39
Cuando el mayordomo de don José Nasi me anunció que su amo quería que me presentase ante él, estaba yo asomado a la ventana con la frente pegada a la reja. El cielo presagiaba tormenta y las copas de los árboles se agitaban movidas por el ardiente viento. El jenízaro que solía guardar la puerta abrió y salí sintiéndome acompañado por una gran incertidumbre.
El duque de Naxos me ofreció un asiento en un rincón de su salón más ostentoso y me puso en la mano una copa de aquel vino de Chipre que ya empezaba a resultarme de aroma familiar.
—Ahora vendrá mi hermano Samuel —me dijo como único saludo mientras me traspasaba con una mirada acusadora.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté—. ¿Qué vas a hacer conmigo?
—No te preocupes —contestó—. No se te hará ningún daño.
Entró el hermano del duque en la estancia. Era Samuel Nasi un hombretón maduro, de cabellos rizados y barba plateada, que se movía lenta y ceremoniosamente. Como don José, podría pasar por ser caballero cristiano, salvo por el jubón de terciopelo carmesí de tono genuinamente oriental.
Se puso delante de mí y, con voz grave, inquirió:
—¿Te envía el rey Felipe de las Españas?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—¿Cómo te llamas?
—Luis María Monroy de Villalobos.
—¿Qué título ostentas?
—Soy hidalgo, segundón de una familia de la Extremadura.
—¿De dónde?
—De Jerez de los Caballeros.
Me miró durante un rato con interés y después se dirigió a su hermano:
—No miente. He oído hablar de esa ciudad que gobiernan los caballeros de Santiago.
—Más le vale decir la verdad —dijo el duque.
Comprendí que no había escapatoria y que era llegado el momento de manifestar las intenciones de Su Majestad, aun en circunstancias tan poco halagüeñas.
—Todo lo que voy a hablar —manifesté—, si estáis dispuestos a prestarme atención, es por mandato del rey de las Españas. He venido a Constantinopla jugándome la vida para cumplir con el juramento que hice a su augusta persona de buscar la manera de tener conversaciones con vuestra familia. Su Majestad Católica jamás mentiría y no os traigo otra cosa que sus leales y bondadosas intenciones para manifestarlas ante vuestra presencia.
Los Nasi intercambiaron una larga mirada buscando la mutua conformidad. Sin que mediara comentario alguno entre ellos, el duque me dijo:
—Puedes hablar cuando lo desees.
—Gracias —respondí—. Es necesario que insista en que cumplo órdenes estrictas. Si he mentido en asuntos menores y he ocultado mi verdadera identidad, ha sido sólo para preservar el mensaje del cual soy portador. Sabéis igual que yo que estos tiempos son muy confusos y que resulta sumamente peligroso trasladar avisos a estos puertos de Levante sin que los siervos del Gran Señor de los turcos lleguen a enterarse…
—Ahórrate las explicaciones —me apremió don José—. Ya mi fiel trujamán me dio cumplida cuenta de tus razones. Si no hubiera sido por eso, ahora estarías frente a los jueces del Gran Señor y no delante de nosotros. Vayamos al meollo del asunto y dejémonos de prolegómenos.
Me alegré porque dijera eso y por saber que contaba con toda su atención. Les expliqué:
—Su Majestad el Rey Católico, Dios le honre, lamenta que un triste día vuestra digna familia tuviera que abandonar los reinos cristianos en vida de su augusto padre el Emperador.
—¿Lo lamenta? —me interrumpió el duque—. ¡Cómo que lo lamenta!
—Déjale terminar, hermano —le rogó Samuel—. Hemos esperado ansiosos este momento y hoy por fin el Eterno escucha nuestros ruegos.
—Por favor—le dije—, no juzguéis a Su Majestad. Creo que las cosas se han complicado por obra del demonio. Ahora las intenciones del rey no pueden ser más justas y nobles. Él desea que regreséis a la cristiandad. Todas vuestras posesiones os serán devueltas y cuantas pertenencias llevéis con vosotros serán respetadas. Su Majestad en persona está dispuesto a recibiros en la Corte y ansia que llegue el momento de encontrarse con vuestra noble tía, doña Gracia de Luna, para honrarla como se merece y resarcirla en lo que haya podido quedar perjudicada. Ésa es su voluntad. No traigo conmigo carta o documento alguno con la firma y el sello del Rey Católico, por los motivos que ya sabéis. Supondría ello un gran peligro para esta misión e incluso para vuestras personas, por las sospechas que pudiera suscitar en el caso de caer en manos inoportunas. Pero tengo en mi casa unos ricos presentes de parte de Su Majestad para acreditar sus buenas intenciones.
Se me quedaron mirando atónitos. Noté que a Samuel le brillaban los ojos y quise entender por esa señal que estaba emocionado. En cambio, su hermano José empezó a menear la cabeza denotando desconfianza y desprecio.
—¿Y la Inquisición? —me preguntó de repente—. ¿Qué te ha dicho de la Inquisición?
Sabía que tendría que aclararles eso, porque Su Majestad ya me previno y me dio su respuesta:
—Seréis reconciliados. Bastará con que abjuréis de Levi o de vehementi, según lo estimen oportuno los señores inquisidores. Volveréis a recibir vuestros nombres y apellidos cristianos y en paz.
Las caras de los Nasi permanecieron rígidas durante un rato; después palidecieron de rabia.
—¿Hacernos cristianos? —rugió don José.
—¿El rey quiere que regresemos a la Iglesia? —gritó Samuel.
—Eso es —asentí.
El duque soltó una sonora carcajada y comenzó a deambular por el salón dejando tras de sí una tempestad de risas.
Su hermano, con el rostro transido de pasmo, clavó en mí sus negros ojos y me dijo:
—¿Crees que hemos perdido nuestro precioso tiempo, que hemos malgastado el tesoro de nuestras vidas haciéndonos judíos de convencimiento para retornar otra vez a la idolatría?
—¿Llamas idolatría a Jesucristo? —repliqué apesadumbrado—. ¡Es el Redentor!
—¡No hay redentor que valga! —gritó el duque desde el extremo del salón—. ¡Esa fe tuya es corrupción e infidelidad que entroniza a un falso Dios y falso Mesías!
Como viera yo que la discusión se iba por derroteros vagos en los que no llegaríamos a ningún acuerdo, dije:
—No discutiré con vosotros acerca de eso. No me han mandado aquí para convenceros de nada, sino para manifestaros la voluntad de Su Majestad Católica. Es absurdo intentar ahora poner en claro algo que nos divide desde hace más de quince siglos.
Samuel Nasi fue hacia su hermano y le dijo:
—Tiene razón. ¡No actuemos como fanáticos! Nosotros no somos así. Lo importante ahora es que el rey manejado por los clérigos vuelve su mirada hacia nosotros y nos reclama. Nuestra tía ha de saberlo y gozará con ello.
Empecé a tener sensación de seguridad. Apuré la copa y una lámpara de esperanza se encendió dentro de mí. La muerte ya no me amenazaba y cumplía fielmente con el mandato que me había llevado a Constantinopla. Lo demás estaba en las manos de Dios.
Los Nasi no quisieron deliberar en presencia mía y se retiraron dejándome solo en el salón. Entonces pensé: «Ayer me aborrecían, pero ahora parecen llenarse de orgullo por mi propuesta». Y me impacienté deseando saber cuanto antes en qué iba a quedar todo aquello. Además, llevaba cinco días fuera de mi casa, con la misma ropa sucia, sin apenas dormir y con la preocupación de que mis amigos se inquietaran y empezaran a buscarme poniendo el plan en peligro.
Por eso, cuando don José y su hermano regresaron para comunicarme el fruto de sus reflexiones, sentí un alivio inmenso.
—Vuelve a tu casa —me dijo el duque—. Recogerás los presentes del rey de las Españas. Queremos que nuestra anciana tía escuche por tu boca todo lo que hoy nos has dicho y que tú mismo le entregues el obsequio. Ella está muy enferma y creemos que el Eterno le envía una señal con esta proposición. Han transcurrido muchos años desde que tuvo que ausentarse de Lisboa, su añorada ciudad, y siempre albergó su corazón la esperanza de que los reyes cristianos, sus amigos de entonces, se arrepintieran de no haberla auxiliado cuando sufrió persecuciones y desprecios. No le negaremos el regocijo que se merece después de tantas cuitas ahora que se avecina su final.
—Con respecto a lo demás —añadió Samuel—, ya hablaremos en su momento. Y no temas; no contaremos esto a nadie.