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Puede parecer una extraña coincidencia, pero sucedió: no bien había transcurrido una semana desde que visité a doña Gracia Mendes en la Casa Roja, cuando murió.

Entre los judíos de Estambul cundió la tristeza. La Señora había llegado a ser una suerte de reina entre los hebreos de aquella parte del mundo. Todo Ortaköy se vistió de luto. Se hicieron largas honras fúnebres en las sinagogas y después el cuerpo fue embarcado en una galera fúnebre para ser trasladado a la Tierra Santa, donde sería sepultado junto al de su esposo.

Tres semanas después, para mayor consternación, murió el hermano del duque de Naxos, Samuel Nasi. De nuevo hubo velorios y solemnes funerales.

Isaac Onkeneira, que tenía cosas de sabio y aun de profeta, me confesó que había llegado a pensar que todo era obra de la Providencia Divina.

—Resulta ciertamente misterioso que hayan rendido las almas casi al mismo tiempo, después de haber recibido el aviso de tu rey —me dijo con mucha gravedad—. Parece que un mundo se cierra a la vez que otro se abre. Tengo la sensación de que se avecinan tiempos todavía más difíciles que éstos…

A pesar de que el venerable trujamán se sinceraba frecuentemente conmigo, me pareció que en su casa ya no me trataban como antes. Aunque me aseguró él que no le había contado ni siquiera a sus hijos quién era yo de verdad, para preservar mi seguridad.

En el pequeño despacho donde guardaba sus libros, me habló con el desconcierto grabado en el rostro:

—Todo esto me ha confundido. Veo que eres un hombre de buenas intenciones y nobleza de espíritu. Pero no puedo dejar de pensar en el lugar de donde vienes y todo lo que allí nos hicieron padecer a los judíos. Mi hija te ama sin saber la verdad sobre ti, y yo no quisiera verla sufrir…

Entonces le rogué que me permitiera estar una vez más a solas con ella.

—Si realmente estás enamorado de Levana—observó—, deberás contenerte. Ahora, con todo lo que ha sucedido, sólo puedes perjudicarla.

—¿Por qué?

—Porque es evidente que muy pronto te marcharás a España. Un hombre honorable no daña el corazón de la mujer que quiere.

—¡Nunca haría eso! He ido en serio con ella.

—¿Y qué pretendes? ¿Vas a llevártela a España?

—Creo que eso debe decidirlo ella. Por favor, déjame verla.

—¡Nos la robarás! —sollozó—. ¡No es justo!

—Déjame estar con ella sólo una vez más —insistí—. Te lo ruego.

—Anda, ve a la terraza —otorgó al fin, secándose las lágrimas—. ¿Quién puede contener el mar?

Subí llevado por mi ansiedad y saqué del bolsillo un collar de perlas que había comprado para ella. En mi arrobamiento, no reparé en que no estaba sola; ¡tan grande era el deseo que tenía de verla! Y tampoco fui consciente de que estaba muy enojada por el tiempo que había pasado sin que viniera a visitarla.

Su cuñada Ebru se me encaró:

—¡Eso no se hace! ¿Dónde te has metido durante la última semana, sinvergüenza?

—Tuve complicaciones —me excusé tímidamente.

Levana me miraba a los ojos de manera acusadora como si todo lo que había ocurrido fuera por mi culpa. Pero me sentí aliviado al darme cuenta de que no estaba enterada de los verdaderos problemas que me habían acuciado. Así que añadí:

—Se me embrollaron los negocios.

—Debes saber que no eres el único que anda enredando para casarse con ella —me espetó maliciosamente la cuñada.

Sin embargo, Levana, lejos de unirse a ella en contra mía, le gritó con enojo:

—¡Ebru, déjanos!

La cuñada se marchó refunfuñando. Y sentí un escalofrío de esperanza cuando mi amada sonrió haciéndome ver con sus brazos abiertos que me perdonaba.

—¡Qué dura es la vida, querida mía! —suspiré apretándome contra su pecho—. ¿Qué me importa a mí el mundo sin ti?

Ella se estremeció y después me apartó suavemente. Sin mirarme del todo a los ojos, con un tono inesperado que parecía pedirme angustiosamente la verdad, me preguntó:

—¿Te marcharás pronto?

—¿Por qué te importa eso ahora?

—Porque tengo un presentimiento. ¡Siento miedo! No lo puedo evitar.

—Oh, no, mi pequeña —intenté tranquilizarla—. No debes sentirte así. Yo estoy aquí y no te dejaré.

Una enorme y brillante lágrima se deslizó por su mejilla pálida. Me pareció una imperdonable crueldad tenerla engañada un solo momento más. De repente me afectó mucho ese llanto y decidí que debía contarle la verdad. Aunque primeramente era necesario serenarla.

—He traído estas perlas para ti —dije, poniendo el collar en su bonita garganta—. ¿Te gusta?

—¡Es precioso!

Me agradó que me mirara a la cara durante un largo rato sin hablar. Se palpaba las perlas en el cuello y sonreía, a pesar de que seguían brotándole las lágrimas de los ojos hinchados.

—¡Eres tan hermosa! —expresé con franqueza.

Nos abrazamos. Entonces me atravesó una sensación inmensamente agradable. Como otras veces, cuando estaba junto a ella era como si el mundo quedara cubierto por una bondad luminosa.

Pero ya empezaba a considerar que no era justo mantenerla en esa especie de nube. Así que le susurré al oído con cuidado:

—Debemos hablar ahora. He de decirte algo muy importante.

—Ya me he dado cuenta de que pasa algo malo. Mi padre está muy inquieto últimamente y sé que es por causa tuya. Por favor, dime de qué se trata. No soy una niña…

—Sentémonos ahí, querida —propuse señalándole un escaño que había al lado—. Necesito tiempo y tranquilidad para contarte muchas cosas.

Con todo el miramiento que me fue posible, dada su preocupación, le revelé quién era yo en verdad y los motivos ocultos que me habían llevado a Estambul. Como daba por concluida la misión, consideré que no violaba los juramentos hechos a Su Majestad siendo sincero con mi amada.

Ella me escuchó sin decir nada y su rostro fue demudándose hasta manifestar el horror, después lloró desconsoladamente y no consintió que la rozara siquiera cuando quise atraerla cariñosamente hacia mí.

—Lo siento… ¡Lo siento tanto…! —balbucí—. ¿Qué puedo hacer por ti, amor mío?

Se apartó de mi lado y fue hasta la balaustrada desde donde se contemplaba el Bósforo. Allí, dándome la espalda, sollozó:

—¿Por qué…? ¿Por qué…?

Fui hacia ella y le puse las manos en los hombros con delicadeza. Se estremeció, pero me permitió seguir a su lado.

—Querida —le dije suavemente—, mis sentimientos son los mismos. Nada cambia por lo que te acabo de contar. Aunque sé que resulta duro para ti, nuestro amor debe estar fuera de todo eso.

—¡Siempre he odiado las mentiras! —suspiró mientras seguía sin mirarme—. No puedo amar a un hombre falso.

—¡No digas eso, por favor! Trata de comprenderme…

—Lo nuestro no tiene futuro, ¡es absurdo! —se lamentó llevándose las manos al rostro.

—Podemos decidir… ¿No somos acaso libres?

—No, nadie es libre del todo.

—¡En mi corazón mandan Dios y yo! —manifesté con rabia.

—¿Dios y tú? —susurró con ironía—. Toda tu vida pertenece a la cristiandad y a ese rey tan poderoso.

—Toda no, querida mía. Aunque no puedas comprenderlo, ahora debes fiarte de mí. En mi mundo nadie se mete con los efectos más profundos del alma. ¡El amor es sagrado!

—¡Palabras que nadie cree en el fondo!

—No. Esas cosas las entiende todo el mundo en Oriente y en Occidente. Aunque es cierto que no se respetan en todas partes. Pero mis intenciones son puras, ¡te lo juro!

Gimió con visible confusión e intenté consolarla pegando mi pecho contra su espalda. Entonces se volvió y por fin me miró con dulzura, a pesar de tener los bellos ojos inundados de lágrimas.

—¿Qué voy a hacer contigo? —suspiró.

Me pareció que toda ella estaba creada para mi amor y perdí la razón. Me arrodillé a sus pies.

—¿Me odias? —le pregunté.

Negó con la cabeza. El sol de la tarde hacía resplandecer sus cabellos rubios y tuve la extraña sensación de que era como una aparición descendida de las alturas. La alegría de la esperanza me hizo temblar y le abracé las piernas; después me incliné y le besé los pies.

—¡Te amo, Levana! ¡Oh, cómo te amo! Haré todo lo que me pidas.

Se desmoronó y descendió hasta mi altura. Me cubrió de besos.

—¡Y yo a ti, vida mía! ¡Elokim el eterno ha de ayudarnos! ¡No me dejes, o moriré! Iré contigo a donde quieras llevarme…