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Llegado el verano, resolvió el prior sacarme de las cocinas. Según me dijo, había tenido ya tiempo suficiente para comprobar que me manifestaba obediente por propia decisión y convencimiento; no por fuerza de las cosas, como cuando fui cautivo de infieles. Pero tal vez no reparaba él en que mi sujeción humilde obedecía más bien a mi denuedo por causar los menores problemas, para que meditasen pronto que era meritorio del hábito y no se prolongase demasiado mi encierro. Sobre todo, desde que me di cuenta de que el freile despensero era un lego que, siendo buen conocedor de su oficio, se consideraba indispensable en la casa y manifestaba un endiablado temperamento, no consintiendo que se le contradijese lo más mínimo en su exasperante manía de hacer las cosas siempre de la misma manera, sometiendo a los que trabajábamos en la cocina a la tiranía de una rutina angustiosa. Por eso, resolví dejar a un lado las ideas propias y me dispuse desde el principio a decir amén a todo, para no enfrentarme a tan difícil hombre que de suyo resultaba una criatura incontentable.
Sería este acatamiento mío desde el principio la causa por la que el prior tuvo a bien sacarme de esta tiranía y destinarme al fin a los menesteres del coro, los cuales eran mucho más acordes con mis habilidades personales.
Me llamó a su despacho y, muy cariñosamente, me dijo:
—Hermano, se ve que tu largo cautiverio te ha servido para templar el alma y ser hombre de probada paciencia. Loables virtudes son ésas para ser miembro de esta orden. No resulta fácil hacer buenas migas con el despensero de esta santa casa; más bien, diríase que es imposible. A nadie pondera él sus valores. Pero, preguntado acerca de tu actitud, sencillamente se ha callado. Lo cual te reconoce el mayor de los méritos. ¡Enhorabuena, señor Monroy! Andamos por buen camino hacia ese hábito de caballero.
Me sentí feliz al ver que mi estrategia de ser dócil y cauto daba resultado. Y no me alegraba tanto por que se avecinara la hora de vestir el hábito como por verme libre de aquel déspota cocinero que ya empezaba a sacarme de quicio.
En el coro me fue mucho mejor. Nada difícil me resultaba aprender los cantos y, como ya sabía tañer la vihuela, el laúd y otros instrumentos, enseguida aprendí a tocar el órgano manual, el salterio, la mandora, la flauta y el orlo. Con lo que el maestro de capilla se puso muy contento, ya que era un freile muy instruido que había aprendido estas artes en la catedral de Sevilla, donde se inició desde niño junto a los más afamados maestros. Como era tan esmerado, agradeció sobremanera mi dedicación, y juntos pusimos empeño en mejorar la música en el convento, sobre todo en las fiestas y solemnidades que exigían una mayor brillantez y solemnidad en los actos de culto. Incorporamos algunos jóvenes novicios y muchachos de la calle que tenían aptitudes para el coro, y no tardaron en felicitarnos los superiores por el beneficio que reportaron a la liturgia nuestros esfuerzos.
El verano avanzaba y aquella vida conventual, a pesar del encierro, empezaba a desvelar para mí ciertos encantos: la lectura sosegada, el cultivo de las ciencias y las artes, el retiro de los afanes del mundo, la oración, el perfeccionamiento en la equitación y la esgrima, la fortaleza física que se nutría de una sana alimentación y un ejercicio moderado, constante… En fin, me daba cuenta de que la realidad del sacro convento de San Benito, como alma y fundamento de la Orden, no era un mero capricho, sino una necesidad y una escuela para los freires que proporcionaba incontables beneficios a la religión y caballería de Alcántara.
Fue por entonces que empezaron a llegar pésimas noticias de los Estados de Flandes, los cuales estaban muy alterados por causa de los herejes que seguían oponiéndose continuamente a la única y verdadera fe. Por más que nuestro católico rey enviase comisarios que propusiesen los medios de convivencia, no se alcanzaba el acuerdo ni la sumisión de aquéllos. De manera que, más por razón de Estado que por determinación de ánimo, resolvió nuestro señor don Felipe II mandar allá un ejército bastante bajo la autoridad superior del gran duque de Alba, don Fernán Álvarez de Toledo; el cual acudió con mano dura a sofocar la rebelión, degollando a sus cabezas, los condes de Hagamont y Hornos, así como a dieciocho señores más en la plaza Mayor de Bruselas. Pero no bastó el escarmiento, y hubo de dar batalla más tarde, en Groninga y en Gemningen, donde al fin fueron vencidos los herejes. Aunque no por ello se logró la paz definitiva en aquellas tierras, quedando los pueblos inquietos, lastimados y con vivos odios que más tarde transmitieron a sus hijos y nietos.
No hubo semana durante los meses de junio y julio que no se recibiesen nuevas en el convento acerca de las pendencias de Flandes. El prior nos daba cumplida relación de los sucesos y nos pedía que orásemos y ofreciésemos nuestras penitencias activas y pasivas a Dios para que fuese servido auxiliar al rey en sus denuedos por la causa de la fe católica.
Pero no intuíamos que, en aquel infausto año de 1568, no habían sino comenzado las desgracias que afligirían de tal manera a nuestro señor don Felipe que pudiera llegar a pensarse que se había dado diligencia al demonio para mortificarle.
No bien acabábamos de terminar las fiestas de Santiago apóstol, las cuales se celebraban con mucho regocijo en la Orden, cuando llegó de la Corte un correo dando cuenta de un tristísimo acaecimiento. Debió de viajar el real mensajero durante toda la noche, porque no había amanecido aún cuando empezó a doblar la mayor de las campanas muy gravemente. Nos sobresaltamos.
—¡Alguien muy principal ha muerto! —gritó uno de los guardianes en el pasillo—. ¡Acudamos a capítulo!
Saltamos del lecho y cada uno se echó por encima de los hombros lo que pudo. En la sala capitular estaban ya las velas encendidas y el prior aguardaba con rostro sombrío a que acudiesen los freiles, caballeros, legos y novicios. Nos fuimos situando en nuestros lugares habituales en el mayor de los silencios. Las llamas oscilantes proyectaban las oscuras sombras en las paredes mientras el tañido de la campana, profundo, triste, pausado, resultaba inquietante.
Se elevó una oración de invocación al Espíritu Santo, como solía comenzarse el capítulo, y después, con apesadumbrada voz, el prior nos hizo saber que había muerto el príncipe don Carlos, el heredero.
Al momento se levantó en la sala un denso murmullo a causa de la sorpresa, pero enseguida fue acallado por una orden recia del clavero:
—¡Silencio, hermanos! Escuchemos de boca del padre prior la carta que le manda nuestro señor el Rey para anunciarle tan pesarosa nueva.
Desenrolló frey Miguel de Siles el pliego real y, con temblorosa voz, lo leyó de corrido:
Reverendo y devoto padre prior del convento de San Benito de la Orden de Alcántara, cuya administración perpetua yo tengo por autoridad apostólica.
Sábado que se contaron 24 de este mes de julio antes del día, fue Nuestro Señor servido de llevar para sí al Serenísimo Príncipe don Carlos, mi muy caro y muy amado hijo, habiendo recibido tres días antes los Santos Sacramentos con gran devoción. Su fin fue tan cristiano y de tan católico príncipe que me ha sido de mucho consuelo para el dolor y el sentimiento que de su muerte tengo, pues se debe con razón esperar en Dios y en su misericordia que le ha llevado para gozar de Él perpetuamente. De ello he querido advertiros como es justo para que hagáis la demostración de lutos y otras cosas que en semejantes casos se acostumbra y suele hacer.
De Madrid a 27 de julio de 1568 años.
Yo, el Rey.
Por mandato de Su Majestad, Francisco de Erasso.