28
Llegado el buen tiempo, dio comienzo el aparejo de las naves en aquellos puertos, como era costumbre por primavera. No sé cuándo ni de qué manera el secretario García Hernández hizo las gestiones oportunas para que sus agentes del arsenal veneciano nos proporcionaran una soberbia galeaza de alto bordo, así como las correspondientes naos que debían custodiar nuestro viaje, en número de cuatro, bien armadas y provistas de marinería muy ducha en el menester de marear por aquellas aguas tan frecuentadas por corsarios y piratas en los malos tiempos que corrían.
Navegose por el mar Tirreno con viento favorable, aún frío, del norte, que nos puso a la vista de La Morea mucho antes de lo previsto. Aunque, por esos caprichos del cielo, resultó luego que no podíamos acercarnos a tierra, ni a vela ni a remo, por venir un vendaval contrario de levante que levantaba olas altas como casas, las cuales amenazaban con arrastrar las naves contra las rocas antes de que los maestres pudieran gobernarlas y conducirlas a la dársena del puerto de destino, que era el de la isla que llaman Cefalonia.
Tras una pésima noche a merced del feroz oleaje, bajo una intensa lluvia que nos obligaba a achicar constantemente, amaneció al fin el cielo claro y remitió el temporal. La chusma entonces, encantada por verse salvada, apretó al remo con alegría, cantando, y pronto estábamos frente al muelle principal, donde el maestre solicitó los permisos para atravesar el estrecho que da paso a las aguas griegas, las cuales son del dominio turco.
Más adelante, en el puerto de Patrás, cumpliose con el primer cometido del viaje, cual era dejar allá a Juan Barelli para que iniciase su encomienda. Pero antes y con mucho disimulo, pues aquello estaba atestado de turcos, eché pie a tierra yo también y pude formarme una idea de la vida que se hace en esos puertos, donde, aun siendo mayoría de gente cristiana griega, el poderío del Gran Turco es tan grande y lo ejercen sus sicarios de tan cruel manera, que nadie se atreve a rechistar. Andan pues los naturales alicaídos, sumisos, y sin que se les vea alzar la voz a sus amos agarenos que se pasean altaneros por todas partes.
—Esto ha de cambiar —me dijo Barelli antes de despedirse, en el puerto—. Dios ha de querer poner fin a esta tiranía. Los demonios turcos han de sacar de aquí pronto sus sucios pies. Esto ha de volver a ser tierra cristiana.
—Plegué a Dios —recé—. Que a eso hemos venido, hermano.
—Y no han de temblamos las carnes a la hora de cumplir con lo que se nos manda. Que para eso somos freiles. Así que en Constantinopla nos volveremos a ver —dijo, con los ojos brillantes de intrépida emoción—. ¡Santa María te guarde!
—¡Y a ti, hermano!
Volví al barco y, desde la borda, le vi alejarse por las calles en cuesta, con paso decidido y alegre, con su hatillo al hombro. Le imaginé más tarde rodeado por sus oprimidos paisanos, alzándoles el ánimo, haciendo prender en ellos el ansia de libertad. Aunque me parecía la suya una misión casi imposible, presentí que un hombre como él, entusiasta y fuerte, sería capaz de comunicar mejor que nadie lo que Su Majestad pretendía: devolverle al Mediterráneo aquellos gloriosos tiempos del pasado, cuando los emperadores romanos cristianos eran dueños de Oriente y Occidente.
En los puertos de La Morea se nos juntaron otras naves que iban con el mismo destino que las nuestras. Todo el mundo por allí estaba revuelto y con miedo a cruzar el mar, pues se decía que, como no iban del todo bien las cosas entre turcos y venecianos, andaban muchos corsarios armando flotas al abrigo de las innumerables islas del Egeo para sacar ganancia. Con que, viendo que nuestras naos iban provistas de buenos cañones y aguerridos hombres, les pareció la mejor ocasión para emprender la travesía aunque tuvieran que pagar el alto precio que les pedía nuestro maestre.
Era el capitán de la flotilla un griego muy avispado, oriundo de Salónica, por lo que conocía esas aguas y todo lo que se movía en ellas como la palma de su mano. Y sacaba buen provecho de sus habilidades cobrando buen dinero por trasladar gentes y mercancías al Levante.
No bien caía la noche, mandaba que se apagasen todos los fanales y cualquier llama que pudiese arder a bordo. Y una vez que se había rezado la última oración del día, era capaz de ordenar arrancar el pellejo a quien alzase la voz o hiciese el menor ruido.
—Es en la noche cuando más peligro hay de que nos perjudiquen —decía.
Sería por eso que, en cierta ocasión, cuando surcábamos las aguas que se extienden entre la isla de Lemnos y el estrecho del Helesponto, en plena oscuridad, el susodicho maestre se puso muy nervioso y mandó que se diera la alerta en todos los navíos.
—Hay barcos cerca en buen número —me dijo—. Es preciso que se armen los hombres y se preste atención, en él mayor silencio.
—¿Y cómo sabes eso? —le pregunté muy extrañado, pues era noche sin luna, muy negra, y no se veía a dos palmos.
—¿No percibes el hedor? —contestó—. La chusma de las naves de guerra está tan podrida que el mal olor se extiende por el mar.
—No podría distinguirlo —observé—, puesto que también nuestros barcos apestan.
—Es un hedor distinto —precisó él—. Amigo, me he pasado la vida en estos mares y sé distinguir a diez millas de distancia a qué huele una nave griega, turca, española o veneciana.
—¿Y a qué huelen esas que dices que andan próximas?
—Turcas son y a chusma turca hieden.
Pasó la noche sin mayor novedad y, cuando amaneció, se vio venir en la lejanía a una escuadra de navíos.
—¿Te das cuenta, amigó? —me dijo el maestre—. Son naves de la flota turca. Pero nada hay que temer. Les pagaremos lo que está mandado y nos dejarán en paz.
Así fue. Cuando estuvieron a nuestra altura las naves turcas, nos cerraron el paso y nuestros barcos hubieron de detenerse. Enviaron entonces un caique para reclamar la tasa y cada uno de los maestres tuvo que cumplir con el trámite.
—Éste es el primer pago —me dijo el griego—. Más adelante, a la entrada del estrecho, habremos de detenernos y saltar a tierra para soltar otro impuesto en la fortaleza de Kalei Sultaniye, donde reside el bajá que señorea el paso de los Dardanelos en nombre del Gran Turco.
Cumplido este otro requisito, tal y como él dijo, nos adentramos a la caída de la tarde en el famoso estrecho. Sopló entonces un viento nordeste muy frío. Navegábamos viendo las hogueras encendidas en las orillas por los centinelas. Y por la mañana se vieron acantilados poblados de espesos bosques.
Cuando por fin se apartaron las dos riberas, entramos en un ancho mar gris, al que llaman el Euximo, donde se halla la isla de Mármara. Pusimos proa al este y el aire fue entonces cálido y quieto, de modo que hubo de hacerse el trayecto a golpe de remos. El agua estaba tan mansa que daban ganas de echarse a andar por encima della.
Era media tarde cuando negreó la costa en el turbio horizonte.
—¡Estambul! —gritó un marinero.
Todo el mundo corrió hacia la borda. Se divisaba el declive de una colina y el blanquear de una ciudad que parecía nacer al borde mismo del mar.
Mi alma se agitó. Volvían mis ojos a contemplar aquel lugar del que me ausenté cinco años atrás, en precipitada huida de mi cautiverio. El temor se mezclaba con la emoción.