EN COLORES
Éramos nosotros. En colores. Beetle delante, como en los viejos tiempos, pero esta vez había algo nuevo, algo más. Yo sentía como si fuéramos a casa, a casa en la parte trasera de una furgoneta pintada de Mr. Whipping, el señor de los helados, con una pluma dorada en una mano y la pistola de Beetle en la otra, y dos balas en la recámara.
Beetle llevaba el volante con tacto ardiente. Su espectro se ampliaba y la piel se le cuarteaba en los bordes. Yo lo había convencido de que llevara su levita negra y que se calara bien el sombrero. Mandy le había envuelto la cara con una bufanda. Cinders nos había dado la bufanda y el sombrero, junto con un par de flamantes gafas de sol, que Beetle también llevaba puestas. Y sus guantes de cuero.
—¡Parece el hombre invisible! —había exclamado Twinkle. Y Beetle se había encogido de hombros. Destellos de color se filtraban por los agujeros de su ropa, pero así iba bien.
Aceleramos por Wilmslow Road a ritmo de Jam, de vuelta a Manchester y a la dirección de mi bolsillo. Pero Beetle ya no tomaba jamacocos; ya no necesitaba aquella mierda con la bala que llevaba dentro.
—¿Ahora vamos a por Brid y la Cosa, Scribble? —preguntó Twinkle.
—Ese es el objetivo, chica —le contesté.
—Ah, bien.
Aquella niña tendría que haber vivido una buena vida, en lugar de verse arrojada a la parte trasera de una furgoneta de los helados robada. Y era yo quien la llevaba allí, a un lugar oscuro, solo porque necesitaba su ayuda. ¿Qué manera era esa de comportarse?
Sí, yo lo sabía. Una mierda.
Llegamos al cruce de Fallowfield. El restaurante de Slithy Tove quedaba a la izquierda, y me hizo pensar en Barnie y su mujer, Cinders. Su pelo verde húmedo de sudor.
Ya estábamos ascendiendo por la colina de Fallowfield y vi una cabina telefónica que aparecía a la derecha, frente a las residencias de estudiantes.
—¡Beetle! —grité—. Para aquí mismo, tengo que hacer una llamada. —Él pisó los frenos como un Sumovurt, arrojándonos sobre todo el equipo de Mr. Whipping.
Como si realmente necesitara aquella sacudida, tío. ¿Captas lo que quiero decir?
La cabina telefónica había sido objeto de un vandalismo reciente, pero una gota de Vaz en la ranura arregló las cosas. Yo tenía una azul Mercurio, descolorida ya casi de color crema. Pero la cabina aceptó la pluma graciosamente. Luego saqué la pluma y me la puse en los labios. Diez unidades de valor relumbraron en los ojos del teléfono.
Caray. Era muy bajo.
POLICÍA, ¿NECESITA AYUDA?, contestó la cabeza flotante.
Sí, la necesitaba.
POLICÍA, ¿PODEMOS AYUDARLE?, repitió la voz, en un tono más impaciente. Me costaba hablar y sabía por qué. Era la primera vez en mi vida que realmente llamaba a los polis.
—Me preguntaba... —logré decir.
¿TIENE UNA PREGUNTA, SEÑOR? VAMOS A PROCEDER.
Unos ruidos en los cables como el beso del mar. Los ojos diciéndome que solo quedaban siete unidades.
DATOS. ¿PUEDO AYUDARLE? La cara de un hombre sustituyó a la de la mujer.
—Sí, por favor —dije yo—. Me gustaría saber la situación del señor Tristán Catterick. Lo detuvieron ayer. ¿Podría informarme, por favor?
NO CUELGUE, SEÑOR. VOY A BUSCAR EL ARCHIVO CORRESPONDIENTE.
—Solo me quedan cuatro unidades —dije, pero en la línea ya sonaba el himno nacional, mientras la cara sonreía amablemente.
Así que esperé.
La voz se oyó de nuevo.
ESTAMOS RECUPERANDO LOS ARCHIVOS, SEÑOR. AHORA ESTAREMOS CON USTED.
—¡Solo me quedan dos unidades!
No hubo respuesta.
Una unidad.
NO SE RETIRE, SEÑOR.
La música sonando y luego los ojos brillando desde el crema al azul de nuevo cuando las unidades volvieron a caer. Dos unidades. Parpadeo. Cuatro unidades. Parpadeo. Y luego para arriba hasta que tuve diez unidades. Alguien me estaba poniendo unidades y no era yo. Debían de venir del otro lado, de la policía, intentando que no se me cortara la comunicación.
¡Tenían rastreador!
Vislumbré la lengua de Takshaka serpenteando por los cables.
Saqué la pluma, con un mal frenazo, un tirón hacia atrás. ¡Mierda! Hora de largarse.
Avanzamos Fallowfield abajo como diablos, hasta Rusholme, pasando por Platt Fields, hacia la pendiente del curry. Todos los coches que pasaban llevaban banderas ondeando por las ventanillas. Banderas paquistaníes. En todos los coches había familias orientales riéndose y gritando, y los conductores tocaban la bocina.
¿Qué coño estaba pasando?
Ahora el tráfico se ralentizaba y nosotros llegamos al viejo apartamento de Rusholme Gardens. Me produjo una mala impresión, considerando que veníamos de tan lejos, y pensé que Beetle sentía lo mismo porque le oí maldecir. Pero lo suyo no era nostalgia. Era por los polis. Gateé para sentarme junto a él y los vi: explorando la calle, desviando los coches hacia Platt Lane.
Una presencia policial realmente fuerte.
—Escóndete, Bee.
—Estoy ardiendo, Scribb.
—Eres un ejemplo brillante para todos nosotros, Beetle, pero justo ahora creo que deberías controlarte.
Me metí la pistola y la pluma en los bolsillos. Un polisombra aleteó sobre nuestra placa de matrícula, pero estaba bien: aquella vieja furgoneta de los helados era inocente. Beetle se mantuvo oculto en las sombras de la cabina. Un poli de tráfico nos hizo señales, nos desvió hacia Platt, nos hizo aminorar la velocidad y nos encontramos entre coches orientales. Mandy se acercó hacia delante, asomando la cabeza entre nosotros.
—¿Qué pasa, Mandy? —le pregunté.
—Hoy es Eid, chico —contestó.
Ah, ya. Vaya nochecita habíamos escogido.
—Es el final del Ramadán. El fin del ayuno. La gente se vuelve un poco loca y a veces se desmadra. Por eso están ahí los polis. Cierran la cuesta del curry, pero se les escapan por todas partes.
Había bandas de chicos orientales alineados en la acera, animando a los coches y las banderas, y Beetle encontró el botón que conectaba la música de la furgoneta. Los chicos se pusieron como locos. Nos saludaban con los brazos como si fuéramos una especie de carro de los dioses con helados, bailando la melodía de Popeye el Marino a un volumen y una velocidad febriles.
Pudimos pasar sin problema, y luego un lento giro a la derecha hacia Yew Tree Street. Ya no se veían policías, las calles estaban tranquilas. Desde Yew Tree hasta Claremont. Le dije a Beetle que frenara aún más, y lo hizo, con mano segura, llevándonos a un ritmo lento y arrastrado entre callejones y terrazas. Más adelante, en Claremont, se veía dónde había cerrado la policía Wilmslow Road. Centenares de orientales se movían más allá de las barricadas.
—Y apaga de paso esa mierda de Popeye.
La música se calló y el silencio se extendió.
—¿A qué número vamos, Scribb? —preguntó Mandy.
—Es aquí —contesté.
La furgoneta se detuvo suavemente.
Karli empezó a gemir.
La carretera ya era mucho más nuestra. La casa tenía tres pisos, construida sobre una chatarrería llamada Desechos Cósmicos. Un estrecho callejón se abría entre aquella casa y la siguiente, cerrado por una puerta de madera coronada de alambre. Había pelo de perro aleteando en las púas de alambre.
Karli aullaba, notaba algo.
La casa estaba oscura, salvo el débil resplandor de una vela en la ventana de la buhardilla.
—Perros malos, perros muy malos —dijo Mandy—. No les gusta la luz.
Esto es. Aquí es donde hemos venido.
—¿Quieres probar por detrás, Bee? —le dije. Porque, ¿quién iba a querer invitar a aquel hombre brillante a su casa?
—Me gustaría —contestó.
—Nosotros pasamos primero. ¿Entendido? Nada de heroicidades.
—¿Quién, yo? —Sus colores eran magníficos. Siempre lo son, justo antes de la muerte.
—Estás portándote muy bien, Bee —le dije.
—Me encuentro muy bien.
Tal vez sabía que era el final, pero no lo parecía.
—Solo quería decir... —empecé. Pero no me salían las palabras.
—No te molestes —contestó Beetle. Calmado y frío como siempre, hasta el final.
—Estoy orgulloso de ti, Beetle —logré decir.
—Yo también —dijo Mandy.
Beetle se quitó las gafas de sol. Me miró, sonrió, y luego miró a Mandy.
La besó. Fue un beso dulce y largo.
Después se volvió hacia la casa.
—No tengo toda la noche. Vamos.
Oh, Beetle.
—¿Estamos realmente aquí, Scribble? —me preguntó Twinkle desde la parte trasera de la furgoneta.
Miré atrás para verla, pero solo vi a Karli.
La roboperra estaba echada sobre su estómago, restregándose por el suelo de la furgoneta como una serpiente. Tenía las patas delanteras estiradas y las traseras levantadas, la cola hacia arriba, el culo a la vista, enrojecido e hinchado.
—Creo que está oliendo algo —susurró Twinkle—. Creo que está en celo.
Sí. Estamos aquí. Y todos estamos en celo.