6
Tamaño disgusto se hizo sentir pronto en la vida de la familia. Muy lejos de cambiar sus hábitos, Maximino se volvió aún más taciturno y reservón. A mí me retiró del todo la palabra. Sentarse con él a la mesa cada día resultaba tan penoso como un velatorio. Bajaba mi hermano la cabeza y no abría la boca sino para llenarla de comida, o apurar vaso tras vaso. Pues no mudó lo más mínimo su vicio, más bien agravóse en él. A menudo llegaba muy tarde, tambaleándose. Buscaba yo encontrarme con la mirada de sus ojos vidriosos y apesadumbrados, y él rehuía todo trato. Manifestábame manso, humilde y considerado, para no herir más su pundonor, por si lo que le pasaba era a causa de la vergüenza. Pero no se daba por resarcido. De manera que cada vez veía yo alejarse más la ocasión de enmendar el acaecimiento del día de la cacería.
Hablé con mi señora madre del asunto, con mucho tiento, para no hacerla sufrir. Era ella tan perspicaz, que ya se había percatado por sí misma de lo que sucedía entre nosotros, sin necesidad de que nadie le diera explicaciones.
—Me temo que lo de Maximino es asunto muy enredado —me dijo circunspecta—. A tu hermano se le metió el demonio en el cuerpo cuando perdió su pierna en Bujía. Es muy duro eso para un hombre. ¡Mala hora aquélla! Aquí no queda más que conformarse cristianamente. Si Dios quiere, será el tiempo lo que sane su alma. Pero no te afanes tú en lo que no está en tus manos, pues no harás sino empeorar las cosas.
—No podemos quedarnos así, mano sobre mano, madre —repliqué—. O Maximino acabará echándose a perder sin remedio.
—No todo en la vida tiene arreglo —observó resignada—. Ya puse yo el empeño de una madre para que tu hermano comprendiera que no iba por buen camino y, ya ves, nada logré. Dios te premiará a ti por haberlo intentado, hijo. No te exasperes por ello. A cada uno le corresponde vivir su propia vida y caminar por su propio camino.
—Pero… ¡madre!, cómo voy a estarme así en la casa, día tras día, sin que mi propio hermano me dirija la palabra. ¡Es un mal ejemplo para sus hijos y para toda la servidumbre!
—Déjalo estar, hazme caso, Luis de María. Déjalo o no harás sino empeorar la situación. Tú atiende a lo tuyo y procura no tener pendencias con él. Disfruta de la vida, hijo mío querido, que bastante sufrimiento has tenido en tu cautiverio.
Dicho esto, me besó con mucha ternura. Y mientras sentía su abrazo, comprendí que el corazón de una madre alberga siempre su propio padecimiento por los avatares de los hijos, así como una comprensión diferente, dilatada y sufrida de las cosas.
Andando el tiempo, empecé a tener la sensación de que a Maximino se le iba pasando el enojo. Obedecer el sabio consejo de nuestra señora madre resultó al fin ser lo más inteligente. Obraba yo como si nada hubiera pasado. Saludaba siempre con cortesía a mi hermano, le trataba con cariño y procuraba no inmiscuirme en sus asuntos, entretanto me dedicaba a los míos propios, cuales eran: ir de caza, visitar a parientes y amigos y gozar de una existencia tranquila, en tanto podía, contemplando el paso sereno de los días y las estaciones del año, en la hermosura de la ciudad o junto a la bella calma de los campos, dorados por el estío, húmedos en otoño, umbríos y verdes en invierno y exultantes de luz y color llegada la primavera. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
Pero, por ventura, no está nuestro camino en este mundo pavimentado únicamente con delectaciones y lisonjas, porque es menester cada día comprender que vivir no es tarea fácil y que aquí andamos sólo de paso.
Y a mí me llegaba la hora de emprender de nuevo la marcha.
No se había cumplido todavía un año desde mi llegada a casa cuando se presentó un correo que traía una carta muy historiada, con los lacres, sellos y adornos de la Orden de Alcántara, la cual, según dijo el mensajero, sólo podía ser entregada en persona y en privado al capitán don Luis María de Monroy; debiendo llevarse de vuelta el documento con acuse de recibo.
—Heme aquí —dije—. Soy el destinatario.
Abrí la misiva, delante de él, como me pedía. Y la leí inmediatamente:
Frey Francisco de Toledo, comendador de Acebuche, tesorero de Alcántara, a don Luis María Monroy de Villalobos.
Señor:
Según escribe el bienaventurado doctor san Hierónimo, ninguna cosa hay en la nobleza más digna de ser codiciada como que los nobles sean obligados a no degenerar de aquella virtud de sus hazañas pasadas; cuanto más vuestra merced, entre otros, por haber servido con mucho denuedo y valentía a las cosas de nuestra fe católica, trayendo a Su Majestad noticias de las malignas intenciones del turco de venir a poner sitio a la isla de Malta, lo cual le valió a la cristiandad gloriosa victoria en tan memorable jornada.
Y por cuanto se haya oído a la boca del ilustrísimo maese de campo don Álvaro de Sande contar en muchas y diversas ocasiones las penalidades sufridas por vuestra merced en el empeño de traer el aviso desde Constantinopla, donde erais cautivo, con muchos peligros y sacrificios, me complace por la presente cumplir el mandato del muy ilustre señor comendador mayor de esta orden y caballería de Alcántara, en la que tengo yo mi encomienda menor, rogándoos venir a este sacro convento de San Benito, por si Dios fuera servido y el capítulo lo tuviera por oportuno, andar los pasos prescritos para que vuestra merced vistiese el hábito blanco de esta venerable orden y lucir en los pechos la noble cruz flordelisada en seda verde de Alcántara para siempre servirla.
Además de por orden de mi señor comendador mayor, cumplo yo el encargo de escribir ésta por lo que me une a su excelencia el duque de Oropesa, don Fernán Álvarez de Toledo, mi caro hermano, en cuyo señorío y casa fue paje vuestra merced en su mocedad, por ser pariente de su ilustre esposa, doña Beatriz de Monroy.
Pues, noble capitán, por todo lo ya dicho, busque la más propicia y pronta ocasión para venir a esta santa morada respondiendo al llamado de tan venturoso y cristiano porvenir.
La vida de vuestra merced guarde y guíe Nuestro Señor.
De Alcántara, a 20 de octubre de 1567