7

Resulta prodigioso comprobar en la vida de qué manera, a la par que unos caminos se cierran, se abren otros. Ya venía yo dándome cuenta de que, por mucho que pusiera empeño en ello, no hallaría en mi casa la paz y el acomodo que un hombre necesita para ser feliz. A mi hermano le estorbaba mi presencia. Aunque no hubiera discusiones entre nosotros —porque rehuía yo la ocasión de propiciarlas—, estaba a ojos vistas que él se encontraba incómodo teniéndome cerca. Sentíase tal vez juzgado por mí, y además empezaba a manifestar ciertos recelos porque tratara yo con su esposa e hijos. Lo cual era lo peor.

Mi madre me lo advirtió:

—Me temo que la distancia entre Maximino y tú ha de ir a más. Desde que recibiste esa llamada de los de Alcántara, está nervioso y mohíno. Le duele mucho que te hayan considerado tanto, cuando a él, pobre mío, los de Santiago le han cubierto de desprecios. El día que llegó la carta, al ver cómo nos alegrábamos todos, tu hermano sufrió mucho. Compréndelo, hijo, su honra está herida.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—¿Qué? ¡Dios mismo ha venido a poner remedio! ¡Ha sido como un milagro! ¿Qué has de hacer sino acudir a ese requerimiento? ¡Es toda una deferencia, hijo! Un privilegio que muchos quisieran para sí.

—No me había planteado tomar el hábito de Alcántara —repuse—. Me ha cogido de sorpresa…

—¡Pues he ahí el milagro! ¿Qué vas a hacer aquí? ¿Piensas pasarte la vida como un segundón, sin hacienda propia, sin beneficios, sin más oficios que la caza y los libros…? Por mucho que a mí, como madre, me duela tenerte lejos, ¿qué más se le puede pedir a la vida? Es el propio comendador mayor de la Orden quien te ha mandado llamar. Eso significa que te tienen en muy alta consideración. ¿Vas a despreciar la oportunidad?

Me quedé pensativo. Había sucedido todo de una manera tan repentina que apenas tuve tiempo para reflexionar. Me halagaba mucho aquella carta y, verdaderamente, era como si la solución de mi porvenir viniera sola a mis manos, como decía mi señora madre. Pero, a pesar de haber transcurrido ya casi un año, aún tenía presentes y frescas las fatigas de los peligros y cautiverios pasados.

Por otra parte, había algo que no dejaba de atormentarme. Bien sabía yo que, aunque mis hazañas me honraban —como bien manifestaba la carta de don Francisco de Toledo—, siempre pesaría sobre mí la sombra de mi larga estancia entre los turcos, el haberme dejado circuncidar y los procesos y acusaciones de la Santa Inquisición. Ello me había valido los rumores y las desconfianzas de algunos envidiosos de mi ciudad, los cuales, habiendo tenido noticias de mis prisiones, las habían divulgado por ahí, causándome mucho dolor y el desprecio de los que no querían bien a nuestra familia, como los Casquete. Temía que éstos, u otros de su misma condición, pudieran entorpecer mi futuro con malas artes, propagando infundios y ensuciando mi nombradla.

Estos y otros temores ensombrecían mi alma. Me costaba tomar una determinación y me pasaba las noches en vela, dando vueltas y vueltas en mi cabeza a mil preguntas: ¿qué había de ser de mi vida? ¿Debía ir a hacerme caballero de Alcántara? ¿Estaba ciertamente mi honra en peligro a causa de los cargos de la Inquisición? ¿Mejoraría o empeorarían mis relaciones con Maximino? ¿Hacía bien o mal estándome en mi propia casa?…

Padeciendo tal incertidumbre, y temiendo que me faltara el ánimo necesario para decidirme, resolví ir a solicitar el consejo de don Celerino, un sabio clérigo de edad provecta que fue mi preceptor en la infancia y del cual aprendí entonces no sólo a leer y escribir; sino todo un particular orden del mundo, los grandes hechos del pasado, las historias de ilustres hombres, las gestas guerreras de David, la destrucción de las murallas de Jericó, las leyes que dominaban los vicios humanos y los desórdenes que echaban a perder las vidas; todo entre antiguos fragmentos latinos de Demóstenes, Cicerón, Virgilio u Horacio y también de aquellas entretenidas obras de Sófocles, Aristóteles y Eurípides.

Nunca podré agradecer lo suficiente a la memoria de mi noble padre el haber tenido el acierto de ponerme a tiempo en manos de aquel hombre sabio, que supo como nadie inducirme a amar la recta virtud por encima de cualquier otra cosa mundana, por mucho que, mísero de mí, no fuera yo capaz de obedecer en mi azarosa existencia a todas sus buenas enseñanzas.

Vivía por entonces don Celerino casi retirado, en una pequeña casa cercana a la parroquia de San Bartolomé. Le cuidaba su hermana que se alegró mucho al verme.

—¡Dios sea bendito! ¡Si es el nieto de don Álvaro de Villalobos! —exclamó alborozada—. ¡Qué contento se ha de poner mi hermano!

Estaba ya casi ciego el viejo sacerdote, tal vez por tanto leer. Me apenó verle allí tan menguado, consumido, sentado junto a un ventanuco, con sus grisáceos ojos velados, el rostro blanco, macilento, y un acusado temblor en las manos.

—Don Celerino —le dije—, soy Luis María Monroy, hijo de don Luis, ¿se acuerda vuestra reverencia de mí?

Me buscó con la mirada estéril y extendió las manos sarmentosas.

—¡Ah…! ¡El cautivo! —exclamó—. ¡El cautivo liberado!

—El mismo —asentí, sorprendido porque supiera de mi peripecia.

—Déjame que te abrace, hijo —me pidió—. ¡Oh, qué crecido estás! —observó asombrado—. Supuse que estarías hecho un esqueleto… ¿Te daban de comer esos condenados moros?

—Claro, padre. De no ser así habría muerto. ¡Fueron tantos años…!

—Como tu abuelo, hijo. Te ha correspondido seguir la suerte de don Álvaro. Pero Dios ha cuidado de ti mejor que de él, por lo que me han contado. Ya que perdió él la razón en el trance. ¿Cómo estás tú? Ha tiempo que llegaste, según supe. ¿Por qué has tardado tanto en venir a verme?

—He tenido que visitar a toda la parentela —me excusé—. Perdone vuestra reverencia el retraso. Heme aquí.

—¡Ay, qué alegría me das! Para mí ya son pocas las nuevas… ¿Sabes cuántos años tengo?

—No, pero han de ser muchos, pues ya fue vuestra reverencia preceptor de mi señor padre, antes que mío y de mis hermanos.

—¡Ochenta! —dijo perdiendo los ojos ciegos en las alturas—. Cualquier día de éstos me voy… ¡Cuando Dios quiera! ¿Qué hago aquí ya?

—Ayudarme a mí, padre, pues necesito el sabio consejo de vuestra reverencia para saber qué he de hacer con mi vida.

—¡Anda! —respondió con circunspección—. ¿Así estamos, hijo? Pero… si lo tienes todo: nombradía, gloria y esa libertad que ahora estrenas como si fuera nueva. Deberías estar como pájaro al que le han abierto la jaula… ¿No eres feliz acaso?

—No es eso, padre. No me quejo. Cierto es que soy un hombre afortunado y doy constantemente gracias a Dios por haberme conservado la vida.

—¿Entonces?

—He de tomar una decisión muy importante y me atormentan las dudas. Necesito de vuestra sabiduría.

—Pobre de mí—repuso humildemente—. ¿En qué puedo yo aconsejar a tan noble caballero? No soy sino un pobre siervo de Dios que se ha pasado toda la jornada trabajando y sólo espera ya merecer el descanso del sueño. No valgo para nada…

Le conté todo lo que me había sucedido últimamente. Él me escuchaba con mucha atención, pensativo, mientras sujetaba entre los temblorosos dedos un pequeño crucifijo de plata. De vez en cuando, interrumpía mi relato para hacerme alguna pregunta. Me di cuenta de que, aunque su cuerpo estaba torpe y castigado por los muchos años, su mente permanecía despierta, con aquella agudeza que yo recordaba en él.

Cuando hube concluido, sin ocultarle nada de lo que me pasaba con mi hermano, le leí la carta que envió el comendador de Alcántara. Y entonces noté que se crecía, orgulloso, feliz porque le hubiera comunicado tan importante secreto.

—Humm… —dijo con espanto, poniéndome la mano en el antebrazo—. Si se enteran los Casquete de que te han llamado los de Alcántara les comerá la envidia… ¡Con la inquina que os tienen a los Villalobo!

—Nadie ha de saber que he recibido esta carta —le rogué.

—Descuida. Lo guardaremos como secreto de confesión.

—¿Y bien, don Celerino? ¿Qué piensa vuestra reverencia que he de hacer? ¿He de irme de mi propia casa?

Entrelazó los dedos con ambas manos, como tratando de frenar su acusado temblor y, solemnemente, sentenció:

—Horacio dejó escrito: Coelum, non animum mutant qui trans mare currunt (Los que corren tras los mares cambian de clima, mas no de ánimo). Y el gran Séneca dejó dicho: Felicitas non in loco sed in persona est (La felicidad no está en el lugar, sino en la persona). Quieren decir estos sabios pensamientos que la dicha no se alcanza por cambiar de lugar, de casa o de ocupación. Quien se lleva a sí mismo, lleva consigo su estado de ánimo. A pesar de lo cual, cierto es que, en un momento u otro de nuestras vidas, soñamos con algo que en el fondo sabemos falso: si yo me fuera a otra parte, si cambiara de casa, si comenzara de nuevo, si dejara atrás este o aquel problema…

—Comprendo eso que dice vuestra reverencia —observé—, pero siento que aquí no progresaré. Además, mi presencia puede empeorar las cosas en mi familia. Ya le he explicado que no pude enmendar a mi hermano… Y temo que las habladurías de unos y otros terminen perjudicándome.

—¿Recuerdas a Epicteto, hijo? —me preguntó.

—¡Cómo iba a olvidarlo! Vuestra reverencia nos hizo aprender de memoria sus sabios versos. En muchas ocasiones me han servido para conservar la calma ante las adversidades.

—En el último capítulo de su Enquiridión encontrarás la respuesta a esos temores que ahora te conturban, Luis de María. Verás de qué manera el filósofo te hará comprender que el entusiasmo unido a la paz del espíritu es la mejor forma para decidirse en cualquier determinación de la vida.

Se puso en pie, trabajosamente, meditó durante un momento, como recordando. Y después recitó de corrido, sacando el mayor provecho a su prodigiosa memoria:

Ya recibiste los preceptos todos

con que debieras tú de muchos modos

abrazarte, y con ellos defenderte

y en tu debilidad fortalecerte.

¿Qué otro maestro esperas

para desengañarte de quimeras?

Ya no eres niño, ya no eres mancebo,

pasose el tiempo de la vida nuevo,

vino la edad madura;

las canas no es color de la locura.

¿Por qué no te haces cuenta de estas cosas

y, siendo provechosas,

las dilatas, llevado de tu engaño,

de un día en otro, de uno en otro año?

¿No ves que no aprovechas ni mejoras

perdiendo, ciego, irrevocables horas?

¿No ves que de los hombres más vulgares

viviendo en ocio bruto no difieres,

pues no sabes si vives o si mueres?

Determínate ya para ponerte

en opinión de sabio, y de perfecto

varón, a sola la razón sujeto.

Propón por blanco a tu vivir lo bueno,

lo perfecto y lo santo:

lo respetarás tanto

que tengas por exceso y por pecado

el quebrantar su límite sagrado;

y cuando se ofreciere

cosa que por molesta te ofendiere,

o se ofreciere cosa,

por ser apetecible, peligrosa,

apresta tu valor a la batalla,

que igualmente en el bien y el mal se halla

mientras viva en la tierra quien es tierra,

y apresta tus defensas a la guerra.

Entonces el olímpico certamen

empieza enfurecido,

donde volver atrás no es permitido,

y viene a ser forzoso

el perder o ganar premio glorioso:

vencer o ser vencido,

premiado o abatido.

Ten aquestos preceptos

en la misma obediencia que las leyes

tienes de los monarcas y los reyes;

y advierte que no pueden ser violados

sin incurrir en culpas y pecados;

y, para obedecerlos, no hagas caso

de los dichos del vulgo novelero,

que ya dije primero

que cuidar dellos es cuidado vano,

pues no está el acallarlos en tu mano.

Cuando hubo concluido tan aleccionador recitado, me preguntó:

—¿Has comprendido?

—Sí —asentí—. Es verdad que nada dentro de mí va a cambiar aunque yo mude de lugar. Pero puede cambiar mi actitud, mi ánimo, si estoy resuelto a afrontar mi vida sin dejarme vencer por mis percepciones negativas o por las habladurías de la gente.

—Eso es —añadió—. Epicteto acaba de recordarte que a nadie debes culpar de tus desventuras, ni siquiera a ti mismo. En vez de formular quejas y buscar excusas, toma la realidad como es y endereza tu vida empezando por encaminar tus pasos hacia lo que se te pone por delante. Marcha pues a donde te parezca oportuno y no temas por lo que pueda o no pueda sucederte, pues eso sólo a Dios le corresponde saberlo.