13
Los cuatro novicios que íbamos a recibir el hábito al día siguiente estuvimos velando las armas delante del altar de la Virgen durante toda la noche. De madrugada llamó la campana más temprano que de ordinario, a pesar de ser domingo. Entonces vino el padre maestro a decirnos que se nos permitía ir a refrescarnos a la fuente, para sacudir la modorra. Pero no pudimos tomar alimento alguno, pues el ayuno exigido era muy riguroso.
Aunque no había aparecido aún el sol en el horizonte, hacía mucho calor. Los gorriones despertaban en las arboledas y llenaban el aire inmóvil, tórrido, con su piar estridente, alborotados por el alegre repique. También se agitaron los caballos en los establos y se les oía resoplar y golpear el suelo con los cascos. No tardaron en aparecer los freires que se encaminaban hacia el templo, vistiendo con orgullo las brillantes armaduras de parada, sobre las cuales resplandecían las capas blancas con sus cruces flordelisadas de sinople.
Después de la misa solemne, frente al altar de la Vera Cruz, el prior ocupó un sillón forrado con terciopelo carmesí, sentándose los caballeros de mayor antigüedad a los lados en taburetes más modestos. Entonces se nos llamó a los aspirantes para que avanzáramos hasta situarnos arrodillados sobre un tapiz que había en el suelo, tal y como se ensayó la tarde anterior.
Se leyó en alta voz lo que se llamaba el «establecimiento», que era el pergamino que contenía las pragmáticas de la Orden, detallando las obligaciones, derechos y prerrogativas de los caballeros. Todo esto se completó con el rezo de una plegaria guerrera extraída del Antiguo Testamento:
Bendito sea el Señor, que creó mis manos para la batalla y mis dedos para la guerra.
Él es mi salvación, Él es mi refugio, Él me liberó.
Concluido el rezo, se aproximaron los padrinos y se pusieron a mis costados. Me hizo Dios la merced de que fueran éstos los más nobles y reputados caballeros de cuantos allí estaban: frey Francisco de Toledo y frey Juan de Zúñiga.
Se me tomó juramento en forma y respondí con la mayor firmeza y seguridad:
—¡Sí, juro!
A lo que el prior sentenció:
—Si faltareis a vuestro juramento, Dios y nosotros os lo demandaremos.
Acto seguido, ordenó el heraldo:
—¡Levantaos, novicio de Alcántara!
Echaronme los padrinos el manto blanco sobre los hombros, ciñéronme la espada y calzáronme las espuelas. Mientras, el prior dijo:
—Et induat te novum hominem, qui secundum Deus creatus est in justitia, et in sanctitate et veritate. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.
Uno de mis padrinos, don Francisco de Toledo, me llevó a ocupar el último asiento y me indicó:
—Siempre que os reunáis con otros caballeros de la Orden seréis en todo el último, hasta tanto venga otro a quien por antigüedad precedáis.
Dicho lo cual, me besó en la mejilla y lo mismo hicieron, uno por uno, el resto de los cofrades.
El órgano tronaba allá arriba, con una solemnísima melodía de trompetas que me llegó al alma. Sentí una gran presión en el pecho y, sin que pudiera evitarlo, me brotaron muchas lágrimas. Me acordaba de mi señor padre, pues me habría gustado que estuviera allí en persona presenciando el acto. Pero me consolaba pensar que tuviera licencia del Todopoderoso para verlo desde los cielos.
Acabada la ceremonia, salimos todos del claustro y, desnudadas las espadas y puestas en alto, se gritaron vítores:
—¡Viva el rey! ¡Viva la Orden y Caballería de Alcántara! ¡Viva, viva, viva…!
Según era costumbre, correspondía después celebrar un banquete para festejar el ingreso de los nuevos caballeros. Pero pesaba aún la reciente muerte del príncipe Carlos y el luto debido exigía recato. Así que se sirvió una sencilla colación a base de migas, tocino frito, tasajos y queso, sin que faltara una ración moderada de buen vino.
En torno al mediodía se disolvió la reunión y partieron los freiles que habían de retornar a sus encomiendas. Se sucedieron los abrazos y las despedidas. Se veían alejarse las comitivas por los caminos, en todas direcciones, mientras la campana del convento llamaba a la oración de vísperas.
Concluido el rezo, el prior anunció solemnemente desde su cátedra que esa misma tarde recibiríamos los nuevos caballeros nuestros destinos. Me dio un vuelco el corazón, al presentir que para mí llegaba el final del encierro.
En el austero despacho del prior reinaba la penumbra. La ventana estaba abierta y sólo alumbraba la escasa claridad del ocaso, que brillaba en un horizonte rojo como ascuas en la lejanía de los montes. Penetraban en la estancia los aromas del estío y el dulce rumor de las esquilas de los rebaños de cabras que regresaban a los apriscos.
—¿Estás contento, frey Luis María Monroy? —me preguntó el prior.
—Soy feliz —respondí—. Lo digo sinceramente.
—Me alegro mucho, hijo. ¡No sabes cuánto! Te mereces el honor de pertenecer a esta Santa Orden en la que podrás servir a Dios y a Su Majestad como es menester. ¿Estás dispuesto a saber tu destino?
—Hoy he jurado obediencia a mis superiores y acatamiento de la Regla —contesté sumiso.
—Bien, no hay pues por qué demorarse más. Te diré enseguida lo que se pide de ti. Pero, antes, dime: ¿esperas algo en concreto?
—¿Algo en concreto? No sé a qué se refiere vuestra paternidad…
—Quiero decir que tal vez sueñas con asentarte en una de nuestras encomiendas, servir en el ejército de Su Majestad, permanecer en los dominios de la Orden… Vestir el hábito de Alcántara ofrece muchas posibilidades.
—No sé —dije algo confuso—. Cuando vine aquí no traje ninguna idea previa. Me pareció bien ser caballero, pero no me he planteado nada más. Vuestra paternidad me dirá dónde puedo ser más útil.
—¡Ah, bien, bien! —suspiró—. Mejor que sea así. Veo que no nos hemos equivocado al pensar en tu persona para una misión de altura.
Cuando terminó de decir aquello, el prior se me quedó mirando fijamente a los ojos y permaneció en silencio durante un momento que se me hizo eterno; como si quisiera él escrutar mis pensamientos. Mientras yo era todo impaciencia.
Al cabo, enarcó una ceja y, con semblante muy grave, añadió:
—No se te pide cualquier cosa, hijo. Dios pone en tus manos un negocio ciertamente difícil que confiamos sabrás llevar a buen término. Se trata de una secretísima misión que sólo pueden saber quienes están en ello.
De nuevo se quedó en silencio y una vez más me penetraba con sus agudos ojos.
—Dígame ya de qué se trata, padre prior —le rogué ansioso—. Me muero por saberlo.
—¡Ojalá pudiera decírtelo en este momento! —exclamó un tanto azorado—. Y ésa es la pena, pues ni yo mismo lo sé…
—¿Entonces? No comprendo… ¿Qué he de hacer? —pregunté en el colmo del desconcierto—. ¿Qué misión es ésa?
—Es asunto complejo —contestó circunspecto—. Sólo puedo decirte lo que a mí compete, lo cual es muy poca cosa. Han llegado órdenes desde lo alto a este convento reclamando un servicio de tu persona cuyos detalles son riguroso secreto de Estado. Únicamente puedo revelarte lo que se me pide a mí: que te mande acompañar al comendador frey Francisco de Toledo, tu padrino, a un largo viaje.
—¿A un largo viaje? ¿Con qué destino?
—De momento a Castilla, donde tiene su corte nuestro señor el Rey. Allí sus secretarios te dirán lo que se pide de ti. Y después… ¡Sabe Dios! ¡Oh, hijo, cuánto se espera de nos! No nos dejes mal, Monroy. Ya que ha de ser de mucha importancia la encomienda, de tan alto como llega. Y todo lo bueno que hagas redundará en beneficio de esta orden y caballería. Rezaremos por ti.
—¿Y cuándo he de partir a ese viaje?
—Mañana muy temprano. Nos ordenan que haya premura en todo esto. Por eso irás con frey Francisco de Toledo, al cual llama Su Majestad para encomendarle nada menos que el gobierno del virreinato de las provincias del Perú, allá en las Indias. Aprovecharás el viaje hasta Madrid y allí recibirás tu propio encargo.
—¿Habré de ir a las Indias con frey Francisco de Toledo?
—¡Oh, no! Supongo que no se trata de eso. Pero… no te impacientes. Tómate el asunto con serenidad y fortaleza de espíritu. Según tengo entendido, el propio frey Francisco de Toledo te irá explicando por el camino algunas cosas. Te pongo pues en sus manos. Obedece en todo y está atento a sus consejos. A él le debes la confianza que se deposita en ti, que no ha de ser menuda; él te propuso para esta misión.
—¿Y qué he de llevar a ese viaje?
—Poca cosa: tus armas, tu caballo, el libro de oraciones y el alma muy dispuesta a lo que Dios sea servido pedirte. ¡Él te guarde!