17
Hízose el viaje sin mayor contratiempo que una tormenta septembrina que nos apedreó con granizo y luego nos dejó caer encima un frío aguacero. Pero pudimos secarnos las ropas al amor de la lumbre en unas ventas de mucha fama que hay en Torrijos, las cuales estaban abarrotadas de soldados, peregrinos y estudiantes, que a esas alturas del estío iban a sus asuntos o venían ya de regreso. Desde allí hasta Madrid se cuentan dos jornadas de camino a buen paso, por una transitada carretera donde te cruzas con interminables recuas de muías y un sinfín de carretas y carretones que discurren en filas muy ordenadas, en busca de los mercados del Sur.
Cabalgaba el comendador delante, como era su costumbre, silencioso y sumido en sus cavilaciones. Detrás de él iba yo, procurando que Hipacio no me arrastrase a la conversación, por aquello de aprovechar el viaje para reflexionar y orar, según mandaba la Regla. Pero el sastre, que era muy aficionado a la plática, no se conformaba yendo con la boca cerrada y de vez en cuando se ponía a cantar unas coplas la mar de graciosas que me sacaban de la meditación y me movían a risa:
La bella mal maridada
de las lindas que yo vi.
Acuérdate cuan amada,
señora, fuiste de mí…
—¡Se quiere callar vuestra merced de una vez! —le espetó el comendador—. ¡Basta de tonterías!
—Vaya genio tiene —murmuraba Hipacio, sin alterarse—. Sólo pretendía alegrar el camino…
Era la última hora de la tarde cuando divisamos Madrid a lo lejos. El aire caliente, tormentoso, levantaba polvo molesto en la carretera. Se veían las hileras de los montes, y en el fondo aparecía la villa. El camino se iba abriendo paso entre huertas y viñas donde brillaba la dorada fruta y la uva en sazón. Cruzamos el río Manzanares por un puente, desde el cual vimos el agua mansa correr, reflejando las alamedas de las orillas. Bulliciosas lavanderas hablaban a voz en cuello mientras recogían la colada puesta a secar en los arbustos.
Animado por la curiosa escena, el sastre no pudo evitar que le brotara de nuevo el deseo de cantar:
Lavaba la moza hermosa
junto al laurel y la rosa…
—¡Calle, hombre de Dios! —le mandó frey Francisco—. Que nos van a tomar por gente vil e indecorosa.
—Pues no sé qué de malo puede haber en cantar…
—¡En boca cerrada no entran moscas!
Más adelante se pasaba por un arrabal de casas pobres, de maderas y adobe, y después por una amplia calzada, donde los edificios eran más sólidos; casonas con grandes portones, entradas de carros, cobertizos y cuadras. Luego se bordeaba un tramo de la muralla y empezaban a abundar los talleres, los negocios, sastrerías, sombrererías, armerías…
Una hermosa puerta conducía directamente al ámbito de los caserones de mejor fábrica, los conventos, las iglesias y los majestuosos y sobrios palacios. Al final del barrio noble se alzaba el Real Alcázar.
—Hemos llegado —dijo el comendador—. Como no podemos perder ningún día, pues el tiempo apremia y nos aguardan con impaciencia, iremos ahora mismo a dar aviso de nuestra llegada y a pedir audiencia a los secretarios de Su Majestad.
Como quien conocía bien las dependencias de aquellos alcázares, frey Francisco se adentró por una de las puertas sin que ninguno de los guardias le dijese nada. Pero a nosotros nos pidió que le aguardásemos en la plaza de armas.
Arriba, en las almenas, los centinelas se daban las novedades con monótonas voces. Se había hecho de noche y los sirvientes encendían las llamas de los faroles. El aire era caliente, sofocante, y traía aromas de tierra mojada.
—Se me pone la carne de gallina sólo de barruntar que estoy a un tiro de piedra del Rey nuestro señor —comenté, pues no podía pensar en otra cosa que en eso.
—¿Eh? —exclamó sobresaltado Hipacio—. ¡Pero qué dice vuaced! ¿El rey? ¿Aquí?
—Pues claro —respondí—. ¿Dónde estamos sino en los palacios de Su Majestad? ¿.Ves aquellas torres y aquellas ventanas? Son las más altas y nobles. Seguramente han de ser las dependencias reales.
—¡Ay, madre mía!
—Pero… ¿No sabías acaso, Hipacio, que veníamos a palacio?
—¡Qué voy a saber yo! Si con ese señor comendador no se puede decir ni esta boca es mía. Sólo se me dijo que veníamos a Madrid. Mas… ¿a ver a Su Majestad? Si yo no he ido en mi vida miserable más allá de Trujillo a comprar telas al mercado de los jueves… ¡Qué voy a saber yo!
Estando en esta conversación, regresó frey Francisco visiblemente azorado.
—No se despacha aquí —anunció—. El Rey nuestro señor hállase en Segovia. Aunque es noche cerrada, hemos de continuar el viaje hasta allá. No es cuestión de demorarse. Los secretarios nos aguardan con impaciencia. Pernoctaremos por el camino en cualquier sitio y, mañana, si Dios quiere, podremos presentarnos para ventilar los asuntos que nos traen.