VIAJEROS FURTIVOS
Mandy salió de una de esas vurterías abiertas las veinticuatro horas, con una bolsa de la compra en la mano.
Cerca había un perro de verdad, de carne y hueso, de esos que ya no se ven apenas por ahí. Una auténtica pieza de coleccionista. Estaba atado al poste de una señal. El cartel decía PROHIBIDO PASAR. Acurrucado bajo el poste había un robot costroso. Tenía la cabeza llena de trenzas rastadroides y una sucia tarjeta escrita a mano: «Hambriento y sin techo, ayúdeme, por favor». Mandy, con pasos bruscos y sacudidas de cabeza, se escabulló dejándolo atrás. El costroso levantó su triste y breve mensaje casi imperceptiblemente y el escuálido perro mascota gimió.
Por la ventanilla de la furgoneta leí los labios de Mandy diciéndoles: «A la mierda, costrosos. Buscaos la vida». O algo así.
Yo estaba mirando todo aquello bajo el resplandor de las luces de la noche. Aquellos días resistíamos hasta las horas oscuras. Llevábamos material a bordo y era un delito grave; posesión de drogas vivas, una temporadita dentro, cinco años garantizados.
Estábamos esperando a la chica nueva en la furgoneta. Beetle, el escarabajo, iba delante, con los guantes de cuero de señora muy ajustados a los dedos, untados con vaselina Vaz. Le gustaba sentirse un poco grasiento cuando conducía. Yo iba detrás, sobre la cubierta de la rueda izquierda, y Bridget sobre la otra, durmiendo. De su piel se levantaban finos jirones de humo. La Cosa del espacio exterior yacía entre nosotros, retorcida sobre la alfombra de caucho. Chorreaba aceite y cera por todas partes, formando un charco con sus propios jugos.
Capté un movimiento en el aire, por encima del espacio del aparcamiento.
¡Mierda!
¡Un polisombra! Se proyectaba desde la pared de la vurtería, operando con sus mecanismos; haciendo fluctuar luces entre el humo. Y luego un destello anaranjado; un foco de la misma fase relumbraba en los ojos del polisombra. Atrapó a Mandy en el fulgor de su trayectoria, recopilando información. Ella se agachó para esquivar el foco, golpeándose de lleno contra las puertas de la furgo.
El perro aullaba al poli, asustado por las luces.
Yo abrí un poco las puertas, a la medida de una chica delgada. Mandy se deslizó dentro.
El perro fue a por las piernas del poli, dos puntas gemelas que acababan en pura niebla. ¡El animal estaba desconcertado!
Mandy me pasó la bolsa.
—¿Lo has pillado? —le pregunté, arrastrándola dentro.
Un destello color mandarina fulguró fuera, una luz ardiente.
—He encontrado unos tesoros —fue su respuesta, mientras pasaba por encima de la Cosa para entrar en la furgoneta.
—Pero ¿tienes lo bueno?
Mandy se limitó a mirarme.
Algo aullaba allí fuera. Volví la cabeza y vi al pobre perro en llamas, y al polisombra avanzando hacia nosotros y volviendo a cargar. Soltó un foco de luz concentrada e iluminó nuestra placa de matrícula, que era una simple serie de números al azar. No encontrarás eso en tu banco de datos.
Las puertas de la vurtería se abrieron bruscamente y un tipo joven salió tambaleándose, con aire asustado.
—Es Seb —susurró Mandy.
Dos polis lo siguieron afuera. En versión real. Polis de carne y hueso. Persiguieron a Seb hasta la valla de alambre que punteaba un extremo del aparcamiento de coches. Yo me volví hacia Beetle.
—¡Es un arresto! —grité—. ¡Venga, Bee! ¡Larguémonos de aquí!
Y nos largamos. Primero giramos, para alejarnos de los postes de hierro.
—¡Cuidado! —Esa fue Mandy, supernerviosa, mientras la furgoneta se precipitaba para atrás. Ella se cayó al suelo y aterrizó sobre la Cosa del espacio exterior. Yo estaba colgado de las correas. Brid se vio bruscamente arrancada de su sueño, con las pupilas contraídas por aquel despertar repentino. La Cosa envolvía a Mandy con seis tentáculos y ella gritaba.
La furgoneta saltó sobre la acera. Yo pensé que Beetle intentaba esquivar los focos, y tal vez fuera así, pero nosotros solo oímos aquel desagradable ruido sordo y un aullido cuando la rueda trasera izquierda sacó a aquella pieza de coleccionista de su desgracia.
El costroso lloraba inclinado sobre su perro y apretaba los puños contra el humo del polisombra cuando nosotros atravesamos aquel patio a toda castaña. La furgoneta describió un extraño círculo y yo lo vi todo deslizándose: el polisombra, el costroso, el perro muerto, hasta que Beetle recuperó el control. Mandy luchaba con la Cosa del espacio exterior, insultándola. Por encima del hombro de Beetle, vi acercarse la valla. Seb cayó al otro lado, a la vía del tranvía. Los dos polis de carne y hueso luchaban con la alambrada. Beetle encendió las luces, iluminándolos de pleno. Dirigió la furgo ilegal, la Stashmobile hacia ellos, a tope, gritando:
—¡Aaaauuu! ¡Mata a los polis! ¡Mata a los polis!
Los polis se cayeron de la valla. Sus caras a la luz de los faros eran algo memorable: polis de carne y hueso, cagados de miedo. Ahora corrían, alejándose de la furgoneta, pero Beetle ganó; dio un volantazo digno de una estrella de cine, en el último momento, recorriendo todo el aparcamiento con la Stashmobile, hacia la puerta. Los restos de mil viajes chocaban y golpeteaban contra el suelo mientras girábamos perversamente en forma de U hacia Albany Road y luego a la izquierda por Wilbraham Road. Un último atisbo por encima del muro de la vurtería y pude ver al polisombra destellando mensajes en el aire. El robot costroso era un montón de plástico y carne fundidos. Una sirena de policía ululaba en la oscuridad.
—¡Están aquí, Bee! —chillé—. ¡Acelera!
Beetle tomó la delantera a toda marcha. ¡Tío, volábamos! ¡Viajeros Furtivos! Llevándonos las plumas de vuelta al apartamento. El impacto aplastó a Mandy aún más adentro del abrazo de la Cosa.
Mandy le gritaba a la Cosa:
—¡Suéltame, joder!
Firmemente agarrado a la correa, solté la bolsa de la compra y, con la mano libre, hundí los dedos en el carnoso vientre de la Cosa, haciéndole cosquillas. Su único punto débil. ¡Cómo le gustaba! Su risa se arrastraba desde lo más hondo, desde miles de kilómetros. Empezó a retorcerse y Mandy consiguió liberarse.
—¡A tomar por culo! —Todavía temblaba por la lucha.
Por las ventanillas de atrás vi centellear las luces de un coche de la poli. La sirena sonaba fuerte, perforadora. Beetle giró por Alexandra Road sin reducir la marcha. Brid iba colgada de las correas, con un sueño desesperado y la piel llena de sombras. La Cosa del espacio exterior pedía a gritos un pico. Mandy se sujetaba con fuerza y yo había vuelto a agarrar la bolsa con mi mano libre. Beetle se sujetaba al volante.
Todo el mundo tiene que agarrarse a algo.
Alexandra Park era una oscura jungla que centelleaba por las ventanillas de la derecha. Estábamos rodeando Bottletown, la ciudad de cristal, y seguro que el parque estaba lleno de demonios: macarras, putas y traficas: reales, de Vurt o robots.
—¡El coche de la poli se acerca, Beetle! —grité.
—Agarraos, tíos —contestó, supertranquilo, dando un giro cerrado con la furgoneta, hacia Claremont Road.
—Siguen detrás —le dije, controlando las luces de los polis que nos seguían.
Beetle arrancó todo recto hacia abajo por Princess Road, hacia el laberinto del Rusholme. Los polis nos seguían, pero tenían tres factores en contra: Beetle conocía aquellas calles a la perfección, todas las piezas móviles del motor estaban engrasadas con Vaz y Beetle era un colgado de la velocidad. Nos agarramos fuerte mientras él daba una serie de malignos giros a izquierda y derecha. Era jodido sujetarse, pero no importaba.
—¡Venga, Bee! —gritó Mandy, que adoraba la aventura. Pasamos terrazas de estilo antiguo a ambos lados de la furgoneta. En uno de los muros, alguien había garabateado las palabras «Das Uberdog». Y debajo la frase: «Lo puro es pobre». Ni siquiera yo sabía dónde estábamos. Ese era Beetle. Conocimiento total, alimentado por jamacocos Jam y vaselina Vaz. Ahora nos llevaba por un callejón trasero, rascando la pintura de los costados de la Stashmobile. Muy bien. La furgoneta puede soportarlo. Una rápida mirada por las ventanillas de atrás; ahí iban los polis, acelerando, hacia la más estúpida y jodida nada. ¡Adiós, mamones! Salimos del callejón, y allí estábamos, en Moss Lane East. Beetle giró otra vez a la derecha, hacia casa.
—Un poco más lento, Bee —le dije.
—¡Puta lentitud! —contestó, abrasando el mundo con sus ruedas.
—Aquí atrás vamos como huevos, Bee —dijo Mandy.
Y el tío redujo un poco. Ya veis; algunas cosas hacían bajar la marcha a Beetle; la posibilidad de una mujer nueva, por ejemplo. Bridget debía de tener la misma sensación; estaba mirando con odio a la chica nueva y el humo le salía de la piel, mientras se esforzaba por sintonizar con la cabeza de Beetle. Creo que no llegaba demasiado lejos.
Daba igual.
Ahora nos movíamos más relajadamente, así que agarré la bolsa y vacié el contenido en la alfombra de caucho. Cinco plumas Vurt azules salieron flotando. Cogí unas pocas al caer, y leí las etiquetas impresas.
—¡Termopescado! —dije—. Vale.
—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Mandy.
Leí otra.
—¡Chupópteros! ¡Mierda! ¿Dónde está?
—La próxima vez, Scribble —dijo Mandy—, vas tú a comprar.
—¿Dónde está el Vudú inglés? Me lo prometiste. Creí que tenías contactos...
—Esto es lo que había.
Leí las otras tres.
—Cagada, cagada, no cagada, pero de todas formas parece un rollo. —Solté las plumas disgustado. Ahora flotaban por el interior de la furgoneta.
Los ojos de Mandy volaban de una pluma a otra mientras hablaba:
—Estas molan.
—¿Y el resto...? —pregunté.
—¿Qué quieres decir?
—Sin bromas. Todo. El Vudú inglés. Sácalo.
Una pluma azul había aterrizado en el estómago de la Cosa del espacio exterior. Uno de sus tentáculos fue a por ella. Sus dedos puntiagudos la agarraron y se abrió un agujero en su carne, un orificio grasiento. Giró la pluma con sus sensores y luego la metió directamente en el agujero. Empezó a cambiar. Yo no estaba seguro de qué pluma había cargado, pero por la forma en que movía sus sensores supuse que nadaba con el Termopescado.
Beetle miró hacia atrás, hacia el ruido de las ondas, y gritó:
—¡Está entrando solo! ¡Nadie entra solo!
Beetle tenía la obsesión de que nadie entrara solo en Vurt, en los sueños vurtuales. De que necesitabas ayuda, amigos dentro. Lo que quería decir en realidad era: ahí dentro me necesitas.
—Tranqui, Bee —le dije—. Tú conduce.
Solo para picarme arrancó bruscamente, pero yo iba bien agarrado a las correas. Sin problema.
Me volví hacia Mandy.
—¡Dámelo!
—¿Quieres? —preguntó Mandy.
—Quiero. ¿Has encontrado el Vudú?
Giramos a la derecha hacia Wilmslow Road, mientras Mandy sacaba algo escondido del interior de su chaqueta vaquera. Era una pluma azul. Totalmente ilegal.
—No, pero he encontrado esto...
—¿Qué es?
—Seb la ha llamado Mierda Craneal. ¿Crees que habrá conseguido escapar?
—Me la trae floja. ¿Es lo único que tienes?
—Ha dicho que era superbestia. ¿No te mola?
—Claro que me mola. Pero no es lo que quería.
—Pues enróllate.
—¡Mandy! —Estaba perdiendo el control—. Creo que no te enteras...
Su pelo rojo se incendiaba con cada farola que pasábamos; yo tenía que apartarme de las llamas.
Aquella chica nueva me podía.
En la parte de atrás de la vurtería, cuando era el momento, dijo Mandy, podías comprar una mezcla de licor. El jefe era Seb. El suministrador, según dijo Mandy. Trabajaba con material legal, y de pasada, un poco de refilón, tocaba los sueños del mercado negro. Eso había dicho Mandy. Así que mandamos a la chica nueva por el Vudú inglés. Y la chica volvió con cinco Azules baratas y una Negra mala. Todas juntas estaban a miles de kilómetros del Vudú. La chica había fallado.
La furgoneta se desvió bruscamente y todos fuimos a parar a la pared. La pluma negra se escapó de la mano de Mandy. La Cosa dio un manotazo para cogerla, pero estaba tan profundamente metida en la onda, apretada contra el costado del vehículo y con los sensores embotados, que falló en el intento.
Yo me apoderé de la pluma ilegal atrapándola entre las palmas de las manos. La furgoneta dio otro giro brusco, sin duda esquivando a algunos gilipollas cefalópodos. Beetle gritaba por su ventanilla:
—¡Malditos peatones! ¡Cefalópodos! ¡Ligad un coche!
Conducía como un insecto, sin pensar, solo reaccionando. Estaba supercolocado. Jamadores de córtex, o Jam. ¿Sabes cómo vuela una mosca? Siempre a tope de velocidad, y al mismo tiempo, esquivando instantáneamente los obstáculos. Así conducía Beetle. Dicen que no hay que conducir colocado de jamacocos, pero nosotros teníamos total confianza en él. El Jam le quitaba todo el miedo, y eso era fantástico.
Hice girar la pluma para leer la etiqueta. Estaba escrita a mano, y eso siempre significaba un buen rato.
—Mierda Craneal...
—¿Es buena? —preguntó Mandy.
—¿Si es buena? Venga...
—¿No la quieres? —dijo.
—Ya la he probado.
—¿Y no estaba bien?
—Sí, claro, está bien.
—Seb me dijo que era superdulce.
—Claro que es dulce —le dije—, pero no es el Vudú.
Beetle Jam reaccionó al oír el nombre.
—¿Ha pillado Vudú, Scribble?
—Y una mierda.
—Venga, fantasma... —espetó Mandy.
—Sí. ¡Fantasma de mierda! —le contesté.
—Eh, vosotros dos, calma —dijo Bridget, la chicasombra, con su voz de humo—. Aquí hay algunos que intentamos dormir un poco.
Bridget era la amante de Beetle, y creo que pretendía poner a la chica nueva en su sitio.
—El sueño es para los muertos —contestó Mandy. Era uno de sus lemas.
—Casi estamos en casa —anunció Beetle.
Avanzábamos por Rusholme, con el bajón del curry. Mandy accionó la manivela para abrir una ventanilla. Logró una abertura de un centímetro antes de que fallara el mecanismo, obturado por la herrumbre. Pero a través de la diminuta rendija, una exuberante combinación de especias en polvo empezó a hacerme la boca agua: coriandro, comino, canela, cardamomo... cada una de ellas genéticamente sintonizada con la perfección.
—¡Hostia! —dijo Mandy al grupo—. ¡Pillaría un buen curry! ¿Cuándo comimos por última vez?
—El jueves —contestó Beetle.
—¿A qué día estamos? —farfulló Bridget desde el mundo medio iluminado de la Sombra.
—Es fin de semana, más o menos —dije yo—. Al menos eso creo.
La Cosa del espacio exterior era ya una masa borrosa de sensores y yo casi podía oír el Termopescado nadando por sus venas. Me estaba dando envidia.
—¿Puede decirme alguien por qué llevamos a esta mierda de alienígena? —preguntó Mandy—. ¿Por qué no lo vendemos? ¿O nos lo comemos? —La furgoneta se quedó en silencio—. Bueno, ¿para qué buscamos plumas? Tenemos a la Cosa aquí mismo. ¡No necesitamos plumas!
—La Cosa viene con nosotros —le dije—. ¡Y nadie la toca!
—Solo quieres hacer un trueque —contestó Mandy.
—¿Tienes algún problema con eso, Mandy? —le pregunté.
—Vayamos a casa. —Su tono era desafiante—. Vamos a pillar algo.
—Eso. —De pronto sentí compasión por ella. Era nueva para nosotros, llevaba dos días en la banda y tenía muchas ganas de complacer.
—Ya sé que la he cagado en la vurtería —dijo—. No sabía qué tenía que buscar.
—Yo te lo he dicho, ¿no? Con precisión.
—Pasemos la noche tomando Vurts —dijo ella—. Hagamos una comida con las sobras de la nevera. No nos vayamos a la cama.
—Haremos todo eso —le dije.
Giramos bruscamente hacia Platt Lane, y luego volvimos a girar hacia la zona de aparcamiento situada detrás del piso. La furgoneta se detuvo de golpe, y nos dimos de bruces contra las puertas traseras.
—Estamos en casa —anunció Beetle.
¿No lo sabíamos? Solo la Cosa se las arreglaba, con el cuerpo lleno de conocimiento de onda, conocimiento Vurt. Avanzó como si fluyera por las puertas y luego saliera, disfrutando.
Y entonces oí la voz:
—Scribble... Scribble... Scribble...
Palabras flotando hacia arriba, desde ninguna parte, llamándome.
—Scribble...
Miré a mi alrededor para ver quién me tomaba el pelo.
—¿Quién ha dicho eso? —pregunté.
—¿Dicho el qué, Scribble? —preguntó Mandy.
—¡Mi nombre! ¿Quién coño lo ha dicho?
Un silencio cayó sobre la furgoneta.
—Tenía... tenía la voz de Desdémona...
—¿Tenemos que seguir pensando en ella? —preguntó Mandy.
—Sí.
Oí los ruidos de la furgoneta y sus oxidados depósitos.
Los Viajeros me miraban. Hasta Beetle se había girado, con los ojos impregnados de jamacocos.
—Nadie ha dicho nada, Scribb.
Pero entonces volví a oír aquella voz.
—Scribble... Scribble...
Y ligué de donde venía: de la Cosa. Se le había abierto un corte en la carne, un conjunto de gomas negras se abrían dejando ver pedazos de dientes y una lengua de manteca que se movía entre ellos.
—Scribble...
Pero solo yo podía oírlo. ¿Por qué solo yo y por qué utilizaba aquella voz? Aquella voz tan hermosa...
Beetle rompió el encanto.
—¡Venga! ¡Adentro!
Oí la llamada de un búho desde Platt Fields. Real, de Vurt o robot, ¿quién podía diferenciarlos ya?
No importaba.
Me hizo sentir nostalgia.