30

De camino hacia la casa de Simgam decidí atravesar el Gran Bazar. Ya tenía en mente desde que llegué a Estambul la idea de comprarme un buen laúd. Así que di vueltas por los callejones encantado por retornar a aquel lugar que tantos recuerdos me proporcionaba. Todo allí seguía igual: los establecimientos abarrotados de objetos, el ir y venir de las personas, el colorido, los aromas de los perfumes y esencias, el olor de los tejidos, de los cueros, de las medicinas, de las apetitosas comidas… Absorto por el espectáculo que se desplegaba ante mis ojos, mis pies me llevaron hasta el barrio de los instrumentos de música, donde tampoco había variado nada.

—¡Oh, cuánto tiempo! —gritó alguien entre el gentío.

Me volví y vi venir hacia mí al hombre que esperaba encontrar allí: a Gamali, un viejo amigo, músico y poeta, de quien se decía que podía hacer los mejores instrumentos de Estambul. Fue jenízaro en su juventud y aprendió en el sancak de Kastamonu a fabricar el laúd turco de largo mástil, llamado saz, cuando perdió una pierna en la guerra y se vio obligado a dejar las armas. Cuando le conocí, hacía siete años, regentaba media decena de tiendas en el Gran Bazar, dos de ellas de instrumentos musicales y las demás de miniaturas, poemas en vitela, marionetas y figuras para el teatro de sombras.

—¡Gamali, amigo mío! —exclamé—. He venido a buscarte.

—Pero… ¿se puede saber dónde te has metido durante todo este tiempo? —me preguntó, sin salir aún de su asombro.

—Es largo de contar. Vamos a tomar el té y te lo explicaré.

Inventé una historia de viajes y buena fortuna. Le dije que ahora era un hombre completamente libre y que me dedicaba a los negocios. Él se creyó mi relato a pie juntillas. En Estambul variaban tanto las vidas en aquellos tiempos locos que nadie podía extrañarse por un cambio así.

—Veo que has prosperado —observó—. Te has hecho todo un hombre rico. Pero no has olvidado a tus amigos…

—Eso nunca, Gamali.

Recordamos entonces las muchas horas que teníamos pasadas juntos en la trastienda de su negocio, conversando, tocando el laúd, recitando y cantando coplas. A él le debía yo todos mis conocimientos sobre la música y la poesía turca.

—Sabes que puedes contar conmigo como entonces —me dijo—. Siempre es un placer tu compañía.

—Lo sé, amigo mío, gracias, muchas gracias… ¿Cómo agradecer todo lo que me enseñaste en aquellos años difíciles para mí? Gracias a lo que aprendí contigo, pude tener contentos a mis amos y verme libre de muchas penalidades.

—¡Eres un músico maravilloso! —exclamó—. ¡Ah, qué juventud! ¡Supongo que no habrás olvidado lo que te enseñé!

—Nada de eso.

—Pues demuéstramelo —dijo con ojos delirantes, mientras alargaba la mano para descolgar un bonito laúd de la pared.

—Humm… ¡Es uno de tus mejores instrumentos!

—A ver si recuerdas algo hermoso —dijo, mientras se ponía a afinarlo.

—Claro, Gamali. Me acuerdo perfectamente de lo que me dijiste un día: «Aunque cantares como los mismos ángeles y acompañares tu voz con el mejor laúd del mundo, si no encuentras una canción adecuada, no lograrás hacer feliz a nadie».

—Pues este que tengo en mis manos —dijo ufano— es el mejor laúd del mundo. Ahora te falta esa canción…

—No la he olvidado —contesté, tomando el instrumento.

Hice sonar las primeras notas. Aquel laúd parecía ser, en efecto, el más melodioso del mundo. Y noté que el viejo músico se entusiasmaba al oírme tocarlo cuando cerró los ojos y quedó sumido en una especie de trance feliz.

El recuerdo de aquella canción maravillosa que un día me enseñó retornó y me puse a cantarla:

Oh, Dios de los cielos infinitos,

de las alturas y los abismos,

tu mirada escruta todas las cosas,

sondea el profundo pozo de mi amargura…

Solo estoy en esta tierra yerma

y ansío recitar los consuelos de tus nombres…

Cuando hube concluido, con brillo en la mirada, dijo:

—Casi había olvidado yo esa vieja canción sufí del triste poeta Yunus Emre.

—Yo jamás la olvidaré. Pues con ella me gané el corazón del nisanji.

—Amigo —me dijo poniéndome la mano en el hombro—, con ese talento tuyo y la juventud y riqueza que ahora posees, nadie podrá resistirse a tus encantos.

—¡No exageres, hombre!

—¡Oh, ha hablado mi alma! Aprovecha el tiempo y vive, pues la vida se va…

Dicho esto, se levantó y caminó con sus pasos renqueantes hacia un arcón, del cual extrajo un fajo de papeles atado con una cinta de seda.

—Toma, amigo mío —dijo—, acepta este regalo.

—¿Eh? ¡Es tu vieja colección de poemas y canciones! No puedo aceptarlo…

—¡Cógelo, estúpido! —gruñó—. Son copias. ¿Cómo comprendes que iba a desprenderme de los originales? Todavía no soy tan viejo como para soltar mi pobre herencia.

—No eres tan pobre —repuse irónicamente.

—No tengo un aspro —confesó—. Mis pertenencias se reducen a esta tienda y a los viejos objetos que ves en ella. Sí, amigo mío, me arruiné. He sido demasiado generoso y ahora nadie se acuerda de mí.

Me fijé en la tienda. Con la emoción del encuentro, no había reparado en que todo estaba viejo y cubierto de polvo. Se veían muy pocos instrumentos. El negocio de Gamali presentaba un aspecto pobre y decadente. Mientras que, en los alrededores, otros establecimientos estaban boyantes, con clientes que entraban y salían.

—¿Y tus otras tiendas? —le pregunté—. Entonces poseías cinco negocios más aquí, en el Gran Bazar.

—Vendí las otras tiendas —respondió con tristeza—. Han sido tiempos duros para mí. Mis viejos clientes se fueron muriendo y ya sabes con qué ímpetu comienzan los jóvenes. La competencia es grande aquí. Tenía que comer… Ahora sólo me queda lo que ves. Ya no tengo siquiera un esclavo: no podría mantenerlo.

Sentí lástima y el deseo de hacer algo por él.

—¿Cuánto cuesta el laúd que tengo en las manos? —le pregunté.

—No lo vendería nunca —contestó con orgullo—. Ese instrumento lo construí en Kastamonu cuando era aún joven y desprenderme de él sería como perder una mano. Pero puedo venderte aquel otro de allí, cuyo sonido también es maravilloso. Aunque no creo que su precio esté a tu alcance, por mucho que haya mejorado tu fortuna.

—¿Cuánto cuesta?

Entonces se despertó el comerciante que había en él y, amigablemente, con el tono que se usa en el Gran Bazar para vender, preguntó a su vez:

—¿Cuánto puedes pagar, amigo?

Sonreí. Saqué mi bolsa y puse cien escudos venecianos sobre la mesa. Su rostro se iluminó:

—¡Es demasiado! —exclamó—. ¿Pretendes burlarte de mis desdichas?

—Anda, viejo zorro, toma ese dinero. Te debo mucho más yo a ti. Digamos que es el precio por el laúd y por la colección de poemas.

—¡Hecho! Regalo por regalo —sentenció.

Salí de allí encantado. Llevaba conmigo un buen laúd que sabía que iba a necesitar pronto y, a la vez, me sentía feliz por haber podido devolverle el favor a Gamali.

Proseguí mi camino. El viejo palacio del nisanji se encontraba cerca, en dirección al Topkapi Sarayi, en una empinada calle señorial flanqueada por las enormes residencias de los visires de la Sublime Puerta. Al final de la cuesta había un parque rodeado por grandes y lujosas hospederías, donde se alzaban los flamantes baños que el sultán Solimán mandó edificar para su favorita Roselana. Hacia poniente, se veía la majestuosa cúpula de Aya Sofía rodeada por sus delgados minaretes.

Delante de la puerta del palacio, retornaron a mí una vez más los recuerdos. La fachada estaba sucia, ennegrecida y descuidada. Supuse que las cosas no habían ido bien desde la muerte del nisanji.

Llamé a la puerta varias veces. Cuando ya pensaba que dentro no había nadie e iba a darme media vuelta, alguien gritó desde el interior:

—¡Ya va!

Abrió el esclavo Vasif y se quedó mudo al verme. Le temblaron los labios y daba saltitos de emoción.

—Ay, ay… —balbució al fin—. Dijeron que estabas muerto…

Entonces surgió una voz cascada desde dentro del caserón:

—¿Con quién hablas, estúpido Vasif? ¿Quién está ahí?

—Es él, es él… —repetía el esclavo.

—¿Quién? —insistía la voz aproximándose.

Apareció el anciano secretario Simgam, con pasos menudos y lentos. Estaba más viejo que la última vez que le vi, el pelo blanco le asomaba por debajo del turbante y la barba lacia, enredada, le caía sobre el pecho.

—¿Quién es? —preguntó una vez más, aguzando su mirada torpe.

—Pero… ¿No me reconoces, señor Simgam? ——dije, extrañado—. ¿Tan cambiado estoy en apenas un lustro?

—Veo poco… ¿Quién eres?

Me di cuenta de que había perdido la vista. Sacó sus gruesos anteojos y se los colocó. A pesar de lo cual, no era capaz de reconocerme.

—¡Soy Cheremet Alí, el músico! —exclamé—. ¡He vuelto!

—¡Es él, es él, no ha muerto! —gritaba Vasif—. ¡Y trae su laúd! ¡Qué milagro!

—¡Oh, cielos! —dijo al fin Simgam—. ¿Salvaste la vida…?

El anciano secretario se puso muy nervioso. Se aproximaba a mí cuanto podía e intentaba ver mi rostro para comprobar si era yo realmente. Me palpó la frente, el cabello, las orejas… y el laúd que acababa de comprarle a Gamali.

—¡Tú! ¡Mi Cheremet! ¡Salvaste la vida! ¡Vamos a dentro, rápido!

El interior del palacio estaba oscuro y ajado. Parecía que el frío del invierno pasado se hallaba prendido aún en las paredes húmedas. Un añejo olor lo impregnaba todo.

—¡Cómo me alegro de verte! —exclamaba él, abrazándome a cada momento—. ¡Ciertamente, esto es un milagro! ¡Gracias por haber regresado!

Simgam había sido un hombre muy importante, por gozar de la confianza del nisanji, el guardián de los sellos de Solimán, que era uno de los más altos funcionarios del imperio. Gracias a él pude yo recobrar la libertad y conocer las pérfidas y ocultas intenciones del sultán de ir a conquistar la isla de Malta para iniciar desde allí su ataque a los dominios del Rey Católico, las cuales llevé conmigo para comunicarlas en la cristiandad.

—Te di aquella noticia por puro despecho —recordó el anciano—. Siempre fui un hombre amargado e invadido por el resentimiento. Nací en Armenia en una familia de viejos cristianos que jamás hicieron mal a nadie; campesinos de las montañas, gente temerosa de Dios y entregada a sus trabajos y tradiciones. Los sicarios turcos me hicieron esclavo desde niño; me arrancaron de los brazos de mis padres y me enseñaron su religión a la fuerza, así como su lengua y la escritura turca. Siempre ejercí el mismo oficio de escribiente con diversos señores, pero nunca olvidé mi origen. ¡He sido un infeliz! Y ahora, que me veo al fin libre, estoy viejo, casi ciego y solo. Aquí en este caserón únicamente vivimos ya ese esclavo medio tonto y yo. ¡Qué pena!

—¿Sigues espiando al Gran Turco? —le pregunté.

—¡Qué más quisiera! —respondió con rabia—. ¡Ojalá pudiera seguir perjudicándole! Pero ya no soy nadie. Desde que murió el nisanji no he vuelto a atravesar la Sublime Puerta. Todo ha cambiado mucho. El nuevo sultán Selim se rodeó de su gente. No queda nadie de entonces en el palacio.

—Lástima. Tu presencia en la Sublime Puerta era una ayuda valiosísima para los espías del Rey Católico.

—Sí, pero, aunque ya no puedo entrar en el palacio, todavía puedo prestar algún servicio. Voy a mostrarte algo, amigo. —Entonces sacó del bolsillo uno de los sellos reales y me lo mostró—. Cuando muere el sultán —explicó—, todos sus sellos personales son destruidos para que ya los documentos sean emitidos sólo en nombre del sucesor. Yo, que lo sabía, guardé este sello de Solimán.

—¿Y para qué sirve ya? El viejo sultán murió hace más de dos años…

—¿No comprendes? Puedo dar valor a cualquier documento que tenga fecha anterior a la muerte de Solimán. Este pequeño sello no es sólo un recuerdo; ¡es un tesoro!

—¡Claro! —exclamé—. Se puede falsificar cualquier permiso, salvoconducto o privilegio como si hubiera sido concedido en tiempos del difunto sultán.

—En efecto, querido Cheremet Alí.

—Te necesitaré —le confié—. He venido para quedarme el tiempo que sea preciso mientras cumplo un encargo.

—¡Maravilloso! Has venido para espiar —dijo, tomándome las manos—. Me alegro en el alma. Ambos podemos resultarnos útiles. ¡Te ayudaré!

Dicho esto, sollozó durante un largo rato. Su tristeza y soledad me enternecieron. Simgam sabía que estaba viviendo sus últimos años y aún quería hacer cuanto daño pudiese a quienes hacía culpables de todos sus males.

Cuando se hubo calmado, el secretario llamó al criado y le ordenó:

—Anda, Vasif, prepara una alcoba para Cheremet.

—Oh, no, Simgam —repliqué, aunque con lástima—. Lo siento, pero no puedo quedarme. Por el momento vivo en una fonda del barrio de Pera, pero tengo pensado instalarme en alguna casa por aquí. Traigo conmigo criados y pertrechos que he de acomodar. ¿Puedes ayudarme a encontrar lo que necesito?

—Haré indagaciones. Aunque no vivas aquí, será maravilloso saber que estás cerca. Te buscaré esa casa y pondré en regla los documentos que precisas para no ser molestado por los recaudadores.