesté:

—Su Majestad reconoce que está en deuda con vuestra merced, Señora. Él no puede restituiros vuestras posesiones en Lisboa o en Venecia, pero está dispuesto a devolveros la honra que os corresponde en la cristiandad.

—La cristiandad… —murmuró—. ¿Y qué es la cristiandad? Creíamos que pertenecíamos a ese mundo… Todavía sueño con que voy a despertar entre mis amistades de entonces, y no en estos dominios bárbaros… Pero… ¿Qué es hoy la cristiandad? Los reyes de aquella parte del orbe creen que el Eterno está con ellos y se equivocan. Podrían haber conseguido que el mundo fuera más justo y fraterno, mas se enredaron en guerras sin cuento entre ellos: Francisco de Francia contra el Emperador, Enrique de Inglaterra contra Francia… ¡Qué locura! Cristianos contra cristianos; católicos contra protestantes… ¡Muerte por todas partes!

—Señora, no te fatigues —le dijo el duque.

Todos nos dábamos cuenta de que ella iba perdiendo fuerzas. Desde su lugar, Samuel Nasi me hizo una seña apremiándome y comprendí que debía poner fin a mi visita.

—De parte de Su Majestad Católica he traído a vuestra merced un presente en prueba de amistad sincera.

Ella sonrió y recogió gozosa la bolsa de cuero que le entregué. Hurgó dentro y sacó las esmeraldas. Una exclamación de admiración brotó de las mujeres cuando vieron las verdes y brillantes piedras, grandes como huevos de palomas.

—Me siento agradecida… —sollozó la anciana—. ¡Es un precioso regalo…!

Me incliné con sumo respeto para responder a su sincera gratitud.

—Antes de retirarme de vuestra presencia, señora —le dije—, una vez más manifiesto en nombre de Su Majestad que estará dispuesto a contaros felizmente entre los súbditos más distinguidos de sus reinos.

—Lo tendré en consideración —respondió ella—. Bese vuestra merced la mano del rey en nombre mío y en el de toda mi familia. Yo ya soy vieja y estoy enferma, pero estos queridos hijos míos decidirán lo que ha de ser más conveniente.