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La visión de la ciudad de Estambul es grandiosa. Mil veces que se contemplara causaría el mismo asombro. A un lado y al otro del Bósforo, se alzan las colinas cuyas laderas en viva pendiente se hallan atestadas de casas arracimadas, en desorden. Las cimas están coronadas por fastuosos edificios: palacios y mezquitas cuyos minaretes delgados y en punta parecen hender el cielo violáceo. En una parte se extiende la vieja Constantinopla y el promontorio de la puerta del Serrallo, donde el Gran Turco tiene su palacio, al que llaman Topkapi, entre umbríos bosques. Los murallones, torres y pabellones resplandecen en medio del verdor. Detrás, en el alcor más elevado, se divisa Santa Sofía, rosada, grandiosa.
Con las aguas al medio, en la otra parte está Gálata, hacia Oriente. No se puede ir de una orilla a otra si no es navegando. De manera que hay miles de esquifes, lanchas y gabarras cruzando de un lado a otro constantemente para transportar personas y pertrechos, lo que da al Bósforo un aspecto muy animado.
Los trámites para poder acceder a los puertos son complejos y lentos allí, de manera que es preciso pasar algunas noches a bordo antes del desembarco, mientras los funcionarios van y vienen para hacer gestiones y cobrar las cantidades obligadas. Si estás dispuesto a dar buenos obsequios, te aligeran la espera.
Cuando al fin nos permitieron abarloar los navíos en los muelles, pusimos proa hacia el puerto que llaman Pera, que está al este de Gálata, siendo el lugar donde se reúne la mayor parte de la armada turquesa. Hay allí unas enormes atarazanas, donde se alzan unos arcos altísimos bajo los cuales pueden guardarse las galeras sin mojarse para ser reparadas o carenadas.
En el barrio portuario hay muchas fondas amplias, bodegones y tabernas que regentan los judíos. Conocía yo bien ese lugar concurrido, abarrotado de negocios, donde pueden escucharse todas las lenguas del orbe y se ven gentes de las más variadas razas, ataviadas con diversas y variopintas indumentarias, ávidas de comprar y vender hacia Oriente u Occidente y dispuestas a concertar tratos con el primero que les venga al habla.
Precisamente por estas cualidades, me pareció ser el sitio más indicado para amarrar las naves e instalarme convenientemente mientras daba inicio a mis indagaciones. De manera que llegué a un acuerdo con un espabilado almacenista que estuvo muy conforme en darnos cobijo y custodia para la impedimenta por un precio razonable.
Cuando tuve todas mis pertenencias a buen recaudo y hube aposentado a la servidumbre, hice los pagos correspondientes: al maestre de la galeaza y a los de los navíos que nos custodiaron; al amanuense, a los criados y al posadero, que cobraba por adelantado. A Hipacio le dejé sin paga, temiendo que se la gastara en vino y me causara complicaciones.
—¿Y yo? —protestó—. ¡Eso no es justo!
—Tú cobrarás al final de los negocios. ¡Y no rechistes!
Estaba muy temeroso el sastre, por hallarse en un reino tan extraño y diferente a todo lo que conocía, de modo que no me resultó difícil convencerle de que debía permanecer en la fonda mientras comenzaba a hacer mis gestiones en los mercados. Pero, más que nada, quería yo ir a vagar por ahí, pues no era capaz de sustraerme al deseo de recorrer la ciudad.
El invierno quedaba atrás y Estambul resplandecía lleno de colores. Había flores por todas partes y jugosas hortalizas en los tenderetes. Un agradable aroma de especias se esparcía en el ambiente. Anduve sin rumbo fijo, subiendo y bajando por las calles en cuesta, atravesando las minúsculas plazuelas donde se exhibían todo género de mercancías: esclavos, reses, aves, pieles, alhajas, muebles… El movimiento en los puertos acababa de iniciarse por la primavera y el gentío transitaba muy activo. Los aguerridos jenízaros lucían sus mejores galas: dolmanes color azafrán, plumas de avestruz en los gorros, gabanes de seda y espadas de dorada empuñadura al cinto. También se veían alárabes, africanos, ricos mercaderes de Candía, griegos, hombres de rasgos extraños y muchos cristianos, genoveses, venecianos y franceses. Entre los lujosos atavíos de los magnates que se desplazaban con sus séquitos, destacaban las vistosas sedas de Oriente. Los buhoneros y los mendigos impacientaban a los criados de los señores y recibían de éstos algún latigazo o puntapié.
Sobrecogido, me detuve al ver las miríadas de cautivos mugrientos que se ocupaban en cualquier sucio rincón de los peores oficios: cavaban zanjas, abrían cimientos, quemaban basuras y acarreaban leña, agua o estiércol. Qué lástima me daban todas esas pobres gentes famélicas, sin más abrigo que los apestosos harapos que los cubrían o desnudas a la intemperie, sin parar de trabajar, recibiendo muchos palos, desprecios y maltratos de sus guardias. ¿Cómo no recordar entonces mi cautiverio? Aunque parecía que había transcurrido toda una eternidad desde que me viera yo como uno de ellos; esclavo, mísero, perdidas todas las esperanzas de regresar libre a mi tierra de origen.
En mi deambular, absorto al verme inmerso de nuevo en aquella prodigiosa ciudad donde diríase que confluyen las múltiples rarezas del mundo, ascendí hasta lo más alto de la colina donde se levanta la torre de Gálata. Veía la infinidad de caiques y almadías cruzando de parte a parte el Bósforo, y la plateada luz que desprendía el Cuerno de Oro, asimismo abarrotado de embarcaciones. «Heme aquí de nuevo —me dije—. A ver qué me deparas esta vez, insólito y misterioso Estambul».
Como estaba resuelto a no perder ni un solo día, a la mañana siguiente al desembarco me encaminé hacia el muelle de Karaköy para trabar contacto con el hombre que debía servirme de enlace durante todo el tiempo que estuviese allí, el cual se llamaba Melquíades de Pantoja. Era éste un mercader de vinos, mitad napolitano y mitad español, que llevaba aposentado en Estambul más de treinta años. A él le debía yo nada menos que la impagable merced de haberme ayudado a escapar en su barco cuando pude verme libre al fin de mi cautiverio.
Aunque al principio anduve algo desorientado, no me resultó difícil dar con su negocio cuando recordé el lugar del atarazanal donde se congregaban los bulliciosos pescadores que exhibían, dispuestos en sus mostradores, el vistoso espectáculo de los peces capturados durante la noche. Más adelante estaba el embarcadero de los venecianos, al final del puerto, justo en la punta donde se unen el Cuerno de Oro y el Bósforo. Varios navíos permanecían anclados allí delante, mientras los esclavos y marineros subían y bajaban por las escaleras transportando pertrechos. Fardos, pellejos de vino y tinajas se amontonaban por todas partes y una frenética actividad llenaba el aire de voces y ruidos.
Allí mismo le pregunté a un muchacho que enseguida me indicó dónde estaba el almacén de Pantoja, a pocos pasos. Entonces anduve mezclado entre el gentío, con decisión, pero algo preocupado porque pudieran reconocerme.
Penetré en el establecimiento y al momento se dirigió a mí uno de los encargados:
—Señor, ¿qué deseas?
—Busco al amo de este negocio.
—¿A quién debo anunciar?
—Dile que soy un viejo amigo suyo.
—Si no me dices el nombre, no molestaré a mi amo —repuso con firmeza.
—Cheremet Alí es mi nombre —respondí.
Se perdió el dependiente por las trastiendas y regresó al rato para pedirme:
—Sígueme, señor. Mi amo te aguarda impaciente.
Melquíades de Pantoja, como era de esperar, estaba algo más viejo que la última vez que le vi. Me recibió de pie en una estancia íntima y fresca. Alto, delgado, con la barba canosa y en punta, conservaba su porte distinguido. Pero ahora, a diferencia de entonces, no vestía a la manera cristiana, sino a la turca. Extendió los brazos al verme y balbució emocionado:
—¡Dios bendito! Cheremet, mi querido Cheremet…
Nos abrazamos y ninguno pudo evitar las lágrimas por la emoción.
—Gracias, gracias, querido amigo —le dije con toda la sinceridad que podía expresar—. ¡Te debo tanto! ¿Cómo podré pagarte…?
—¡Chis! Hice lo que debía —contestó con una viva sonrisa que expresaba felicidad—. ¡Vamos a celebrarlo!
Me sirvió una copa del que decía ser el mejor de los vinos, traído de Chipre por él mismo.
—Si te interrumpo en tus obligaciones debes decírmelo —observé—. Sé que es tiempo de mucho ajetreo para el comercio y…
—¡Nada de eso! —no me dejó continuar—. Hoy no tengo mejor menester que conversar contigo. Hay tanto de que hablar…
Ordenó a los criados que trajeran comida y que no nos molestasen en toda la tarde. Cerró la puerta y enseguida empezó a preguntarme cosas sobre España.
—¿Es cierto eso que dicen por aquí, que los moros se han alzado en Andalucía contra el Rey Católico?
—Sí, muy cierto. Han nombrado califa a un tal Aben Humeya, según he sabido en Venecia. Ahora debe de haber una cruel guerra en las sierras de Granada, en lo que llaman La Alpujarra.
—¡Oh, qué tiempos éstos! —exclamó—. Todo está al revés.
Cuando se hubo enterado él de lo que sucedía en los reinos cristianos, me contó con detenimiento todo lo que a su vez había pasado en los dominios del Gran Turco desde que me ausenté de Estambul:
—Dos años después de que yo te sacara de aquí en mi barco, o sea, en mayo del año del Señor de 1566, el sultán Solimán partió a la cabeza de su ejército para sitiar Szigétvar, en Hungría. Era ya un hombre anciano y enfermo y no sobrevivió a esta última campaña militar. Dicen que murió una noche en su tienda de campaña, consumido por la fatiga de la guerra. Pero, como suele suceder en estos casos, el gran visir Mehemet Sokollu logró ocultar a todo el mundo el suceso, para asegurarle el trono al heredero, el príncipe Selim, que tenía muchos enemigos. ¡Hasta mandó asesinar al médico del sultán fallecido!
—¡Bárbaros! —exclamé.
—¡Ay, si sólo fuera esa muerte la causada por esta sucesión! —suspiró—. El nuevo sultán Selim II es el único hijo superviviente de Solimán, pues ya se ocupó en vida del padre de quitar de en medio a sus hermanos con la ayuda del gran visir Sokollu, que a la vez es yerno suyo.
—¿Y cómo es el nuevo sultán? ¿Es tan inteligente como decían que era su padre? ¿Goza del amor de su pueblo?
—¡Oh, es muy distinto al difunto Solimán! Las malas lenguas dicen que es vago, despreocupado, indolente… Al parecer, detesta ocuparse de los asuntos de Estado. Delega todas sus responsabilidades en su yerno el gran visir. Selim es impopular entre sus súbditos, los cuales adoraban al padre. Todo el mundo comenta con disgusto que el nuevo sultán es lujurioso, amante del vino, altanero, cruel, de temperamento imprevisible… Nada bueno se dice de él.
—Quizás hablen así porque echan de menos a su antecesor. El reinado de Solimán fue largo y próspero —repuse—. Siempre que muere un líder tan idolatrado, el sucesor ha de enfrentarse a las habladurías.
—Es posible que así sea. ¿Quién sabe? Pero bebedor sí que es, pues yo trato con muchos servidores de palacio y sé por propia experiencia que el sultán Selim se pirra por los mejores vinos. Entre los extranjeros le han apodado «El Borracho» y ya empieza a extenderse el mote incluso entre los turcos.
—¡Qué cosas! —comenté—. Un musulmán beodo…
—Ya ves —suspiró—. Vivimos en los más raros tiempos.
A continuación, recordamos Melquíades de Pantoja y yo cómo nos conocimos, cinco años atrás, cuando yo era aún cautivo y servía como esclavo en la casa de un turco muy poderoso.
—Después hiciste creer a todos que te convertías a la fe de Mahoma —recordó él— y pudiste espiar muy a gusto. Pasaste al servicio nada menos que del gran nisanji, el guardián de los sellos de Solimán. Allí te ganaste la estima y el favor del primer secretario Simgam, el cual te proporcionó la información que necesitabas y te concedió la libertad. ¡Qué suerte la tuya, bribón!
—Sí, gracias a Dios, pude irme al fin libre. Y no he olvidado lo que tú y Simgam hicisteis por mí. Y dime: ¿qué ha sido de mis antiguos amos?
—El guardián de los sellos murió poco después de que abandonases Estambul. Al parecer, enloqueció y se negó a probar alimento alguno. Su débil cuerpo aguantó poco.
—¿Y el secretario Simgam?
—¡Oh, se alegrará tanto de volver a verte…! Vive en el viejo palacio de su amo el nisanji. Allí nada ha cambiado, aunque el sultán Selim nombró para ese cargo a un nuevo visir.
—Iré a verle mañana —dije.
—Harás bien. Simgam es un hombre sabio que conoce todos los secretos de la Sublime Puerta. Te resultará útil recobrar su amistad.
—Desde luego. Ahora es muy importante para mí tener buenos contactos.
—¿En qué consiste tu misión? ¿Puedes contármelo? —me preguntó muy serio.
—He de lograr tener conversaciones con don José Nasi, el duque de Naxo. Su Majestad quiere hacer negocios con él. ¿Sabes a quién me refiero?
—¡Vive Cristo! —exclamó—. ¡Es un hombre poderosísimo aquí! Todo el mundo en Estambul conoce a los Mendes.
—Lo sé. Pero me refiero a si le conoces en persona.
—¿Qué asunto debes tratar con él?
—Eso, querido amigo, siento no poder decírtelo. Pertenece al secreto más reservado de mi encomienda. Aunque seas espía como yo, sabes que hay cosas que Su Majestad no permite revelar.
—Comprendo —observó con circunspección—. Veo que ya eres todo un espía. Cuenta conmigo, querido Cheremet, te ayudaré en todo. Veré la manera de acercarte a José Nasi.
—Lo suponía—le dije—. Pero has de saber que, aunque sé que haces esto por convicción, cuento con el dinero suficiente para llevar a cabo esta misión sin problemas. Puedo pagarte.
—De eso hablaremos en su momento —contestó sonriente—. Ahora bebamos otra copa de este vino de Chipre.
—Sea. Contigo da gusto tratar, Pantoja.
—Pues quédate tranquilo, amigo, porque, en principio, he de decirte que podré ponerte en contacto con alguien muy cercano a los Mendes.
—¡Maravilloso! —exclamé—. ¿Qué he de hacer?
—Nada. Deja eso de mi cuenta. Por el momento, tú ve a ver a Simgam y después quédate esperando noticias mías.