DEL LAVADO DE LOS RASTADROIDES
Hermano y hermana volviendo a casa de un club; sin furgoneta, horas más tarde de que haya pasado el último autobús, sin dinero para un taxi X. Estábamos a medio camino de Wilmslow Road cuando oímos un grito. Una mujer gritaba y nosotros íbamos en esa dirección; era una pelea a puñetazos.
Un tipo agarraba a la mujer y la sacudía. Ella gritaba una y otra vez, con la cara vuelta hacia el indiferente tráfico.
—¡Suéltame! ¡Deja de pegarme! ¡Me está pegando! ¡Quitádmelo de encima!
—Creo que deberíamos parar —dijo Desdémona.
—¿Qué?
—Creo que deberíamos hacer algo.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté, esforzándome por poner una voz calmada y dura, pero sin ningún éxito.
—Acabamos de encontrar a esta mujer, tío —dijo el tipo, un negro—. Nosotros solo íbamos conduciendo.
Su coche estaba aparcado delante de un pequeño callejón, con una rueda encima del bordillo de la acera. Otro tipo, blanco, se inclinaba sobre el volante. Había una mujer en la parte de atrás que parecía acunarse hacia delante y hacia atrás como apresada por una serpiente.
—Estaba gritando en la calle —dijo el negro—. Gritando sin más... ¿entiendes?
—Es mentira —anunció Desdémona, y no era precisamente agradable.
—¡No miento, joder!
—Entonces, ¿qué pasa? —pregunté, aún temblando, solo por complacer a mi hermana.
—Yo solo intentaba ayudarla —empezó él, pero creo que se puso nervioso, porque justo en aquel momento la mujer logró zafarse de su presa y echó a correr hacia la calzada, por donde venía un coche. El coche frenó ruidosamente, las ruedas se deslizaron. Conducía bien, pero no tanto. El coche golpeó a la mujer. O mejor dicho, la mujer chocó con el coche, casi se tiró contra él. Se cayó, la cara contra el asfalto, y así se quedó durante unos dos segundos. Luego volvió a levantarse, golpeando otros coches que pasaban junto a ella despacio, con caras asustadas asomando por las ventanillas.
—¡Socorro! ¡Ayúdenme! —gritaba ella.
Nadie se detuvo.
¿Quién coño se para hoy día?
Los conductores me miraban como si yo fuera un villano implicado en la historia. Era una sensación extraña. Uno de esos momentos que crees que recordarás siempre, pero luego se desvanece. Hasta que llega el día en que ya no tienes nada que hacer excepto enumerar tus recuerdos, ningún lugar donde vivir si no es en su interior.
El aire de la madrugada era brumoso y sereno; faltaban horas para que brillara la luz del sol.
La mujer que gritaba ya estaba a kilómetros de distancia, según parecía, casi en el semáforo siguiente. Yo oía los frenazos de los coches por encima de sus gritos.
El negro seguía allí de pie, saltando sobre un pie y luego sobre el otro, mientras su furia iba tomando cuerpo. El blanco seguía sentado en el coche, masticando chicle.
Desdémona había abierto la puerta de atrás e intentaba ayudar a la tambaleante mujer.
—Habría que llamar a la poli, Scribb —dijo Desdémona desde el asiento trasero—. La chica está mal. Se ha emplumado con algo. No puedo moverla.
—Creo que no hará falta —contestó el negro, acercándose a mí. Tenía los puños cerrados y una expresión muy clara en la cara, la idea de que producir dolor era un placer para él.
Yo retrocedí hacia el coche.
—¿Te están molestando esos tipos? —oí que le preguntaba Desdémona.
La chica comatosa no dio ninguna respuesta. La otra, más allá, en la calzada, seguía gritando por las dos.
—Des —susurré, intentando atraer su atención. Mi hermana no contestaba, así que yo me volví rápidamente, intentando sacarla de allí. Pero ella estaba demasiado ocupada como para preocuparse de mí; demasiado ocupada rebuscando en el bolso de la otra mujer.
—¿Qué estás haciendo, hermana? —le pregunté.
—Buscando una dirección. Creo que estos hombres están utilizándola.
—Muy bien, hermanita. Hay un tipo peligroso ahí fuera.
—¡Mantenlo alejado, Scribb! —dijo mi hermana.
El negro estaba más cerca y blandía los puños, lo bastante cerca como para hacer daño en la blanda carne de una cara.
Sirena de un coche policial a lo lejos.
Los puños vacilan.
¿A veces no adoráis a los polis, aunque hayan hecho daño a algunos buenos amigos vuestros?
Porque a veces, solo muy ocasionalmente, aparecen en el lugar adecuado y en el momento adecuado. ¿No os caen bien entonces?
Sirena de policía sonando. Y el negro que retrocede, solo un paso. Luego otro.
Luego echa a correr.
¡Se larga!
El blanco arranca el coche.
Desdémona estaba medio dentro, medio fuera del coche.
—¡He encontrado algo! —exclama. El coche empieza a moverse y Desdémona se desploma sobre la acera.
La sirena estalla en mi cerebro mientras la furgoneta de la poli aparca frente al coche, con las ruedas chirriando, bloqueando la huida.
Y aunque el cuerpo de mi hermana estaba en el suelo, y era evidente que sufría, y aunque el sol ni siquiera se había despertado ni mucho menos salido, vi que ella agarraba algo con fuerza. Parecía plumoso, y tenía un color amarillo brillante cuando cruzó el aire hacia su bolsillo.
Si lo hubiera sabido. Si...
Suze y Tristán estaban lavándose el pelo, es decir, el pelo del otro, su cabellera compartida, mientras escuchaban mi historia.
Mandy estaba otra vez despierta, sentada en el suelo, jugando con el enorme cachorro canino. Algo en el cuerpo del animal me incomodaba; la forma en que los huesos de plástico brillaban a través de la tirante piel que le cubría la caja torácica. Suze llamaba Karli al animal.
Beetle aspiraba una pipa de agua y sus ojos derivaban hacia otros mundos mientras el agua se agitaba en burbujas de Niebla.
Yo estaba atrapado en el sillón de orejas, drogado por el humo, fascinado por el ritual.
Suze mojaba los mechones rasta entrelazados. Añadiendo hierbas al agua, lograba una untuosa mezcla de espuma de jabón que brillaba con su perfume. Era como si pudieras ver aquel olor. Luego untaba aquella espuma en cada grueso mechón de pelo, uno a uno, desde sus raíces a las de Tristán, hasta que toda la cabellera se había convertido en un arroyo jabonoso. Era hermoso contemplarlo y Tristán sonreía todo el tiempo.
—Es un privilegio poder ver esto —dijo Suze en un susurro.
—Es una buena historia, Scribble —dijo Tristán—. ¿Quieres continuar?
Tenían los párpados entornados por el placer del baño de champú y era como contemplar una escena de sexo. Sexo con drogas.
—Es precioso —susurró Mandy.
Yo oía los sabuesos aullando al otro lado de los muros.
—No te preocupes por ellos, Scribble —dijo Tristán en tono de ensueño.
Desdémona y yo volvimos a Rusholme Gardens, manoseando la pluma.
Beetle y Bridget habían salido toda la noche, hasta la mañana siguiente, viajaban en la furgo para ir hacia el sur a una fiesta Vurt, a establecer contactos y buscar suministradores. Los polis habían anotado algunos detalles y nos habían declarado inocentes. Estábamos otra vez en casa y todo era nuestro: el apartamento, la pluma, el amor.
—¿Cómo se llamará? —preguntó Desdémona, haciendo que los destellos amarillos de la pluma brillaran bajo la lamparita de mesa. La pluma era un setenta por ciento Negra, un veinte por ciento Rosa y un diez por ciento Amarilla. En el cañón había una zona más pálida donde alguien había arrancado la etiqueta.
—Conéctanos, Des —le dije.
—¡Ah, no! —exclamó—. Solos no.
Seguía las normas de Beetle. Nadie va solo a Vurt. Por si acaso algo va muy mal por ahí.
—¡Venga! —supliqué—. Nos tenemos el uno al otro. ¿Qué puede pasar?
Nunca me perdonaré aquello.
—Beetle está haciéndolo —le dije—. Justo en este momento. En el sur. ¡Venga, vamos, hermanita! ¡Él está en una fiesta Vurt! ¡Con Bridget! Y claro que está haciéndolo. ¡En este mismo momento está en Vurtlandia!
—Nunca nos hemos hecho una Amarilla, Scribble.
Era verdad. Las Amarillas eran ultrarraras. Los seres de poca vida nunca podían con ellas.
—No es totalmente Amarilla —repliqué—. Solo tiene un poco de Amarillo. Mira, es poco. Es segura.
—¡Ni siquiera sabemos lo que es!
—¡Probémosla!
Ella se quedó mirando la pluma durante todo un minuto, sin decir nada, solo embebiéndose del arco iris de colores. Y al final, dijo:
—Probémosla, Scribb. —Era una voz suave. Y me miró con aquellos ojos hechos de ciruelas, ciruelas jugosas, y yo le robé la pluma de las manos.
Algunas cosas parecen estar totalmente predestinadas.
Y ella, mi hermana, abrió la boca, esperando la plumación. Estaba demasiado llena de amor como para resistirse, y yo la empujé allí, hondo en su boca, y luego en la mía, y así fue como perdimos a mi hermana. Desdémona la absorbió por completo, con el corazón.
Tristán destapó otro frasco y metió la mano, con los dedos bien separados. Y cuando la sacó, estaba cubierta de una especie de denso limo verde, como vaselina para el pelo, pero viviente. ¡Nanocham! Había leído algo de ello en la revista del Gato, pero nunca lo había visto antes. Aquellas máquinas minúsculas goteaban por sus dedos.
—Mirad esto —dijo.
Y con un amplio y sensual barrido, puso aquellas diminutas máquinas a trabajar en su pelo y el de Suze. Casi las oías alimentarse de la grasa y la suciedad. Nanocham era una base gelatinosa que contenía cientos de pequeños ordenadores. Convertían la suciedad en datos, procesaban el pelo limpiándolo y proporcionaban aquellas trenzas rasta de robot; el accesorio definitivo de los costrosos.
—Querida mía —susurró Tristán a su amada—. Este es el placer más dulce.
Suze se volvió hacia mí, sujetando un puñado de nanos.
—¿Quieres probar un poco? —me preguntó. Sus ojos conocían todos mis secretos. La sentí allí, dentro de mi cuerpo y era como si me acariciara. Tal vez Suze fuera una chicasombra. Pero no, no lo era, la sensación era distinta. Como si estuviera convirtiéndose en mí.
—De todas formas, el chico no tiene pelo —dijo Tristán.
Yo no pude responder. Ni siquiera podía mover la cabeza. Todo el aire se había convertido en humo. Tal vez la infusión de hierba me estaba provocando visiones. Vi una gruesa serpiente de pelo contorsionarse por entre las cabezas de un hombre y una mujer. Y las voces derivaban por allí como retazos de niebla, como ondas de conocimiento. Yo no sabía dónde estaba...
La gente hablaba a mi alrededor, hablaban de mí, pero nada parecía tener sentido. Yo solo sentía el cuerpo de Suze dentro del mío, tocándome cada parte. ¡Me estaba empalmando! ¿Qué era aquello? Las voces...
—Deberías...
—El chico...
—Poco champú...
—No tiene pelo...
—¿Eso es un corte de pelo?
—Es un corte cepillo.
¿Quién decía eso? ¿Y cuándo? ¿Y a quién?
Sentí una repentina mano viscosa que me tocaba el pelo corto y rubio.
Me estremecí al notar aquellos dedos hurgándome en la cabeza. ¡Dejadme en paz joder! Hasta que me di cuenta de que era mi propia mano. Yo me tocaba el pelo con la mano; mi mano había atravesado la niebla para tocarme el pelo.
—Ah, mira el chico...
—Está temblando.
—Se toca el pelo.
—Está nervioso.
—Ya no sabe nada.
Todas aquellas voces que me llamaban, a través de la bruma...
El mundo era solo niebla.
—¿Qué está haciéndome? —grité—. ¡Paradla!
Las voces se convirtieron en silencio y todos aquellos ojos se posaron en mí, y Tristán le dijo a Suze que dejara de jugar conmigo. Suze dijo que yo tenía el sueño dentro de mí, pero yo estaba fuera, y sentí que la sensación de felicidad palidecía al salir Suze de mi cuerpo.
¿Qué era aquella mujer?
—Cuenta la historia, Scribb. —Era la voz de Beetle.
Cayó la última gota y volví a ser yo mismo, con solo un espacio solitario en mi alma y una historia que contar...
La última vez que vi a mi hermana, en la realidad, estaba sentada frente a mí, en una mesa manchada de mermelada de manzana, con una pluma en la boca, esperando a volar. Yo, su hermano, era quien sujetaba la pluma allí, girándola dentro de su boca. Y luego la llevé a mi boca, y los ojos de Desdémona ya estaban turbios de Vurt mientras yo retorcía la pluma más hondo, para seguirla. Allí donde fuese, yo la seguiría. Lo creía de verdad.
Descendimos juntos, hermana y hermano, y caímos en Vurt, observando los créditos: BIENVENIDOS AL VUDÚ INGLÉS. SENTIRÉIS PLACER. EL CONOCIMIENTO ES SEXO. SENTIRÉIS DOLOR. EL CONOCIMIENTO ES TORTURA.
La última vez que vi a mi hermana, cerca, íntima, en el mundo Vurt, estaba cayéndose por un agujero del jardín, agarrándose a unas raíces amarillas, cortándose con las espinas, gritando mi nombre muy alto. Una pequeña pluma amarilla aleteaba en sus labios.
Le dije que no pasara por aquella puerta. Decía PROHIBIDO PASAR. Ella la cruzó.
Le dije que no entrara. Pero ella entró.
¿Habéis oído eso, todos mis jueces?
—Quiero ir, Scribble. Quiero que vengas conmigo. ¿Vendrás?
Esas fueron las últimas palabras que me dirigió mi hermana antes de que la pluma amarilla la empujara, y ella empezase a caer, llamándome a gritos.
Desdémona...
La habitación en silencio.
Más tarde, aquel mismo día. Horas incontables de humo, pero ahora la niebla caía, revelando diminutos fragmentos del mundo real. Aquellos atisbos fugaces se clavaban en los ojos como agujas. Yo ya no podía contar la historia; contarla era demasiado para mí. Temblaba por los recuerdos. Desdémona me dolía en el corazón.
Tristán rompió el hechizo.
—¿Viste otra pluma allí? —me preguntó—. ¿Es eso lo que estás diciendo?
Yo solo asentí.
A través de las lágrimas vi que Suze se había sentado a una mesita y que consultaba el oráculo. Agitaba una cajita de huesos y luego los dejaba caer sobre la mesa. En el tapete había una serie de cartas de figuras extendidas. Ella anotaba la carta que tocaba a cada forma de hueso y después volvía a tirar los huesos. Karli, la roboperra, volvía a lamerme la cara, como si me tuviera afecto o algo así. Tenía la lengua larga y húmeda, untada de nanos. Juraría que los sentía limpiándome la cara, llevándose toda la sal de las lágrimas.
—¿Era una pluma amarilla? —preguntó Tristán.
—Sí. Pequeña y amarilla. Totalmente amarilla —logré decir—. Era bonita.
—¿Quieres decirnos cómo la encontraste? ¿O qué pasó?
Yo no dije nada. Tristán asintió.
—Ya lo entiendo —dijo.
¿Lo entendía?
—Yo estuve allí —añadió.
—¿Qué?
—Yo estuve dentro del Vudú inglés.
—Cuéntamelo. —Ansiaba desesperadamente el conocimiento.
Tristán miró hacia donde Suze manipulaba las cartas y los huesos. Luego volvió a mirarme.
—¿Perdiste allí a tu hermana? —preguntó.
—Sí.
—¿Y qué obtuviste a cambio?
—No sé lo que es. Una especie de alienígena Vurt. Lo llamamos la Cosa.
Erré hacia atrás con la mente. Me vi despertando de la pluma de Vudú inglés, cubierto por el peso del barro. Con la Cosa retorciéndose sobre mí. Yo gritando, empujándola con todas mis fuerzas para salir de debajo, con las lágrimas cayéndome y un grito brotándome de la garganta. Mi hermana desaparecida para siempre, reemplazada por aquel montón de carne. Mi mundo se hacía añicos.
Tristán asintió.
—Los códigos de intercambio son complejos. Nadie sabe realmente cómo funcionan. Solo se sabe que hay que mantener un equilibrio constante entre los dos mundos, entre este mundo y el de Vurt. Ambos mundos siempre deben contener el mismo valor.
—La Cosa no puede ser tan valiosa como Des. No puede ser...
—En su propio mundo, la Cosa es tan querida como ella. Todo suma igual. El Gato Cazador lo dice. Créeme, el Gato lo sabe muy bien.
—¿Qué sabes tú? —le pregunté.
Tristán miró una vez más a Suze antes de contestar.
—Tu hermana tomó la Amarilla Rara.
¡Dios mío!
Hasta Beetle se agitó, saliendo del sopor de la Niebla.
—¡La Amarilla Rara! —exclamó—. ¡Mierda santa! ¡La hemos jodido, Scribble, chico!
—Es lo más probable —dijo Tristán—. La Amarilla Rara vive dentro del Vudú inglés. Es una metapluma.
De la Amarilla Rara se hablaba mucho, pero nunca se la veía ni experimentaba. Estaba arriba de los escalones más altos, donde solo habitaban los dioses y los demonios. Ningún ser puro podía tocarla nunca, pero Desdémona la había tocado y probado, y ahora ya no pertenecía a este mundo, y las posibilidades de hacerla volver descendían rápidamente hasta cero.
—¿Qué es la Amarilla Rara? —pregunté—. ¿Cómo puedo encontrarla?
—No puede encontrarse, Scribble —contestó Tristán—. Solo puede ganarse. O robarse.
—Desdémona está allí. ¡Sé que está!
—Lo más probable es que esté muerta.
Sus palabras me hirieron, pero yo no iba a abandonar.
—No. Ella me habla. ¡Está viva! Está allí, en alguna parte. Me está llamando. ¿Qué puedo hacer, Tristán?
—Renunciar.
—¿Eso es lo que hiciste? —pregunté, y vi que aquello le había tocado. ¡El había perdido a alguien! Había estado allí, en el Vudú, y había perdido a alguien a manos de la Rara. Lo vi en el dolor de sus ojos, como un espejo.
—No hay esperanza —contestó—. Créeme. Yo lo intenté.
—Entonces, ¿no nos ayudarás?
Tristán miró fijamente a Beetle. Luego se dio la vuelta, hacia Suze. Pasaba las manos por sus rizos unidos, casi como si quisiera comprobar que aún estaba allí, atada, segura. Suze cogió una carta de la mesa y me la mostró.
—Esta es tu carta, Scribble —me dijo.
—No. No es mi carta.
—Todavía no lo sabes.
Los primeros atisbos de la oscuridad surgían por las ventanas del apartamento, y yo pensé en Bridget y la Cosa, en que debía volver allí para ver cómo estaban. Y ahora todo se había acabado, y llegaba otra noche más sin amor.
—Bueno, ánimo, colega —dijo Beetle, con cierta amargura en la voz.
Supongo que pensaba en mí.
—Karli os llevará a casa —dijo Tristán.
—¿No os da miedo quedaros sin el perro? —pregunté.
Tristán abrió una puerta en la pared y salió un olor a excrementos y mal aliento, carne y orina.
Miré aquel lugar oscuro. Las paredes estaban cubiertas de arañazos y mordiscos. En las sombras había sombras más oscuras. Sombras durmientes, moviéndose y jadeando con un pulso lento. Cuando Tristán encendió una triste luz se oyó un largo gruñido y entonces vi a los perros, un dúo de piel rayada. Grandes bestias. Completamente sintéticas, con huesos de plástico.
—Robosabuesos —susurró Tristán—. Los padres de Karli. Cuidado, que muerden.
Entonces vi algo en Tristán, el vestigio de algo perruno.
—Estas son las joyas que nos mantienen a salvo —dijo.
—Joder...
—Sí. Benditos perros.