TURDSVILLE

Twinkle y Karli iban delante hacia la puerta. Había una especie de glorieta, con la puerta de la tienda a un lado y la puerta del apartamento de arriba al fondo. En la puerta, alguien había clavado un cartel que decía ZONA LIBRE DE PUROS. Encima había un trozo de papel con las palabras «¡Tú no tienes perro, cabrón!», garabateadas en torpes y gruesas letras. Sobre el buzón había un cartel de hierro forjado que decía CHEZ CHIEN en letras góticas. Encima del buzón, alguien había grabado el mensaje:

Turdsville (Villa Mierda), mira dónde pisas
. A la izquierda del timbre había una pegatina, una foto de un perro alsaciano y las palabras: ¡Venga, arréglame el día! Alguien le había pegado dos ojos azules humanos al perro.

Twinkle llamó al timbre.

No se oía sonar el timbre, había que creer que funcionaba.

Ninguna respuesta.

Mandy estaba de pie junto a Twinkle y yo detrás. Beetle seguía sentado en la furgoneta, mirándonos por la ventanilla. El arma estaba caliente en mi bolsillo, pero aquello no mitigaba el miedo. Yo no podía dejar de temblar. Twinkle volvió a llamar al timbre, y esta vez mantuvo el dedo apretando.

Tampoco hubo respuesta.

—Quizá no estén en casa —dijo Mandy.

—Sigue llamando, Twink —le dije.

Twinkle llamó.

No hubo respuesta, así que ella levantó el buzón y gritó:

—¿Hay alguien en casa?

Nada.

Hasta que la puerta se abrió ligeramente, sujeta por una gruesa cadena. Dos oscuros y húmedos ojos nos miraron fijamente.

—¿Qué quieren? —gruñó una voz profunda—. ¿Qué quieren?

Era fácil imaginar la baba cayéndole mientras hablaba.

Twinkle se irguió como una auténtica estrella para la ocasión.

—Tenemos una perra joven —dijo—. ¿Quiere comprarla?

Hubo una pausa. Los ojos caninos se elevaron para mirarme a mí. Yo le sonreí.

—Oigámosla —ladró la voz.

Twinkle apretó a Karli contra el hueco de la puerta y dejó que la escuchara. Aquella perra aullaba como una diosa del sexo, como una estrella del Pornovurt, como Cinders en una escena de cama digna de un Oscar. El perro de la puerta también gemía, lleno de celo y de deseo. Desapareció un segundo y luego la cadena se soltó y la puerta se abrió como un bostezo a una atmósfera de aire rancio. Se oían las cerraduras empapándose y volviéndose resbaladizas. Entonces notamos el olor. El pestazo abrumador a perro.

Entramos. El perro de la puerta nos tenía atrapados en un oscuro y angosto espacio. Tras él, un tramo de escaleras se desvanecía en la oscuridad. El hedor era denso, casi tenía consistencia física, y los ojos del perrohombre destellaban frente a los míos. Karli subió las escaleras, Twinkle sujetaba fuerte la correa, tirando de aquella perra y obligándola a pararse en sus aullidos en el escalón de en medio.

El perro de la puerta tenía un componente canino muy fuerte. Estaba de pie sobre dos fuertes patas traseras, y eso era lo más humano que tenía. Tenía el morro largo y manchado de barro. Los dientes se apretaban en su mandíbula y sus labios rosados babeaban un baño de espuma. Nos cacheó a todos en el pequeño vestíbulo. No les encontró nada a Mandy y a Twink, pero a mí me encontró la pistola. Apartó el arma con sus torpes zarpas y la colgó de un perchero, luego nos condujo por la oscura escalera, detrás de Karli.

—El piso de arriba —gruñó.

Yo di un paso adelante y noté el leve sonido de algo blando que se aplastaba bajo mi pie.

¡Ah, no!

Las escaleras estaban cubiertas de mierda de perro.

Mis zapatos también.

Así que seguí a Twinkle como un mal bailarín, un pie aquí y otro allá, entre cagadas de perro, subiendo hacia el sombrío rellano.

El tramo superior llevaba directamente a la cocina. A lo largo de una pared estaban clavados los cadáveres de docenas de serpientes oníricas, destellos de verde y violeta. Había tres perrohombres comiendo allí, en unos cuencos sobre la mesa. La estancia estaba oscura, pero se olía la carne que comían y algunos trozos caían al suelo mientras ellos babeaban. El olor era dulce en mi nariz, pero yo no podía entender por qué. Ciertamente les producía algún efecto: cuanto más comían, más aullaban. Uno de ellos se cayó al suelo, aterrizando sobre su propia mierda. No pareció molestarle, se quedó allí rodando, como si se hubiera sumido en una especie de trance.

No creo que ni siquiera se dieran cuenta de que estábamos allí.

Karli husmeó la cocina y luego corrió fuera de la habitación, siguiendo un rastro oloroso más suculento para un perro, y luego subió el siguiente tramo de escaleras, con Twinkle sujetando firme la correa.

Yo me quedé allí un momento, con Mandy detrás. A mi izquierda había una puerta cerrada. La puerta que quedaba frente a mí estaba entreabierta y yo la empujé para abrirla del todo. La habitación estaba bañada en oscuridad y llegaban ondas de olor a sexo canino. Una sola vaharada y yo ya había vuelto a aquel Vurt rosa, Perra en Celo, con Cinders incitándome. Y cuando ella me devolvió la mirada, ya no era Cinders, ni Desdémona; era el Gato Cazador, sonriendo en unos ojos de perro.

No.

Ahora no. Haz esto solo. Sin plumas.

Me obligué a aterrizar.

Había una chicaperro solitaria echada en una alfombra negra, con su larga lengua lamiéndose entre las piernas abiertas.

La habitación olía a porno. Pornoperro. Porno para la nariz.

La chicaperro me miró.

Tenía los ojos del azul humano más brillante, clavados en medio del rostro peludo.

Yo no podía mirar aquellos ojos.

Cerré la puerta suavemente y me volví a la puerta de la izquierda. Mandy ya no estaba conmigo. ¿Dónde estaba aquella chica? No importaba, lo haría solo. Tenía que comprobar cada habitación. Seguir buscando...

Un leve ruido. ¡Allí! ¡Escucha! Un leve ruido que llegaba casi perdido entre los aullidos de la cocina. Pegué el oído a la puerta de la izquierda. Allí estaba. El ruido de la carne alienígena rebelándose, irritándose contra el planeta Tierra.

Abrí la puerta.

Lentamente.

Hazlo despacio, contén el aliento, no pierdas la calma.

Entré en la habitación.

Olía a carne pasada, una vaharada rancia que se aferraba a los sentidos, despertando ideas de muerte.

La Cosa estaba en la habitación.

La oía llamándome en aquella lengua extraña.

La habitación estaba oscura, oscura como el resto, pero yo podía distinguirla, su grueso abultamiento. Las cortinas estaban echadas y solo se veía una pequeña franja de la calle. En las sombras vi una fina forma que se movía. Estaba inclinada hacia la Cosa. Un tenue resplandor salía de entre sus dedos. La forma se movió ligeramente cuando yo entré, levantando la cabeza hacia mí, y vi su morro babeante, un lento giro de su delgada y larga cara.

La forma aulló en tono agudo.

Mis ojos se adaptaron a la oscuridad. Era un joven cachorro y estaba acuclillado sobre una cama. La Cosa estaba atada a la cama con viejas correas de perro. El chicoperro tenía un cuchillo en las zarpas y estaba cortando pedazos del estómago de la Cosa. Junto a la cama había un cuenco con un poco de carne. Mi mente saltó a la cocina, a lo que había visto al pasar, los perros comiendo y el dulce aroma de aquella carne.

Súbito destello de la memoria de mí en el pasado real, la Cosa pesando sobre mí, aquel aroma dulce que desprendía su piel.

¡Aquellos perros estaban comiéndose a la Cosa! Pedazo a pedazo. Dejando que se regenerase entre comida y comida. Y luego volvían a cortarle más músculo, y emprendían aquel viaje sin plumas hacia Vurt, directo a la carne.

Algo estalló en aquel momento. Algo ocurrió.

No sé muy bien qué. Pero yo sentí el filo de un cuchillo en el brazo, un poco más allá del codo. No me dolió. Aunque vi la sangre brotando de la manga de la chaqueta. El chicoperro aullaba cuando lo cogí.

¡Vete volando a tomar por culo, perro de mierda!

El chicoperro produjo un ronco sonido contra el papel de la pared y luego se deslizó y se desmoronó. Se quedó allí, roto, gimiendo.

Me dirigí a la Cosa. Ahora empezaba a dolerme el brazo, pero conseguí vendármelo bien cortando los jirones con el cuchillo del pan. La Cosa no se movió. Ni siquiera emitió un ruido. Se limitó a quedarse allí, acobardada. Había perdido mucho peso en las últimas semanas, se la habían comido; su metabolismo alienígena batallaba duramente contra aquellos cortes, pero no conseguía reanimarse. Desaté las correas de la cama y luego las envolví en torno a su blando cuerpo, formando una especie de arnés. La Cosa estaba murmurando, en aquella espesa lengua suya. Le cosquilleé el estómago, donde le gustaba. Tal vez eso la calmó. Estaba tan delgada que me pareció que casi podía llevarla yo solo, así que deslicé las correas alrededor de un hombro y luego el otro, respiré hondo y la levanté.

La tenía allí encima, libre, con su voz alienígena llamándome. No entendía una palabra, pero sonaba reconfortante, como si estuviera contenta de que la llevara en brazos.

Volví al rellano para buscar a Twinkle y a Karli.

Desde el siguiente tramo hasta el piso de arriba. Otras dos puertas esperando. Habían limpiado la habitación hacía poco y era un agradable cambio pisar ligeramente, sin mierda. De todas formas yo ya estaba cubierto de mierda. Una nota clavada en la escalera decía: «Nada de patas sucias a partir de este punto. ¡Tú tampoco, Slobba!». Era la letra de Bridget. Las dos puertas estaban cerradas, pero la que había enfrente tenía una luz azulada en torno a la jamba. Y me llegaba el más tenue olor a perro, mezclado con flores.

La Cosa me pesaba en la espalda.

Oí la última balada de amor de Dingo —«Venus de pieles»— sonando suavemente.

Y luego la voz:

—¿Eres tú, Scribble?

La voz de Bridget tras la puerta.

Tenía a la Cosa. Tenía la Amarilla Rara. Podría haberme largado de allí.

En vez de eso, seguí adelante.