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Siempre me apenará recordar el desdichado y fatigoso viaje que hube de hacerle padecer a Levana de regreso a España durante aquel otoño de cielos de plomo y espesas nieblas. Bien es cierto que pareció que la Providencia nos guiaba por los mares de Grecia a merced de vientos constantes y favorables. Tampoco hasta Sicilia se sufrió mayor contratiempo que algún leve temporal. Pero, en la travesía desde Nápoles hasta Valencia, hube de arriesgarme con desesperada resolución a tomar la única nave que se aventuraba a hacerse a la mar en tales alturas del año. De manera que nos embarcábamos en una vieja y destartalada carraca de treinta y tres codos de quilla y altísimo bordo, cuyas maderas crujían estremecedoramente.

Zarpamos con muy buen tiempo y nos alcanzó un viento largo que nos puso pronto a la vista de Cerdeña. Mas, no bien habíamos atravesado el estrecho de Bonifacio después de hacer la escala, cuando se armó una gran tempestad que nos obligó a amollar en popa, dejando correr el barco a sotavento peligrosamente, mientras la proa subía a los cielos y bajaba luego tan hondo que llegó a temerse que se quebrara la quilla por la mitad. Así transcurrió una noche completa, hasta que amainó el viento al amanecer. Pero a medio día nos alcanzó otra terrible borrasca que nos causó aún mayor pánico que la anterior. Entonces resolvió el maestre buscar abrigo en las Baleares para aguardar a que remitiera. Y no se pudo levar anclas hasta pasados seis días.

Milagro nos pareció alcanzar al fin el golfo de Valencia, cuando se contaba ya más de una semana desde que se declarara el mare clausum en las postrimerías de octubre.

Después de echar pie a tierra, de viaje por los montuosos parajes que hay hasta Madrid, no fueron mejor las cosas. Llovió frecuentemente y los ventarrones soplaban en los oteros pelados helándonos las carnes. Mi amada palidecía agotada, aunque no salía queja alguna de su bonita boca, sino que se manifestaba determinada a proseguir la marcha para no entorpecer mis planes. A pesar de lo cual, resolví que nos detuviéramos durante algunos días en Tarancón para reponer fuerzas.

Era diciembre cuando llegamos a las puertas de la Villa y Corte. Y no por ello acabaron nuestras fatigas, pues enseguida supe en los reales alcázares que Su Majestad se había ausentado para celebrar las fiestas de la Natividad de Nuestro Señor en Toledo. Nadie podía atenderme en su nombre, ya que los secretarios tampoco se hallaban en Madrid. Así que no quedaba otro remedio que aguardar a que concluyeran las fiestas.

A primeros de enero se anunció que el rey iba con toda su corte hacia el sur, para atender personalmente a los asuntos militares que requerían su presencia a causa de la guerra de Granada. ¿Qué hacer sino ir en pos de él para darle alcance?

Nos pusimos en camino, y en Oropesa nos enteramos de que Su Majestad había pasado por allí dos jornadas antes y que avanzaba por las sierras hacia Guadalupe para encomendarse a la Virgen en la empresa que se avecinaba. Así que apretamos el paso con el fin de darle alcance, temerosos de que prosiguiera pronto su marcha llevándonos sin resuello en pos suyo.

Poco antes de llegar a Guadalupe, desde un altozano que remontaba la calzada y que ofrecía la primera visión del monasterio abajo en la quebrada, me asaltó un arrebato de emoción cuando divisé en la distancia los campamentos y los reales estandartes.

—¡Su Majestad está en el santuario! —exclamé.

Hipacio se echó entonces de bruces al suelo y besó la tierra, feliz por encontrarse cerca de su casa.

Nada más llegar, busqué al prior para comunicarle la urgencia que traía de ponerme en contacto con los secretarios del rey. Y fui conducido ante don Francisco de Eraso sin dilación, así como estaba, con la suciedad de los caminos pegada al cuerpo y vestido con ropas poco presentables.

El secretario de Su Majestad se asombró cuando le expliqué quién era yo y lo que debía comunicar al rey sin tardanza. Cuando hubo comprendido mis razones, se le iluminaron los ojos y dijo con entusiasmo:

—Su Católica Majestad se alegrará mucho al saber que vuestra caridad está aquí.

—He de comunicarle el resultado de los negocios que me encomendó. Insisto en que nuestro señor me ordenó acudir a su augusta presencia en cuanto regresare a España.

—¡Naturalmente! —asintió con nerviosismo—. Su Católica Majestad tiene mandado que estos asuntos secretos se ventilen en su conocimiento directo. Iré a anunciarle lo antes posible que vuestra caridad está en Guadalupe. ¡Cuánto le placerá la noticia!

—¿Sabe vuecencia cuándo se me dará audiencia?

Se quedó pensativo y, después de observarme de arriba abajo, contestó:

—Ahora es media mañana. Su Majestad almorzará con sus íntimos después del rezo del ángelus y… ¿Quién sabe?

¡Vaya vuestra caridad a buscar ropas más adecuadas y póngase curioso! Yo le avisaré…

No me costó trabajo conseguir un hábito de Alcántara entre los caballeros de mi orden que acompañaban al séquito real. Acudí al barbero del monasterio y me arreglé el cabello y las barbas.

Nos hospedábamos en la minúscula alcoba que conseguí alquilar en un caserón que servía de fonda improvisada, pues no quise que se supiera por el momento que ella había venido conmigo.

Cuando Levana me vio de aquella guisa, se le arrancó una carcajada que me desconcertó.

—¿Me darás un beso? —le pedí.

—No uno, sino tres —contestó colgándose de mi cuello.

—Quisiera verte feliz —le dije.

—Todo esto resulta muy raro para mí —observó con deliciosa luz en la mirada—; pero confío en ti…

En tanta premura y excitación, su delicada presencia era para mí como un bálsamo.

Por la tarde, estaba yo en el claustro del monasterio aguardando a que se me dijera lo que debía hacer, mientras mi alma agitada pugnaba intentando poner en orden tantas emociones.

Entonces pasó por delante de mí la fila de monjes que acudían al rezo de vísperas. Delante iba la cruz procesional con los ciriales portados por los acólitos. El órgano tronaba ya en el templo y me alcanzó el aroma del incienso mezclado con el de la cera quemada. Me santigüé.

Mi hermano Lorenzo, que era sacristán mayor, dirigía el orden de la comitiva. Me vio y se aproximó a mí abandonando la solemnidad de la procesión.

—Sube al coro detrás de mí —me indicó.

Así lo hice, incorporándome a la hilera de la parte derecha, y avancé por el corredor para ascender luego por una escalinata que conducía directamente al coro. Las notas graves de la melodía se intensificaron cuando penetrábamos en la nave de la basílica, frente a la sillería.

Entonces advertí súbitamente la presencia de Su Majestad, que estaba arrodillado en un reclinatorio con la mirada fija en el altar mayor, apenas a cuatro pasos de mí, solo y sumido en la oración, como ausente, y me pareció percibir que ni siquiera reparaba en la irrupción de los monjes que comenzaban a entonar un solemne canto.

Se desveló en ese momento la imagen de santa María y me conmoví hasta lo más hondo. Los sahumerios aumentaron y ocultaron durante un instante la visión de la sagrada imagen, que no tardó en reaparecer como resurgida de una nube, saludada por un clamor de admiración y suspiros fervorosos.

El canto sereno y grave proclamaba:

… natura mirante, tuum sanctum Genitoren,

virgo prius acposterius, Gabrielis ab ore

sumens illud Ave, peccatorum miserere.

En la penumbra del templo, a pesar de las muchas velas y lámparas encendidas, parecía que Nuestra Señora brotaba de la nada, entre los humos, los resplandores del oro, la platería, las cintas, guirnaldas, flores, telas y bordados. Estaba la Virgen rodeada de exvotos de cera: cabezas, pies, manos y cuerpos; y de bastones, muletas, vendas, mortajas y cabellos cortados. Pero, de entre todo ello, me sobrecogía la visión de una infinidad de grilletes, cadenas y anillos traídos por los cautivos liberados del suplicio de sus prisiones tras reclamar el auxilio de la Virgen de Guadalupe.

En ese momento, los monjes entonaron el salmo:

Magníficat anima mea Dominum:

Et exultavit spiritus meus in Deo, salutari meo…

[Proclama mi alma la grandeza del Señor,

se alegra mi espíritu en Dios mi salvador…]

Se me saltaron lágrimas del agradecimiento y sentí calor en el alma, a pesar de que hacía un frío de enero que helaba los huesos.

Para mí era como si una parte de la vida se cerrase, siendo consciente de que una nueva puerta se me abría en ese preciso momento.

Concluido el rezo con las bendiciones, reparé otra vez en la inmediata presencia del rey. Era la señal que necesitaba para hallar la realidad implacable. Me pareció Su Majestad de aspecto muy severo, puramente humano, sin el adorno de la estampa que suponía indispensable en su augusta dignidad: vestido de negro riguroso, el rostro grave, las sienes de plata, pálido, la frente arrugada y aquellos ojos azules, tristes, ojerosos, extraños…