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Obedeciendo al sabio consejo del portero, me acogí a la santa hospitalidad del convento. Acudía al rezo del oficio a las horas canónicas y me deleitaba escuchando el canto de los salmos por los freiles arriba en el coro, lo cual elevaba el alma y ayudaba mucho a rezar. Resonaban dulcemente las notas del salterio y a ellas se acomodaban las voces graves, melodiosamente aunadas, que sin ninguna prisa iban entonando los versos latinos en perfecta armonía, llenándolos de profundo sentido en cada alabanza, miserere o exaltación.
Como no estaba yo sometido a la disciplina de la regla monacal, disponía de todo el tiempo de la jornada para hacer lo que me viniera en gana. Aunque no podía penetrar en el reservado ámbito de la clausura, donde desenvolvían la vida cotidiana los freiles profesos y novicios, se me permitía recorrer los huertos, pasear por los claustros, así como salir y entrar en la hospedería, que era donde me aposentaba en una reducida pero confortable celda.
También, como oportunamente me recomendara el portero el día de mi llegada, pude acudir cada día a la biblioteca para entretenerme entregado a los muchos e interesantes libros que allí había. La misma regla de san Benito prescribe la lectura a ciertas horas de la mañana, todos los domingos y en las épocas de ayuno, por lo que los freiles consagraban una parte de su tiempo al trabajo de inclinarse sobre los grandes y gruesos códices que contenían obras de los Padres de la Iglesia, como asimismo las de los escritores profanos.
Trabé buena amistad con el bibliotecario mayor, frey Mateo de la Laguna se llamaba; era clérigo de mucha edad pero muy despierto y con una prodigiosa memoria. Nada más tener noción de que yo era un Monroy, se sorprendió mucho, como cuantos ancianos en el convento iban enterándose de mi apellido.
Por el bibliotecario supe muchas cosas de mis antepasados. Me contó la historia de don Hernando de Monroy, apodado El Bezudo, el cual fue hijo de don Rodrigo de Monroy y de doña Mencía Alonso de Orellana. Este aguerrido militar, famoso por su gran fuerza física, participó en la guerra de Granda con sus huestes y mesnadas, ganándose fama de buen luchador y arriesgado capitán. Resultó que este famoso caballero era mi tatarabuelo, por ser el padre de doña Beatriz de Monroy, mi abuela paterna.
Pero en el sacro convento de San Benito había dejado especial recuerdo aquel don Alonso de Monroy y Sotomayor, hijo del señor de Belvís, que llegó a ser clavero de la Orden de Alcántara, cargo que desempeñó hasta su muerte.
—¡Oh, cómo lo recuerdo! —me dijo frey Mateo—. Era el clavero un caballero alto de cuerpo y muy membrudo. ¡El hombre más recio que he visto! Llegó a ser famoso por su gran fuerza física, su habilidad con las armas y su indómito y rebelde espíritu, que le hizo enfrentarse nada menos que al Maestre de Alcántara, que por entonces era don Gómez de Solís, contra quien estuvo en lid por las rentas y beneficios de la Orden. ¡Qué tiempos aquéllos! ¡Guanta pendencia! Recuerdo que era yo apenas un muchacho imberbe de catorce años cuando conocí a don Alonso de Monroy, que ya peinaba canas, y era aún el más fornido caballero que pudiera verse…
Se me despertaba una gran curiosidad al saber esas viejas historias que nadie en mi familia relataba, supongo que a causa de cierta vergüenza por tratarse de una saga de pendencias sin cuento. Aunque ahora, pasado un siglo, ¿a quién podían perjudicar ya las banderías y guerras nobiliarias de los antepasados?
A finales de marzo regresó al fin el prior para celebrar la Semana Santa en el convento. Por entonces ostentaba ese cargo frey Miguel de Siles, el cual era hombre impetuoso, enérgico y autoritario. Me recibió en su despacho el sábado anterior al Domingo de Ramos y leyó delante de mí la carta que me envió don Francisco de Toledo, visiblemente admirado. Con agradable llaneza me dijo:
—El ingreso en nuestra Orden no ha de ser por motivos mundanos, como ganar una fortuna y gloria. La regla de san Benito que obedecemos nos manda seguir la única finalidad de la vida monástica: el perfeccionamiento del cristiano.
—Lo sé —asentí—. He venido aquí con el solo propósito de servir a Dios y a la causa de nuestro católico rey.
—Confío en que sea tu corazón el que habla y no tu boca sin la aquiescencia del fuero interno.
—Vuestra paternidad sabrá que he sido cautivo —le dije—. Quien ha padecido esa situación, con el sufrimiento que conlleva, y ha sobrevivido, no tiene en el corazón otra cosa que agradecimiento al Creador. No he venido aquí con ánimo de engaño.
—Buena cosa es eso, señor Monroy, y me alegra escucharlo en estos difíciles tiempos. No todos los jóvenes de nobles linajes acuden a vestir los hábitos de las órdenes de caballería con sinceras y pías intenciones; sino que abundan también pretendientes con otros propósitos de los que guiaron el pensamiento de nuestro fundador san Benito. A los conventos acuden toda suerte de náufragos de la vida; muchachos díscolos desechados por sus casas, mozos segundones enviados al claustro para que no graven las haciendas familiares y muchos aprovechados que pretenden el beneficio perpetuo de las encomiendas sin ánimo de virtud y piedad.
—No es mi caso. No he dado yo pasos algunos para buscar el ingreso en la Orden. Fue don Francisco de Toledo animado por mi general don Álvaro de Sande quien tuvo a bien hacerme la propuesta.
—Lo sé. —Sonrió por primera vez, aunque de forma levísima—. Ambos caballeros me han informado muy bien acerca de vuestra merced. Ya tengo noticia de que es disciplinado y capaz de sufrir abnegadamente cualquier contrariedad. Mas no basta eso para ser freile de esta santa Orden. Se precisa además conocer bien la Regla y manifestar como candidato el deseo ferviente de ingresar en esta religión y caballería. Por lo cual se impone un tiempo de noviciado, aquí, en el sacro convento de San Benito de Alcántara. Por otra parte, la existencia del claustro, con sus votos y ascetismo, la vida en común, reglamentada para el servicio de Dios y para el trabajo, y la disciplina severa, tienen que imprimir por fuerza en aquel que mora aquí una manera especial de ser.
—¿Cuánto ha de durar ese tiempo de noviciado que se pide?
—El que sea necesario. Para unos se precisa más tiempo y para otros menos. Pero, en todo caso, la estancia aquí no ha de ser menor a un año antes de profesar.
—¿Sin salir?
—Sin salir.
—¡Uf! —suspiré—. ¡Otro cautiverio!
—¡Ja, ja, ja…! —rió de buena gana él, por fin—. ¡No se desanime vuestra merced, hombre! ¿Qué es un año para la vida entera de un hombre joven?
—No sé… —repuse—. No creo que tenga yo vocación…
—¿Vocación? No siempre se ha de contar con vocación, pues son muchas las posibilidades que ofrece esta orden y caballería. Ya digo que la vida en el convento instaura una especial manera de ser en los caballeros. Creará determinados hábitos e inclinaciones, sembrará conocimientos, desarrollará facultades peculiares y desarrollará las privativas virtudes de vuestra merced. Aquí se perfecciona el uso de las armas, se aprenden la música y el canto, se desenvuelven diversos oficios en los talleres… Los hábitos no impiden a nuestros caballeros ceñir la espada, ni que entiendan de ganados, de comercio o del cultivo de los campos tanto como cualquier villano. Tenga vuaced en cuenta que la Orden cuenta con muchas encomiendas y haciendas para su gobierno. Los priores y comendadores deben ser caballeros instruidos en los negocios que han de tener entre manos. Por no hablar del asunto de la guerra. Si hemos de estar preparados para la paz, ¡cuánto más para la guerra!, que es el motivo que dio origen a esta orden y caballería ha cientos de años. Tenemos la obligación de defender la santa cruz frente a los infieles.
—Comprendo —observé, queriendo mostrarme sincero—. Pero he de decir con toda honestidad que no tengo intención de ser clérigo.
—No es preciso ser clérigo para ingresar en la Orden. De todos es sabido que en esta religión y caballería hay miembros laicos. Además, se pueden alcanzar los cargos en el gobierno de la misma sin ser clérigo. Sólo se requiere tal estado para los ministerios, digamos, eclesiásticos, como el de prior o sacristán. Los caballeros laicos pueden casarse. Además, Su Santidad Paulo III ya concedió a los miembros legos la relajación del voto absoluto de castidad hace más de treinta años.
—Eso ya lo sé, señor. Sólo quería manifestar mi deseo de ser caballero, mas no clérigo.
—Bien —dijo con solemnidad—. Dé vuestra merced por aceptada la petición. Ahora sólo falta que cumpla con lo que pide la Regla.
—¿Qué he de hacer? —pregunté.
—¿Está vuaced dispuesto a obedecer desde este momento a las leyes y jerarquías de nuestra religión y caballería?
—Lo estoy.
—Pues téngase, señor Monroy, por admitido en este sacro convento. A partir de ahora me debéis sumisión y obediencia.
—Conforme. Diga vuestra paternidad lo que se pide de mí —dije sumisamente.
El prior se fue hacia el amplio ventanal que se abría en una de las paredes de su despacho. Desde allí se divisaban las huertas, los campos y los montes.
—Son muchos los trabajos que puede hacer un novicio durante su estancia aquí, hasta el día en que se le haga miembro aspirante recibiendo el hábito. Además de aprender la Regla, rezar los oficios y cumplir con el horario mandado, es preciso practicar las artes de las armas, ejercitarse y acudir a la biblioteca. Por lo demás, ¿qué sabe vuestra merced hacer de particular?
—He sido músico —respondí—. Sé tocar diversos instrumentos, conozco la cifra y no se me da mal cantar.
—Humm… Buena cosa es ésa y de muy grande utilidad para un convento. Pero… —añadió pensativo— no es conveniente empezar la casa por el tejado. Aquí tenemos por norma dar comienzo a la vida monacal poniendo a prueba la humildad del novicio. Así que creo que le resultará más beneficioso a vuaced ocuparse en tareas menos elevadas. Se pondrá al servicio del freiré despensero en las cocinas.
—¿Eh? —repliqué contrariado—. Mi humildad está suficientemente probada. ¿Olvida vuestra paternidad que he sido cautivo? ¿Qué es eso sino ser esclavo?
—Pues, por eso mismo —sentenció impertérrito—, me parece que lo mejor será que se obligue vuestra merced a obedecer por propia decisión y convencimiento; no por fuerza de las cosas, que es a lo que se plegó entre infieles. Pues no es lo mismo humillarse por penitencia y cristiana obediencia que por no tener más remedio. ¿Comprende vuaced?
—Comprendo —asentí—. Hagamos como mande vuestra paternidad y no se hable más.
—Me alegro por vuestra buena disposición. Vaya pues al freile hospedero y que le aloje como a lo que es desde ahora; novicio de esta orden. Que ya mandaré yo que se le tenga por tal a partir de hoy.