ME HACÍA SENTIR BIEN

Estaba temblando del viaje, con ríos de sudor y las lágrimas añadiéndose a los fluidos corporales. Yo ya no sabía qué era sudor y qué eran lágrimas. Así estaba de mal. Beetle me había cogido la mano. Me hacía sentir bien. Me hacía sentir tan bien, aquella mano suave, en medio de todos mis extravíos. Karli, la roboperra, yacía a mis pies.

—¿Estás bien, Scribb? —preguntó Beetle, con la voz suave y anhelante, como flores de primavera o algo así. Muy poco habitual en él—. No deberías viajar solo, Scribb. ¿Cuántas veces te lo he dicho? Necesitas a Beetle ahí dentro. ¿No es verdad?

—Solo intentaba...

—¿El qué, Scribb?

—Solo intentaba... —dije, desenterrando las palabras—. Solo intentaba... intentaba encontrar un poco de consuelo...

Beetle me apretó con fuerza contra su casaca, y su colección de chapas de ciclista mordió mi mejilla húmeda.

—¡Tú, desgraciado! —me dijo—. Brid se ha ido. La furgo se ha ido. Des se ha ido. —Blandía la pluma, ahora ya de color crema, ante mi cara—. ¿Y tú te crees que esto los hará volver? ¿Eh?

Su voz volvía a ser dura, pero todavía tenía vestigios de tristeza. Yo nunca había oído aquello. La lluvia caía. Lluvia de Manchester; oíamos su suave repiqueteo de tambor contra la ventana. Los ojos de Beetle estaban llenos de lluvia y algunas gotas le resbalaban por las mejillas, como lágrimas. Pero si todas las ventanas estaban cerradas, ¿cómo podía entrar la lluvia? Incluso la ventana que nunca cerraba estaba ajustada con una camiseta vieja, entonces, ¿cómo podía ser que la lluvia le resbalara por las mejillas? ¿Acaso eran lágrimas? ¡Tal vez eran lágrimas! ¿Acaso Beetle había encontrado lágrimas? Y eso me hacía sentir bien. Me hacía sentir tan bien...

Devuélveme mi furgoneta de ardiente deseo. Cómo echaba de menos aquel carro. Y a todos los que viajábamos en él.
Beetle había robado un coche barato, solo para llegar hasta casa, pero no podía compararse. La furgo era una buena amiga. Y ya no estaba. La roboperra me chupaba las botas.

—¿Qué hace aquí esta perra? —pregunté.

—Suzie te la regaló. ¿No te acuerdas?

—¿Dónde está Mandy? —pregunté, echándola de menos de pronto.

—Ha salido. Supongo que nos hemos peleado.

Busqué un cigarrillo Napalm en el bolsillo de mi camisa. Y saqué una carta del tarot. Esta es tu carta, dijo Suzie. ¿Cómo había llegado hasta allí? Suzie debía de habérmela metido disimuladamente, mientras yo dormía en el sopor de aquella hierba. Me quedé mirando el dibujo. Un joven descendiendo por una pendiente, seguido de un perro. Modelo de la vida real. Pieza de coleccionista.

—¿Me perdonas, Beetle? —le pregunté con calma, mirando la carta.

El reloj de flores dejó caer un pétalo, que flotó en una caída zigzagueante, empujado por los suspiros, hasta la alfombra.

—Sí.

Aquella voz.

La voz de Beetle.

Diciendo aquello.

Diciendo que sí. Que me perdonaba. Aquello significaba mucho. Lo significaba todo. Te perdono por tu debilidad. Te perdono por la transgresión. Por haberte tomado una Nana Azul. Por ir a Vurt solo. Por intentar encontrar todo lo que hemos perdido.

Nunca había oído palabras así, nunca de sus labios.

—¿Dónde estarán la Cosa y Brid? —pregunté.

—No lo sé. Cada vez es peor.

Beetle diciendo aquello, con aquel deje de dolor en la voz. Me daba una nueva imagen del protagonista. Era un hombre sin sueños. Soñaba los sueños de otros, a través de las plumas. Aquella era la obsesión de Beetle; no tenía nada más. Yo tenía a Desdémona como razón para continuar viviendo. Beetle tenía el mundo Vurt. Y ahora parecía que todo se le escapara de las manos.

Me di cuenta de que había cerrado los ojos.

Cuando los abrí, Beetle estaba cerca. Rodeaba mi cuerpo con sus brazos, envolviéndome en su casaca. Me hacía sentir bien. Como una familia, supongo.

Me acerqué la carta a los ojos. El joven caminaba hacia un abismo, con una mochila al hombro, mientras el perro ladrador lo seguía, mordisqueándole los talones. En el extremo superior, el número cero. En la parte inferior, las palabras El Loco. ¿Qué había querido decir Suzie con aquello? La perra Karli olisqueaba alrededor de mis pies.

—¿Y ahora qué, Beetle? —le pregunté, sin saber adónde ir.

—No lo sé, Scribble. No lo sé.

La puerta del apartamento se abrió con una suave exhalación y Mandy entró en la habitación. Tenía la cara arrebolada de placer.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Beetle.

—He encontrado a Icarus Wing —contestó ella.