34

A esa primera tarde en la casa de Isaac Onkeneira siguieron muchas otras de completa felicidad. Cierto es que al principio me engañaba a mí mismo diciéndome que iba allí cada día a espiar al trujamán de don José Nasi; pero no tardé en ser plenamente consciente de que era mi corazón el que me arrastraba para buscar el rostro de la bella Levana.

Todo en aquel jardín melodioso propiciaba el amor: las plantas de jazmín con sus flores de aroma dulce, los pájaros, la fuente; la tranquilidad que desprendía la presencia del viejo sabio y el deleite pacífico de ver ocultarse el sol entre los tejados. Fue como si una ola de pasión barriera mi preocupación por llevar a buen fin la misión, para empujarme hacia aquella muchacha adorable; como si su magnífico poder me hubiera atraído a una casa donde se confundieran mis pensamientos.

Nunca habría podido siquiera sospechar que en aquella familia de judíos se permitiera tal libertad de costumbres. Si no fuera porque todo se desenvolvió desde ese primer día con la más pasmosa naturalidad, hasta habría creído que estaba siendo atrapado por una suerte de hechizo. Padres y hermanos se mostraban encantados porque yo tratara largas horas con ella. Y Levana, de una manera silenciosa, sólo me expresaba agradecimiento con sus ojos color miel. ¡Quién le habría hecho saber que fueron precisamente esos ojos los que me inclinaron a aceptar una hospitalidad tan cautivadora!

Cada día en Constantinopla empezó para mí a ser igual que el anterior, pues me deleitaba dichosamente con aquella rutina: por la mañana recorría los mercados para ver si me hacía con un nuevo rumor, con alguna noticia fresca; pasada la siesta, encaminaba mis pasos hacia la casa del trujamán pensando únicamente en mi amada. Mas la semejanza en el orden y querencia de mis actos no me causaba el más mínimo hastío, sino todo lo contrario; sentíame el más afortunado de los mortales cuando iba en el caique que me conducía desde Eminönü hacia la orilla contraria del Bósforo.

Llegado a las puertas de la apacible morada de Onkeneira, en el luminoso suburbio de Ortaköy, ya me palpitaba con fuerza el corazón. Nunca percibí el más mínimo incomodo por mis visitas. Me recibían entre sonrisas y bromas amables. El sabio trujamán solía estar entre sus libros y me dedicaba algún rato. Era la suya siempre una conversación agradable; pero, como viera que se pudiera estar poniendo pesado, enseguida reconocía sin ambages el motivo de mi asidua presencia en sus dominios:

—Anda, joven, que ella te aguarda ansiosa. ¡No os robe este viejo vuestro valioso tiempo!

Entonces buscaba yo nervioso aquel jardín donde la noche era distinta; invadida por el aroma de los arrayanes y las flores, en medio de una atmósfera suave. Ella me esperaba en el límite que daba a un huerto húmedo y fragante. Al verla me sentía sobrecogido y la admiración por tanta belleza anegaba mi alma. Recuerdo su vestido intensamente azul, el bonete plateado, el dorado de sus cabellos en la declinante luz de la tarde, la sonrisa comedida, los pies descalzos blanquísimos y la delicada presencia de toda su figura.

No brotaban palabras en los primeros momentos; no hubiera próximos oídos curiosos. Apenas un discreto saludo, una escueta reverencia, eran los signos más perceptibles de la intensa alegría del reencuentro. Era llegado al fin el instante tan deseado. Entonces, como puestos de acuerdo, nos dirigíamos hacia los peldaños de una empinada escalera que llevaba a la terraza. ¡El mundo allí en lo alto era maravilloso! Veíanse los murallones del vetusto Bizancio, los puertos saturados de barquichuelos, el Bósforo azul y las pequeñas casas de los artesanos del arrabal. La luna llena sobre la grandeza y quietud del Mármara puede resultar abrumadora, cuando uno llega a creerse que aquéllos son los momentos más preciosos de su vida.

Una tarde de finales de julio, cuando mirábamos encantados hacia el sol que estaba a punto de ocultarse, ella dijo:

—El tiempo pasa volando.

Rodeé sus frágiles hombros con mi brazo y contesté:

—¿Y qué?

—Tengo la sensación de que pronto te irás.

—¿Eh? —me sobresalté—. ¿Por qué dices eso?

—No sé… Los mercaderes sois así. Os pasáis la vida de un sitio a otro. Se me hace que tú deseas regresar a tu tierra…

Me entristecí al oírle decir eso. Lo más penoso para mí en aquellas últimas semanas había sido tener que mentirle constantemente. Cuando no me quedó más remedio que hablar de mi vida, inventé una historia semejante a otras muchas que conocía, en parte parecida a la mía verdadera: un cuento simple de cristianos capturados en la mocedad que se habían pasado a la fe de Mahoma. Pero hube de disimular mis verdaderas intenciones y la causa por la que me hallaba en Estambul.

—No has de temer —le dije—. Si algún día me marcho, te llevaré conmigo.

Levana frunció el ceño. Me pareció que no estaba de acuerdo, pero no se atrevía a replicar. Miró hacia lo lejos, hacia el ocaso, por donde se veía partir un gran barco lentamente, con las velas desplegadas para aprovechar el escaso viento.

—¿No quieres venir conmigo? —añadí.

—¿Adónde? ¿A España? —se volvió hacia mí con cara de disgusto.

—A donde sea menester. No comprendo por qué te pones así. Tu padre es de origen español, sefardí, como él mismo me contó, y habla perfectamente el ladino. Se crió en España, igual que yo. Lo cual quiere decir que, en cierto modo, tú también provienes de allí. Nadie debe odiar sus raíces. Tu padre no parece odiarlas.

—¡Y cómo las recuerda…! —exclamó en tono soñador—. Siempre nos habla de Toledo, de donde eran sus padres y abuelos.

—¿Entonces? ¿No te gustaría ir a ti?

Ella suspiró y contestó con vehemencia:

—Los judíos no podemos ir allá. ¿Eres tonto acaso? Apenas uno de nosotros pone los pies en aquella tierra, cae preso de la Inquisición y le obligan a renunciar a nuestra fe… ¡O le queman vivo!

—Crueldades hay en todas partes, querida —repliqué con dulzura—. También entre los turcos se hace padecer a la gente injustamente. Diariamente hay ajusticiados en las puertas de las murallas y millares de cautivos sufren todo tipo de afrentas y crueldades en cualquier parte de Estambul.

—Sí, pero no por ser judíos. Aquí hay musulmanes, cristianos y hebreos. A nadie se mata por esa razón en los dominios del Gran Turco.

—Tampoco en España se mata a la gente por cualquier causa. Hay leyes en la cristiandad, jueces justos y hombres buenos que no consienten que se haga mal así por así. No es aquello tan perverso como te han contado.

—Mucho defiendes tú a España —me dijo con tristeza enorme en la mirada—. ¿Ves como tenía yo razón? Poco tiempo te queda aquí. Cualquier día desaparecerás y me quedaré tan sola como antes.

—¡Eh, no digas eso! —La abracé—. Yo no me separaré de ti.

—¡Júralo por Alá!

—Lo juro —mentí, invocando el nombre de un dios que no existía para mí.

Entonces Levana se puso frente a mí y me tomó las manos. Sé que hablaba su corazón:

—Querido, yo te he esperado siempre. Creo que te conocía desde que nací. No sé qué ocultos pensamientos llevas dentro de ti y no quiero tenerlos presentes, ¡me da tanto miedo! Durante toda mi vida he escuchado historias de amantes que se separan y no vuelven a verse. En este mundo raro, en que unos van y otros vienen entre Oriente y Occidente, parece que el amor no tiene lugar. Pero yo sé que no he de perderte, porque si me dejas moriré…

Cuando oscureció, como cada noche, me despedí y regresé al muelle donde me aguardaba el caique para cruzar el Bósforo. Las barcas de los pescadores se distribuían con sus faroles encendidos por la gran extensión de las aguas. Parecía que el cielo estrellado había descendido y la luna se reflejaba dejando una estela plateada sobre la negrura.

Ya en mi casa, la confusión se apoderó de mí y me impidió conciliar el sueño hasta el amanecer. Las sombras propiciaban los funestos pensamientos y la imagen de mi amada me visitaba envuelta en brumas de tristeza. Me decía a mí mismo en la oscuridad: «Aquí no eres más que un extraño vestido de mentiras».

Comprendí que la dificultad de mi ardua misión no estaba en arrostrar peligros, sino en la angustia de consentir que la propia ánima inhabitase una falsa persona.