DENTRO DE LA CIUDAD DE CRISTAL
Beetle y Mandy andando por un camino de cristal.
El ruido de una ventana golpeando en la tarde.
Un espectro de colores irradiando del sol, fulgurante sobre los rascacielos. La luz refractando a través de la humedad suspendida en el aire.
El aire vagamente resplandeciente.
Un millón de fragmentos de sol brillando en las avenidas.
Beetle y Mandy desapareciendo en el espejismo del arco iris.
Yo los seguí lo mejor que pude, pasándome al asiento delantero para verlos mejor. Desde todas las direcciones, las afiladas secciones de cristal de botellas de vino, cerveza y ginebra hechas añicos captaban y magnificaban cada rayo perdido de la luz de Manchester. Todo Bottletown, la ciudad de cristal, la ciudad de las botellas, desde el centro comercial a los apartamentos-fortaleza, centelleaba como un espejo roto de la estrella más brillante. Así es la belleza, en medio de una ciudad de lágrimas. En Bottletown, hasta nuestras lágrimas chispean como diamantes.
Sabía que Beetle tenía el don de ver la belleza en la fealdad. Pero yo estaba más acostumbrado a la fealdad que él; la veía todos los días en los espejos más crueles, y en el espejo de los ojos de las mujeres.
Bottletown existía desde hacía apenas unos diez años. Era una especie de sueño urbano. Familias enteras abandonaron muy pronto el lugar y empezaron a llegar jóvenes y apáticos, y luego negros, robots costrosos, barbariesombras y estudiantes. Los estudiantes se largaron enseguida en la parte posterior del coche de mamá y papá, hartos de tanto robo y tanto asalto. Luego se fueron los negros, dejando el lugar a los no puros; solo funcionaban los híbridos. Un año después, el ayuntamiento instaló un par de grandes contenedores de botellas en las afueras de la ciudad, uno para el cristal incoloro y otro para el verde. La gente bien de los distritos del extrarradio acudía, hasta las fronteras de la suciedad, para arrojar las pruebas de sus excesos en el consumo de alcohol. El ayuntamiento dejó de vaciar los contenedores de botellas, y todos los que iban allí tenían que hundirse en un lecho de dolor solo para acercarse a los buenos tiempos.
Cuando los contenedores estuvieron llenos y rebosantes siguieron arrojando las botellas allí, rompiéndolas en las aceras y las escaleras y los rellanos. Así se llena el mundo. Fragmento a fragmento, borrachera a borrachera, hasta que todo el lugar se convierte en un palacio rutilante, afilado y doloroso al tacto.
En uno de los muros cercanos, alguien había garabateado las palabras «Lo puro es pobre», pero yo estaba observando a Beetle y Mandy elevarse por encima de todo aquello, subiendo las escaleras una a una, dirigiéndose al cuarto piso. Desaparecían de mi vista y luego volvían a aparecer cuando llegaban a cada rellano. Era una escena rítmica y yo me acunaba en ella. Los vi un momento antes de que entraran en el cuarto tramo de escaleras, luego desaparecieron y mis ojos fueron al siguiente rellano, esperándolos.
Esperando.
Esperando.
Esperando a que reaparecieran.
Pasaron unos minutos sin ninguna señal. Luego vi a Mandy corriendo por el pasillo de la cuarta planta mientras unos extraños la perseguían.
Salí de la furgoneta a toda prisa. El cristal me cortaba los pies a través de las botas mientras corría hacia la entrada de la planta baja. El ascensor no funcionaba, para variar. Subí los escalones de tres en tres. Ya oía los gritos de Mandy, incluso desde allí abajo, y yo no llevaba ningún arma, ni pistola ni cuchillo, solo aquellos débiles brazos y aquellas piernas que aporreaban las escaleras.
Segundo rellano.
Corriendo hacia arriba.
Hacia el ruido.
Me caí en la tercera planta, sin aliento, empapado en sudor.
Los siguientes escalones. Ahora oía la voz de Beetle, desafiante, y toda la luz que abandonaba el día mientras los ojos se me llenaban de sudor y la sangre corría más rápido en mis venas. Corría a través de las sensaciones, luchando para encontrar valor, y el tobillo izquierdo me palpitaba con un dolor penetrante. No empieces ahora, vieja herida.
Había una pelea, justo encima de las escaleras, y yo conseguí retroceder, aferrándome al miedo.
¡Crac! Mi cuerpo chocó contra el hueco del ascensor, apretándose contra las sombras.
Me asomé a la esquina y pude ver toda la escena. Beetle había caído. Yacía en el suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Tres hombres le daban patadas en la cabeza, el pecho, la espalda. Los hombres tenían aquella expresión sanguínea y letal tan popular entre los más jóvenes robobárbaros; todos los huesos de plástico brillaban orgullosos a través de la piel tensa y pálida. Una mujer supervisaba el ataque. Irradiaba humo, oscuros anillos de niebla se elevaban de su piel, como Bridget cuando estaba excitada. ¡Barbariesombra! La voz de Mandy resonaba por el pasillo, con todas las maldiciones de los jóvenes y fuertes. Luego entró en mi campo de visión, arrastrada por otros dos robobárbaros. Ella les clavaba las uñas en la carne. Era en vano; aquella carne de robot llevaba demasiado tiempo muerta para sentir algo. Demasiados Vurts ilegales y en vivo de la Cura de Sombras, supongo. La mujer tenía telarañas negras en los ojos y entonaba una negra letanía: ¡Lo puro es pobre! ¡Matad lo puro! Mandy chilló de dolor cuando los bárbaros la lanzaron contra una pared y la sujetaron allí. La barbariesombra se acercó a la cara de Mandy. Supongo que a Mandy le esperaba otro jodesombra porque solo se le había ocurrido lanzar un enorme esputo a la cara de la barbariesombra.
Beetle y Mandy estaban allí luchando, y lo único que yo podía hacer era agarrarme a las sombras de un hueco del ascensor ciego, reprimir el impulso de salir corriendo, de agarrar el freno y salir, aunque aquello no era teatro, no era un viaje de plumas. La vida real, como las plumas amarillas, no tiene un dispositivo para frenar de golpe. Por eso se parecen tanto.
Ningún lugar donde ocultarse, ni siquiera en las sombras.
Un ruido resbaladizo a mis pies.
La barbariesombra no reaccionaba al esputo que le resbalaba por las mejillas.
—Noto un zumbido —dijo.
Por un momento pensé que se refería a ella, a sus sensaciones de poder, pero luego ligué la historia.
¡La barbariesombra me había oído pensar!
¡Hostia! Aquella tía debía de tener una sombra muy densa, para llegar con el pensamiento hasta los rincones, hasta la oscuridad.
De nuevo el sonido deslizante a mis pies, y el tobillo llamándome, desde los años pasados, con un duro nudo de dolor.
—¡Estoy oyendo el zumbido de otro puro, hermanos! —dijo la barbariesombra—. ¡Se acerca un ser puro!
Los observé desde mis profundidades, volviéndome hacia la oscuridad en la que me enterraba. Sus robóticos ojos relumbraban con luces rojas y la barbariesombra mostraba sus ojos de humo, que escudriñaban mi alma y veían mi miedo. El ruido deslizante era tan fuerte que me obligó a bajar la vista. ¡Serpiente de sueño! Susurros verde y violeta. ¡La serpiente buscando mi herida!
Debieron de ser el miedo y el pánico los que me enviaron girando hacia una visión de mí mismo en la que arrancaba clavos con los dientes, escupiéndolos, partidos en dos, con un largo martillo contra el enorme peso de los disparadores de clavos. ¡Joder! ¡Qué bien me sentí! Había experimentado aquella Azul de bajo nivel hacía años, pero allí estaba otra vez en mi cerebro, ¡y sin ninguna pluma! Aquel Vurt se llamaba Ataque de Clavos, y generalmente yo acababa muerto bajo los clavos, uno en cada ojo, ¡pero ahora me sentía realmente bien! Muy bien, y quería dominar el mundo, especialmente a aquella chica de humo y cuerpo delgado, y a sus ineptos y oxidados robots.
Salí de las sombras dándole una patada a la serpiente. El bicho aterrizó un metro y pico más allá, directamente bajo los pies de uno de los robobárbaros. El tipo saltó hacia atrás y perdió el equilibrio. La barbariesombra caía. Quedó hecha un amasijo en el suelo.
Aquel era yo, Scribble, el héroe de Ataque de Clavos, llegando al rescate.
Una especie de loco.
La serpiente se contorsionaba por la fuerza de clavos de mi patada, pero en algún lugar entre donde me hallaba y la pelea, el Vurt se desvaneció y yo sentí un dolor lejano, muy lejano, y me di cuenta de que era mi mandíbula. Un puño de hierro me había golpeado, y luego otro en el ojo izquierdo, y entonces caí, pensando:
No encontré ningún alivio.
La bota de mono de la chica retrocedió para lanzar otra patada y yo pensé:
Pero la bota nunca llegó.
Hubo un agudo grito de dolor y luego un duro golpe. ¡Y no era yo! ¡No tenía nada que ver conmigo! Me arrastré hasta conseguir sentarme. Tras una maraña de sangre vi a Mandy tirando de la barbariesombra hacia atrás, lejos de mis tiernos rasgos. Dos de los robobárbaros se acariciaban dolorosas heridas. Tío, cómo adoraba a aquella chica en aquel momento. Le deseé felicidad total para siempre. Beetle había agarrado un tobillo suelto. Lo estaba retorciendo y se oían crujir los huesos de plástico. Yo estaba de nuevo en pie y la batalla continuaba.
La barbariesombra sacó un cuchillo.
La hoja del cuchillo captaba fragmentos de colores al moverse en las manos de la mujer, sobre un pasillo de cristales rotos.
Mandy retrocedió, alejándose del cuchillo.
Beetle levantó la pierna del robobárbaro de un fiero tirón y el triste cabrón se cayó contra una dura pared de ladrillo. La barbariesombra blandió el cuchillo frente a él. Beetle se echó a reír. Ella se impulsó hacia delante con la hoja destellando. Atravesó la carne de Beetle, en el lado izquierdo de su estómago. Él cayó hacia atrás con la boca abierta, los ojos desorbitados y fijos. Se agarró la herida con las manos. Mandy se dirigió hacia la Sombra. Aquella chica nueva estaba demostrando su valor. La hoja volvió en redondo en un círculo de colores. Mandy retrocedió con un gesto perfecto, alejándose del filo, pero un robobárbaro la estaba esperando. Rodeó el cuerpo de la chica con sus brazos y tiró de ella hacia atrás. La barbariesombra se acercó, dirigiendo el cuchillo hacia la garganta de Mandy. Beetle estaba hundido contra la pared y yo era el único que podía arreglar el día.
—¡Eh, cabrones! —grité, o lo intenté. Tenía la voz debilitada por la pelea—. ¡Vale más que dejéis a mis amigos en paz!
La barbariesombra se echó a reír. Sus robóticos colegas volvían a la acción. Formaron un corro a nuestro alrededor. La barbariesombra se volvió hacia mi, parpadeó una sola vez y luego yo sentí su dedo allí dentro, en el interior de mi mente, destrozándome. ¡Jodesombra!
Yo solo quería que apareciera un polisombra aleteando por la zona, pero aquello era Bottletown, una zona franca de polis.
—Se acabó el juego, hombrecito —dijo la barbariesombra.
Oh, mierda. Se acabó el juego.
En aquel momento se abrió una puerta. Unos dos apartamentos más allá. Y salió un hombre. Su pelo era una larga y densa red de grasa que llegaba hasta el umbral.
Era un tipo hermoso.
Llevaba un perro con una larga correa. El perro se acercó mostrando una amenazadora dentadura, dio una fuerte dentellada y apresó aquella errante serpiente de sueño entre sus fauces. La devoró engulléndola rápidamente.
Los bárbaros se volvieron para mirar a aquel tipo blanco de selvática cabellera y al perro salido del infierno.
—¡Tristán! ¡Mi hombre! —Era la voz de Beetle llamándolo desde el lugar donde yacía.
—Se acabó la diversión —dijo el del pelo selvático.
Llevaba una escopeta, amartillada y lista para disparar. Y un perro.
Montado y listo.
Sin discusión.